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HISTORIA Y NOVELA.-LA LOCURA CLAUSTRAL.-BLASONES

Y DIVISAS

De Santander a Santillana, por la mañana;

de Santillana a Santander, después de comer.

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sf decían nuestros padres, faltos de la comodidad que nosotros hemos alcanzado, y puestos en obligación de cabalgar para el despacho de sus quehaceres y negocios entre la villa antigua y la ciudad moderna. Y efectivamente, haciendo su jornada como el popular decir ordena, tomábales el sol por la espalda, tanto al ir como al volver, prevención sabida y comodidad añeja de caminantes.

En los orbes de la realidad y de la ficción, en el mundo de los hechos y en el de la fábula, en los fastos de la vida y de la fantasía, vive Santillana, merced a dos caracteres diversos: real el uno, imaginado el otro, pero dotados ambos por la

naturaleza y el ingenio de aquella energía vital, persistente, que cura de la muerte y preserva del olvido: el Marqués y Gil Blas.

Pocos son los españoles ciertos, a sabor, de la no existencia de Don Quijote. De la primitiva existencia de Gil Blas de Santillana no dudaba ninguno de los gallardos oficiales que mandaban aquellos soldados ingleses cuyas devastaciones en Monte-Corban hemos referido. Así es, que venidos a la villa con pretexto de visitar su célebre colegiata, y con razón de ejercitar su fortaleza de jinetes y de lucir sus soberbios caballos, no se descuidaban en pedir a los naturales noticias de la progenie y morada del aventurero personaje.

Vivia entonces la villa uno de los más respetables e ilustres caballeros de ella, don Blas de Barreda (1), y deslumbrados por la paridad del nombre y la pronunciación confusa de los extranjeros, no vacilaban los preguntados en dirigirles a la casa de los Barredas. Y se cuenta que ciegos de aquel entusiasmo isleño que a las veces y en remotas partes del mundo ha tomado vandálica fisonomía, rascaban las paredes para llevarse reliquias del revoque, o desencajaban peladillas del zaguán, empedrado en mosaico de guijarros, a la manera usual de la tierra.

Ignoro si preguntaban por la casa de Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, pero de juro era apellido notorio para los curiosos, si entre ellas los hubo, de literatura española, pues con los de Mena y Manrique compendia la poesía castellana de su siglo, para cuantos no han tenido ocasión y holgura de penetrar en el populoso Parnaso de los Cancio

neros.

A bretones y cántabros, a extranjeros y nacionales, siendo de aquellos cuyo espíritu inquieto presta oído a la voz apa

(1) Curioso literato; dejó excelente librería, recopilados datos y documentos para la historia de la villa y de su colegial, y copiadas algunas inscripciones interesantes de la provincia. Posee la casa su nieto, mi ilustrado amigo el marqués de Casa-Mena y de las Matas.

gada y moribunda de las recuerdos, no han de faltarles dentro del recinto de la solariega villa impresiones y sorpresas, ni ocasión de meditar en presencia de una piedra labrada soltando el vuelo a la fantasía sobre sus dos poderosas alas, sentimiento y memoria.

Tienen las poblaciones, como los individuos, su arreo y traje, en que revelan sus gustos y sus hábitos, cuando no sus vicios y virtudes. Así aparecen a los ojos del viajero, militar un pueblo, comerciante otro, jovial Sevilla, agrícola Córdoba, veleidosa Cádiz, ascética Burgos, levítica Toledo; así hablan con la lengua de sus ángulos y contornos, de su verdura o su austeridad, de sus hojas o sus piedras, vergeles, palacios, campiña, murallas, agujas y chapiteles; así tras de la fábrica muerta aparece el hombre, y bajo el techo silencioso de la vivienda se dejan penetrar la pasión, el juicio, la creencia, la opinión y el sentimiento.

Santillana, en las proporciones de villa a ciudad, de casa solar a palacio, de colegiata a catedral, de caballero aventurero a prócer palatino, señor de horca y cuchillo, recuerda ciertas ciudades italianas, magníficas, soberbias un tiempo, ya despobladas y ruinosas, que en su abandono presente parecen más altivas y ceñudas que lo fueron en días prósperos y gloriosos; que en su construcción y traza conservan la huella de una historia intestina, agitada, febril, nutrida toda de odios, de celos, de enemistades y venganzas.

Yo no sé qué austera grandeza respiran sus dos calles costaneras, desiguales, que se unen para salir por un extremo al campo de Revolgo, y se apartan luego en abierto ángulo para terminar en la casa comunal y torre del merino la una, en la colegiata la otra. Parecen los caminos por donde enemigos bandos salían al campo de batalla, al de tregua; por donde volvían a retirarse mal calmadas las iras, latente el rencor y vivo; caminos donde los linajes antiguos dejaron colgados y en orden sus escudos, como están en militar museo las armas y banderas de los guerreros.

El campo de Revolgo suena en los papeles particulares de

Santillana, y en las historias de los hidalgos sus moradores, como lugar de no interrumpida pelea entre familias y poderes rivales, el merino del señor contra el del abad, y ambos contra el corregidor del rey. Allí, después de la batalla, reconocía el vencido la ley del más afortunado, y allí venían los procuradores de las villas y los valles a jurar en manos del regio enviado una obediencia, levantada algunas veces por la violencia feudal, lealmente conservada más a menudo a precio de lágrimas y sacrificios. Hoy cubren el campo copudos árboles de anchos troncos, y la fuente cristalina que mana copiosa en medio de ellos, parece hecha brotar por Dios para limpiar el sitio de la sangre vertida en estériles discordias domésticas.

Sombra y frescura, grato rumor de aguas y de hojas acogen al viajero en este pintoresco atrio de la villa, y con paz y reposo le convidan; luego el camino se torna calle para penetrar por medio del caserío, cuyo ingreso le abren una ermita a la izquierda, un monasterio a la derecha. Forma peristilo a la ermita su ancho tejado, bajɛ ndo hasta apoyarse en toscas columnas de asperón jalde, cuyos fustes parecen sostenerlo apenas, carcomidos por la lluvia, gastados por los aldeanos que acicalan sobre ellos sus cuchillos durante las horas de ocio, en días de domingo o de mercado.

El convento presenta su fachada pobre, mohosa y húmeda, teñida de ese color sombrio con que bañan la piedra en estos climas los vientos inclementes del Norte. Otro más soleado y risueño se alza a sus espaldas: son los de Regina-cœli y San Ildefonso, de la Orden dominica.

El camino antes de llegar a Revolgo viene costeando la huerta de Regina-cœli; descuellan en ella dos cipreses, en la de San Ildefonso un pino: los árboles perdurables, de inmarcesible hoja, tardos en crecer, lentos en morir, parcos de sonrisas y halagos, constantes y firmes. Arboles que planta quien piensa en los que han de sucederle, quien no tanto quiere árbol para sí coino árbol para sus hijos, monje o caballero, fundador de solar o de cenobio; árboles que hallarás siempre en la clausura, habitada o desierta, junto a la fuente corriente o

enjuta, y arrin:ados a la torre montañesa, mirando al blasón acompañando a la capilla.

Tiempo ha, en medio de esa huerta, había una casilla aislada de construcción ligera. Vivíala una pobre reclusa, demente. Después de consagrada a Dios en la flor de sus años, cuando parecía enajenada por la claridad espléndida de una vocación cumplida, las tinieblas habían invadido su cerebro. Una idea sola había sobrevido en el naufragio de sus ideas, una idea singular, permanente, de explicación dudosa, confianza o desesperación, plegaria o lamiento, gemido al cielo o súplica a la tierra.

Llegábase apenas podía cautelosamente a la cuerda de la campana, y la tañía convulsa y desesperadamente. La campana es la voz de la clausura, voz con que habla al cielo y a la tierra, a Dios y a los hombres; es su comunicación con el mundo externo, infinito o limitado.

¿A quién llamaba la reclusa? ¿Parecíale poca y débil la voz de su corazón para rogar a Dios, que oye y comprende la oración en deseo, antes de ser formulada en frase, antes de ser traducida en letra? ¿O era que ese ¡ay! de su corazón pretendía herir oídos no divinos? ¿Solicitaba la reden ción del alma o la libertad del cuerpo? ¿Pedía la muerte o el desencarcelamiento?

¡Quién sabe las alegrías del cenobita, del extático, del penitente absorbido en el amor de Dios, en la contemplación de su gloria infinita, de las recompensas sublimes de su justicia! ¡Y quién sabe tampoco sus tristezas, cuando en la hora del último dolor, de la agonía, sobrepuesta la humana flaqueza al religioso imperio, siente su soledad, la tibia atmósfera del amor mistico, y echa menos la atmósfera cálida del hogar y la familia, y pide y no encuentra los cuidados tiernos inspirados por el corazón y no por la regla, aquellos consuelos inefables de la hora suprema, que enjugan el sudor y templan el padecer, y sostienen el alma y suavizan el rigoroso tránsito, aquella presencia de los amados, aquel adiós postrero de los seres queridos, que aun el hombre-Dios quiso tener en su agonía llevando a su madre al pie de su patibulo!

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