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y rivales los de la costa de Gascuña, territorio entonces de los ingleses: unas veces, como en 1306 y 1309, se ven en Westminster los diputados de la hermandad y los de Bayona, para entender en el recíproco desagravio y restitución de presas (1); otras, en 1353 (2), se juntan en Fuenterrabía y acuerdan gobernarse según el más humano derecho de gentes, poniendo término a la vida de invasiones piráticas y marítimos asaltos que unos y otros llevaban. Castellanos y gascones, cuantos por ambas partes negocian, tienen comisión y título de sus respectivos soberanos, y en su nombre y bajo su amparo discuten y resuelven; mas en el tratado de Londres, la hermandad aparece ejerciendo por sí propia uno de los atributos característicos, el más levantado acaso de la potestad suprema, el de pacificación y tregua, el de sobreponerse a las iras y venganzas que arman el brazo del pueblo, de súbditos y gobernados, porque la suma considerable de fuerza que la común acepción concede al poder y le reconoce, más es para regir y enfrenar pasiones de sangre que para excitarlas y moverlas.

Esta independencia y soltura de los pueblos marítimos se explayaba y vivía merced a lo apocada y floja que andaba la autoridad de los reyes castellanos. Se afirma y establece durante la minoridad de Fernando IV (1296), y toca su apogeo y vigor sumo (1351) al inaugurar su reinado el tan desventurado como cruel Don Pedro. Alfonso XI, que sucedió entre ambos, hijo de Fernando, padre del Justiciero, necesitaba de todos sus vasallos, grandes y pequeños, especialmente de los que supiesen armar una flota, regir un barco y marinear, para que le fuesen de auxilio en sus repetidas y arriesgadas empresas navales sobre el Guadalquivir y la costa de Andalucía, y si hacía sentir su cetro a sus villas de la costa septentrional, era para ganar su adhesión con mercedes, franqueándoles la industria pescadora, o, lo que más agradecen los pueblos, acudiendo en buena hora al remedio de sus calamidades. Pruébanlo con otros documentos tres cartas reales concedidas a Laredo, una (1) Colección dip. cit., números 368-438.

(2) Rymer: tom. III, pág. I.

para poder pescar y salar en todos los puertos de la marina de Castilla (1); otra para remediar la desgracia de un incendio acaecido en 1346, que destruyó la villa, eximiéndola de tributos, servicios pedidos é yantar (2), y la tercera para librar a sus vecinos del diezmo del pescado que pescaran... nin de las ballenas que matasen (3).

Curioso fuera saber la cifra de naves, marineros y soldados en que la hermandad apoyaba sus pretensiones y su arrogante derecho. Hacia aquellos tiempos, en los confines de los siglos XIII y XIV, cada una de las villas de la costa servían al rey en guerra con una galera armada de sesenta remos, guarnecida de sesenta combatientes, y bien abastecida con espadas, dardos, lanzas y ballestas, armas todas que con el casco del buque quedaban por el rey, terminado el servicio de los hombres, que duraba tres meses, al cabo de los cuales eran libres y quitas las villas que los alistaran (4). De esta noticia sacarán los versados en estadística la proporción de naos, galeas, ballineres y leños de vario tonelaje con que los marinos cántabros corrían las costas y mares del norte, desafiando temporales, riñendo sangrientas peleas con el inglés, su constante enemigo, acometiendo hazañas que ahogadas con sus perpetradores en los abismos misteriosos del Océano y de la noche, sólo fueron visibles para aquel a cuya mirada no hay sombra densa ni confin inaccesible, y que las escribió y conserva en el inescrutable libro de sus justicias; acaso en el capítulo de las recompensas, acaso en el capítulo de los castigos.

(1) En Madrid a 22 de Diciembre del año de 1339 (era del mil e trescientos e setenta e siete annos).

(2) En Avila a 13 de Agosto de 1346 (era de mil e trescientos e ochenta e quatro annos).

(3) En Villarreal a quatro de Diciembre de 1346 (era de mil e trescientos e ochenta e quatro annos).

(4) Becerro de las behetrías de Castilla, merindat de Castilla Vieja. Laredo, Castro, Santander,

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RUZANDO las huertas de Urdiales, pasando entre la mar y el monte de San Pelayo, que levanta sus labradas cimas y frondosas cañadas a la siniestra mano del viajero, sale de Castro, el camino a Santander, llano, suave, limpio de polvo, porque parece que el rocío de la mar lo mata, y empapa el aire y mantiene la tierra jugosa y fresca. Brioso el tiro y descansado arrastraba el coche con vigoroso empuje; animábale con la voz y la tralla el zagal, vestido de fiesta, y deseoso de llegar la parada de Oriñón.

¿Qué le esperaba allí? casi era de sospechar, considerando lo cuidadoso de su atavío, su aplanchada camisa, abotonada con tarines isabelinos al cuello, el pañuelo nuevo de seda carmesí toledana, ajustado al cráneo como una venda simbólica,

y sobre todo la alegría con que hacía la jornada. Seguían la carretera, en una y otra dirección, numerosos aldeanos y aldeanas; de ellas algunas con las trenzas sueltas sobre la espalda; de ellos muchos cubierta la cabeza de boina azul o roja, o el castor negro de alas blandas, traje de sus vecinos vascongados. Las mujeres se guardaban del sol con su chal plegado en cuadro, puesto sobre la cabeza, a manera del panno de las campesinas romanas; a otras sombreaba un ancho cesto cargado de fruta u hortaliza. El zagal requebraba a las que venían de frente, y restallaba la tralla a espaldas de las que seguían nuestro camino, haciéndolas vacilar bajo el peso de su carga.

Y al requiebro y al trallazo, requiebro también a su manera, contestaban las mozas con sonrisa, nunca con enojo, prueba de lo familiar que les era el diálogo.

Y tras dos juramentos y cuatro chasquidos del cáñamo y media docena de epítetos injuriosos a las bestias, se encaramaba a lo más alto del coche, y allí, serenado de su agitación se mondaba el pecho, y con más garganta que oído soltaba un cantar:

Viva el sol, viva la luna,

viva quien sabe querer,
viva quien pasa en el mundo

penas por una mujer (1).

Muy lejos de allí, a deshora de cierta noche de invierno, hería mis ojos un mote grabado en la linterna de un coche: padecer para vivir (2). Recordómelo la canción del zagal en que su autor, como todo héroe de pueblo primitivo, hacía pomposo aparato de sus méritos, aclamando como virtud lo que tal vez había sido necesidad o flaqueza; y era que la copla encerraba una idea generosa, celebraba martirios del corazón, y podía servir, bajo su forma desataviada y sencilla, de elocuente comento al conciso y profundo mote. ¡Oh!, sí; padecer es vivir,

(1) "Amar es padecer." Maestro Juan de Avila.-Carta doctrinal. (2) Mote de los Saavedras.

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