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agua del chocolate algunas, por el agua de la cena las más. Sin embargo, este lugar tranquilo, esta villa mansa y silenciosa, dió cuna y principio en tiempos desconocidos a los dos terribles bandos que por espacio de siglos ensangrentaron y mantuvieron dividida y en armas la tierra de Peñas-al-mar, entre el Pas y el Agüera. Origináronse de odios entre dos familias poderosas por el número y la energía de sus parientes, cuyos apellidos sirvieron para designarlos, llamándose Giles y Negretes. Cuando aparecen sus proezas en los anales escritos, ambos apellidos han desaparecido y no suenan entre los resueltos mantenedores y capitanes de los bandos, que se llaman entonces Agüeros y Alvarados; pero la bandería conserva su título, y lo conserva, como adelante veremos, hasta los tiempos de la dominación austriaca, hasta más de mediado el siglo XVI, época en que no consintiendo la mejor policía del Estado y el progreso de las costumbres campañas particulares a campo raso y por armas, continuaban su rivalidad ambas facciones, disputándose en las villas y lugares el prestigio de la autoridad moral y las varas del regimiento.

La dureza de alma de aquellas generaciones asombra. Convierte la historia de la comarca en una serie de violencias sin cuento, celadas, asaltos, desafíos y batallas campales en que lo más florido y brioso de su juventud perece. Los linajes se arman haciendo leva de vasallos, se arriman a un bando o se apartan de él a impulso de la ciega pasión de un momento; hoy acompañan a los Giles, mañana riñen contra ellos en la hueste de los Negretes; sin previa declaración de guerra se encuentran en un camino dos cabalgadas de bandera contraria, y traban batalla para satisfacción insana de su odio, por hambre de reñir, y riñen hasta retirarse cansados, «fartos de pelea», que dice Lope García, sin haber vencedores ni vencidos.

Y en esta pavorosa guerra de vecino a vecino, despliegan asombrosas cualidades de astucia y de valor. El ofensor de un hidalgo no tiene en semejantes tiempos lugar seguro; la ira no se cansa de espiar, aguarda la ocasión, y usa de ella sin duelo y con presteza; el hogar es a veces campo de batalla, el tála

mo patíbulo de afrentosas mutilaciones; el ofendido, acompañado o solo, según cuadra mejor a la seguridad de su venganza, acecha en todas partes, en el camino de una romería, en las puertas de un monasterio, al pasar del vado, en la espesura del monte, a sombra de una tapia, en las tinieblas, al medio día, al yantar, al dormir, al armarse, al cabalgar, al pararse arredrado por un rumor extraño, al arremeter para salvar la trocha o el desfiladero.

La tierra les ayuda: sombría, quebrada, rica en hoces y angosturas propicias a la emboscada, rica en saltos de agua cuyo estruendo ahoga y sume el grito de la víctima, en remansos profundos que guardan irrevocablemente su cadáver, en alturas donde apostar un centinela, en troncos donde poner una señal, en grutas donde esconder un aviso.

Y si antes de la ocasión, la suerte pone al alcance de su brazo un deudo, padre, hijo o hermano de su enemigo, no vacila en herir. Y según le cuadra mejor usa de sus armas, de la lanza con que pelea a caballo, de la espada que esgrime a pie, del puñal con que se autoriza en estrados y ceremonias, del cañivete con que desuella el gamo en el monte, y parte el pernil del jabalí sobre su mesa. De esta manera se perpetúa y eterniza la deuda de sangre entre las familias; el duelo constante entre razas que las cercena y extermina a veces; duelo no exento de cierta altiva generosidad, porque en él se disputa la vida, la vida sola, no los bienes, no el caudal, no la autoridad ni el puesto.

Mal sueño dormirían las damas montañesas; mal reposo tendrían cuando, ausente del solar su esposo o hijo, padre o hermano, no podían fiar la seguridad de su regreso ni en el valor personal, ni en la compañía armada, ni aun en la circunstancia rara de permanecer extraño a discordias y bandos; porque ¿quién estaba exento de asechanza y golpe, por pariente, o amigo, o allegado de cualquiera de los metidos en aquel permanente batallar?

El claro de luna que puestas en el alféizar de su ventana les sonreía, tal vez alumbraba el tiro certero de una ballesta ases

tada al pecho del caballero; el silencio aromoso de la noche tal vez ayudaba a seguirle los pasos hasta el paraje seguro y cómodo para el homicidio; el rumor que el viento levantaba en las hojas espesas de los castaños, tal vez encubría un gritɔ lejano, que oído de la casa-fuerte le hubiera llevado oportuno y salvador auxilio.

Habríalas, sin duda, entre ellas de varonil corazón, templado al calor de los duros tiempos en que nacieron; pero en su mayor número vivían con la zozobra en el pecho, el llanto en los ojos y el nombre de Dios en los labios; de otra suerte hubiéranse desnaturalizado y no fuera humana descendencia la perpetuada por hembras a quienes el rigor y destemplanza de las costumbres hubiesen robado las augustas calidades de la maternidad humana, piedad, compasión y ternura.

y

Fué historiador de aquellos lamentables días y sucesos un personaje abonadísimo para pintarlos con fiel colorido. No era de la tierra, pero sí vecino, y en la suya y con los apellidos de Oñez y Gamboa, andaban los bandos no menos encarnizados divididos. Diez y seis años tenía cuando ya entraba en campo con sus parientes a sostener un desafío enviado a su padre por los banderizos contrarios; luego peleaba contra infieles y en Castilla, en cuyas guerras veía perecer al segundogénito de sus varones; al mayor se lo mataban después en un encuentro de partidarios, y el tercero, descaminado por la codicia de suceder en el mayorazgo con perjuicio de los hijos de sus hermanos primogénitos, encerraba a su padre ya septuagenario en la torre del propio solar, y con tal violencia consumaba la usurpación (1).

Había probado, pues, de cuantos rigores y pesares traía consigo el estado febril y desasosegado de los pueblos; puesto mano en los negocios comunes; visto de cerca los hombres y las cosas, y podía maduramente juzgar a sus contemporáneos, entrando en las causas recónditas de sus hechos.

Los ocios de la larga prisión que padecía «temeroso de mal

(1) Maestre.--Semanario pintoresco español, año de 1847.

vevedizo, e desafuciado de la esperanza de los que son cativos en tierra de moros, que esperan salir por redencion de sus bienes o por limosnas de buenas gentes»-como él mismo dice-, aficiones añejas a leer y escribir de historia, que desde sus mocedades le acompañaron (1), el caudal erudito que poseía, el interés de los sucesos en que fué actor o testigo, el amor al suelo, la ley al linaje, el espíritu de perpetuidad y conservación de todo lo ganado y poseído, que caracteriza las razas montañesas, moviéronle a componer una obra, extraño conjunto de verdad y fábula, y cuyo «nombre derecho», según sus propias palabras, debe ser: «Libro de las buenas andanças >>e fortunas, que fiço Lope García de Salazar, en XXV libros >> con sus capítulos é sus tablas en cada uno sobre si de letra >> colorada.>>>

Tal fué Lope García de Salazar, señor de las casas de Salazar, de San Martín de Somorrostro, Muñatones, Nograro, la Sierra y otras, merino mayor de Castro-Urdiales, que había nacido en 1399, en aquella torre de Somorrostro, donde padeció cárcel; en aquel lugar al cual tanto amaba que legó a su iglesia el libro curioso resumen de su vida, y que venía de varón en varón de aquel ilustre Prestamero mayor de Vizcaya, Lope García de Salazar el viejo, muerto en la cerca de Algeciras (año de 1344) después de vivir más de cien años, dejando la prodigiosa descendencia de ciento veintitantos hijos legítimos o espúreos. Cierto que su rebiznieto contaba ochenta y cinco hijos y nietos de ambos sexos y de una y otra procedencia, y que con tan extraordinaria extensión de su ilustre apellido, había dado lugar a que lo usasen hijos de padres desconocidos, y a un malicioso dicho popular en Vizcaya: Quien nombre no tiene, el de Salazar se pone.

De sus veinticinco libros, los veinte primeros forman una crónica dispuesta a imitación de la general de España, ordenada por el rey sabio, y en ellos se comprende el Génesis, con los anales más o menos fabulosos de los pueblos antiguos de

(1) Ya en 1454 había escrito la Crónica de Vizcaya.

Oriente y Occidente, y la historia de los reinos castellanos hasta los días del autor. Ya en el vigésimo se limita a Vizcaya, su tierra nativa, y en los siguientes describe los títulos, linajes, entronques y descendencias de las familias hidalgas de Bayona a Bayona, y cuenta minuciosamente sus divisiones y discordias, sus batallas y atropellos. Esta es su parte más interesante, la que anda copiada en archivos y manos de particulares, porque el libro de Lope García, aunque sea mengua y descrédito de cuantos le deben obligaciones, aun no ha visto la luz de la prensa (1).

Más ancho teatro, transcendencia mayor, otra raíz, otros elementos, más numerosas huestes, y más numerosos analistas por consecuencia, han tenido otras luchas internas, nefandas, entre hijos del mismo suelo, de la misma lengua, de la misma estirpe, que vinieron a reñir en estos parajes sus postreras lides.

Carretera adelante, río arriba, más allá de Gibaja, donde parte a la izquierda el camino a los baños de Molinar de Carranza, está Ramales.

Todos os acordáis de Ramales, ¿no es cierto? Digo todos los nacidos en la triste era de la civil discordia que dentro de esta provincia de Cantabria marcó en dos parajes diversos su siniestra aurora y su sangriento ocaso, en Vargas y en Ramales.

En 1839, en los primeros días de Mayo, días de ordinario claros, gracias a los aires que soplan de Oriente, las gentes subían a los altos de las cercanías de Santander a oir el cañón que tronaba en Ramales. A despecho de la distancia y a favor de la sonora concavidad de los montes, el ronco estampido llegaba, más claro o más débil, prolongado o seco, según la hora, el calibre de la pieza y el punto donde disparaba. En aquellas asperezas se daba una batalla de días, complicada y

(1) No se ha impresso, por que dixo muchas verdades, particularmente de los ducientos años antes de su existencia.» Sota. Chronica de los Principes de Asturias y Cantabria.-Lib. III, cap. Lví, pág. 598.

(N. del .)-En 1884 se publicaron los cinco últimos libros por D. Maximiliano Camarón, con un prólogo de D. Antonio Trueba.

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