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difícil, batalla y asedio a la vez; combates de artillería y combates de arma blanca; batalla reñida, reñidísima, como que la sostenían por una y otra parte soldados curtidos y amaestrados en largas campañas sostenidas durante seis dolorosos años, al rigor de todas las penalidades del suelo, de todas las inclemencias del cielo; habíanse buscado y batido en todas las comarcas españolas, llanas y fragosas; las aguas del Arga y del Cinca, del Turia y del Duero habíanles refrescado las gargantas, secas con el polvo de las batallas; habían caminado, sufrido, acampado, vivido en hambre y en miseria, en desnudez y en peste, con la mano puesta siempre en la garganta del fusil y la vista en la posición enemiga; la victoria indecisa había vacilado entre ambas huestes; unos habían escrito en sus pechos y en sus banderas los nombres de Mendigorría, Gra, Chiva y Luchana, otros los de Alsasua, Oriamendi, Barbastro y Maella. Flor de valientes que sobrevive a las dilatadas contiendas, respetada por la muerte, superior a toda flaqueza, extraña a todo temor, cuyo ambiente propio parece el ambiente cálido de la pelea, y que es vanidad y legítimo orgullo de la nación que en sus armas fía y reposa.

¡Qué proporciones épicas toma la guerra en la mente del niño, en la mente del pueblo! ¡Cuán fácilmente nace en ella la leyenda y da forma sublime a las manifestaciones del esfuerzo, de la generosidad, de la virtud humana! Lo que oímos contar entonces no se nos ha olvidado; los nombres de los lugares, la peña del Moro, las sierras de Ubal; los episodios de la lucha, una cueva defendida por un cañón, a cuya boca van cayendo cuantos bravos se atreven a probar el paso; un coronel que toma de manos de un oficial muerto la bandera de su regimiento, que ha costado la vida a otros oficiales; los nombres de los cuerpos, la Guardia, Luchana, los Húsares, los Guías... y así en una mezcla confusa de paisaje, fuego, matanza, uniformes, hombres y caballos, se nos pintaba entonces la célebre jornada; así la veía yo años más tarde visitando su teatro.

Dos antiguas casas solariegas, la de los Alvarados y la de los Orenses, a uno y otro lado del camino, no paralelas, sino

edificadas en ángulo recto, habían sido el centro de la fortaleza carlista. Y a pesar de los trece o catorce años transcurridos, diríase que sitiados y sitiadores acababan de ausentarse después de enterrar sus muertos y recoger sus heridos. El asperón de los muros ennegrecido y quebrantado, el recinto de ambos edificios a cielo abierto, colmado el suelo de escombros, un sillar movido de su asiento por el golpe diagonal de una bala, astillas y cascos, rastros de incendio y de matanza, y en el contorno marcada la huella del foso, la cresta de la empalizada que ensangrentó el asalto.

Al Nordeste y un poco apartado del camino, el cerro de Guardamino, la ciudadela de las posiciones, la última escena del combate, la capitulación y victoria definitiva; mas aquí las cañas hojosas y frescas del maíz, el heno crecido, setos vivos de zarzas y saúcos por donde trepaban lúpulos y yedras, habían disfrazado el suelo y hecho desaparecer toda señal, si alguna había, de las obras del zapador y del artillero. Y en las cercanías, ni un pastor, ni un aldeano que recordase la batalla y quisiera narrarla, ni un soldado viejo que hubiera asistido a ella. El hombre rudo, cuya vida corre en solitaria y constante presencia de la vasta naturaleza, en continuada porfía con ella, campesino o marinero, olvida fácilmente esas glorias, que son para el hombre culto, criado en holgada vida urbana, objeto preferente de estudio y perenne recuerdo.

LAREDO

ANTAÑO.-MEMORIAS IMPERIALES.-LA REINA LOCA

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UNQUE el mío es de los Cachopines de Laredo, no le csare yo poner con el del Toboso de la Mancha», dice Vivaldo a Don Quijote, encareciendo su propio linaje, y encareciendo más el de Dulcinea con no atreverse a establecer comparación entre ambos. Sin duda, Vivaldo, que era agudo, participaba de la doctrina del caballero sobre la odiosidad de toda comparación de linaje a linaje, o de ingenio a ingenio; pero sobre agudo era cortés, y se complacía en lisonjear la manía de su interlocutor, cuya dolencia de meollo había penetrado.

Fuera cierto el dicho, fuera supuesto con propósito de halagar a Don Quijote, prueba la opinión de que esta tierra gozaba en punto a cosas de alcuña y abolengo. Y no cabe pensar que el caminante hablase en son de burla, pues si lego en letras humanas el sencillo y valeroso hidalgo, podía tomar como lum

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breras y pozos de sabiduría a doctores graduados por Osuna o por Sigüenza, no era fácil engañarle tratándose de genealogías y prosapias, en cuyo conocimiento era consumado y había gastado inocentemente su tiempo, su caudal y su razón.

Es que en los días en que Don Quijote extendía el glorioso ruido de sus aventuras por los cuatro rumbos del horizonte español, Laredo era cabeza de este territorio de la montaña, como lo fué hasta siglos después mientras se llamó el territorio Bastón de Laredo, porque en la villa residía la autoridad superior que lo gobernaba, como lo ha sido parcialmente hasta nuestros días, dando su nombre al regimiento de milicias con que la provincia servía al rey.

Además, en el siglo XVI, era Laredo, como lo había sido en el siglo anterior, puerto militar de Castilla y puerto de embarque de sus reyes y príncipes, y eran familiares a la corte y a los cortesanos, a jefes y oficiales de los ejércitos de mar y tierra, tanto como la situación y medios de la villa, el genio y condición social de sus moradores.

Caída está Laredo desde los días en que los españoles insignes de nuestra grande Era, probaban embarcándose en sus aguas si su robusta cabeza resistía los vaivenes y tumbos de la mar, como había resistido los embates de la vida, la política y la guerra, capitanes de la vega de Granada, legisladores de Toro y de Segovia, primero, y más adelante soldados de Italia y Flandes, procuradores y magistrados de Valladolid y Burgos, prelados de Toledo y Sevilla, doctores de Alcalá y Salamanca, la gloria y el saber, el esfuerzo y la inteligencia, la gala y cortejo de sus monarcas poderosos.

Caída está Laredo, porque su antiguo auxiliar y amigo, el que la traía naves y viajeros, mercancías y caudales, el mar, la desdeña y la abandona y se convierte en su enemigo; porque no solamente no quiere ya arrimar a sus desmoronados muelles flotas de Indias o de Levante, sino que amaga estrellar contra sus escombros la pobre y atrevida lancha con que Laredo persigue al mar y le arranca precaria fortuna en vez de la fortuna desahogada que él pudiera traerle.

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