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calle donde fueron oídos por el pueblo; la realidad lamentable subió por encima de las cautelas cortesanas, y desvanecidas dudas y respetos, pudieron aragoneses y castellanos con justicia apellidar a su reina «la Loca».

Triste destino, que recordado a vista del suntuoso mausoleo de Granada, hace pensar que en ninguna parte tendría expresiva significación como sobre el cuerpo de la heredera de los reyes católicos la sencilla fórmula sepulcral de los primeros cristianos: IN PACE.

Desde 1496 y su mes de Agosto, a 22, en que dió la vela de esta bahía para Flandes, infanta, doncella, fiada en el porvenir, anhelosa de domésticas venturas, hasta la primavera de 1504, en que de la misma playa partió de nuevo ya madre, sin que las maternas alegrías endulzasen su amargura, apellidada princesa heredera sin que el brillo cercano de la primera corona del orbe distrajera su doliente y constante pensamiento, habían corrido los años más bellos, los únicos felices, harto breves ¡ay! de su edad.

II

UN AMIGO.-EL LUTO DE LAS ARMAS.
DE REFUGIO.-SANTOÑA

-

EL PUERTO

Sobre la melancolía causada por padecimientos y memorias, pesaba en el ánimo imperial la melancolía del cielo opaco y lluvioso, pues al siguiente día de la llegada, cambió el tiempo y alborotóse la mar, tanto, que de las setenta velas que, según Sandoval, componían la escuadra, no pocas hubieron de refugiarse al puerto de Santander, imposibilitadas de tomar el de Laredo (1).

Pero sabido es que el cielo aprieta y no ahoga, y luego trajo

(1) Carta del contador Julián de Oreytia al Consejo de Guerra.-Correspondencia citada.

remedio a la pesadumbre que el emperador sentía, a la inquietud que le apuraba por no haber hallado, al saltar en tierra, prontas a recibirle, las gentes que debieran estar oportunamente prevenidas.

Luis Quixada vino a encontrar a su amo y señor a Laredo; Luis Quixada, el amigo del alma, ese amigo único que tienen todos los buenos y nadie más que los buenos; el amigo de todos los momentos, de todas las ocasiones, de ánimo igual, de serena conciencia, de corazón ancho, capaz de toda indulgencia como de todo sacrificio; el amigo que compadece y no lisonjea, que censura y no lastima, que oye sin impaciencia, ruega sin halagos, aconseja sin hiel y sirve sin altanería. Pocas veces los poderosos logran esa merced insigne, esa lealtad ciega de un pecho noble, esa adhesión invariable de un carácter entero, dueño de su albedrío, dotado de luz e independencia suficientes para ver y juzgar; porque el ejercicio del poder, ¡miseria grande de la humanidad! o bien enflaquece y mata en el corazón humano la sinceridad y la confianza, o bien hace nacer en él la suspicacia y el desvío. Carlos V merecia favor de tanto precio, puesto que la Providencia se lo había concedido. Quixada era ese amigo suyo, lengua franca, pensamientos honrados, mano leal, reserva impenetrable. En él había depositado el mayor secreto, el único de su vida, el nacimiento de Don Juan de Austria; en él había fiado la educación del glorioso bastardo, cuyo origen había de bendecir y legitimar el cielo haciendo un día del príncipe el campeón victorioso de la religión y de la patria (i).

(1) Quixada, soldado antiguo y duro, le enseñó a regir el caballo y correr la lanza, y no sin cierto orgullo de maestro complacido, escribía a Felipe II ponderándole la mayor disposición y gusto que para las armas mostraba su pupilo, sobre las letras, de que se cuidaba poco. Cuando fué hora de practicar en e campo de batalla las lecciones aprendidas en la tela, no abandonó el preceptor al alumno; y viéndole hacer muestra de valeroso y experto, de soldado y de caudillo, y crecer en gloria, y en la voluntad y en el ánimo de los soldados, siguiendo su bandera novel, moría el leal Quixada en 1570, malherido en el asalto de Serón contra los moriscos. ¡Oh si el cielo le hubiera dado vivir hasta el año siguiente y la victoria de Don Juan en Lepanto!

Así le vió llegar con alegría, así hubieron ambos larga y sazonada plática, que despejó el semblante cesáreo y ahuyentó sus nubes, y ya el emperador no se quejó de las molestias del mal y del camino. Quixada estaba cerca, oía las quejas y las consolaba, o ya ofreciendo y procurando el remedio, o ya encareciéndolas, que es uno de los medios humanos de aliviar el padecer donde no alcanza otro.

Martes 6 de Octubre, después de comer, que esto no lo descuidaba el augusto monarca, con frecuente dolor de su fiel amigo, a quien no se ocultaba que el buen apetito del emperador favorecía su dolencia, pusiéronse en camino para Castilla, siguiendo el valle del Ason, subiendo los puertos por Agüera y dirigiéndose desde Medina de Pomar a Burgos.

Otra princesa española, hija también de los Reyes Católicos, y no menos desgraciada que su hermana y madre de Carlos V, habíase hallado en Laredo por el mes de Septiembre de 1501: la infanta Catalina, llamada Catalina de Aragón por los ingleses, de cuyo célebre rey Enrique VIII fué esposa.

Habíase embarcado en la Coruña, en estación tan poco sospechosa como el mes de Agosto para rendir su viaje; y el mar, como un lebrel fiel e inteligente que adivinando instintivamente la cercanía de un riesgo, sale al encuentro de su dueño, y con halagos primero y con violencias después, le defiende el paso, el mar, hinchando sus olas y llamando de sus abismos boreales a los contrarios vientos, atajó el rumbo de la escuadra. Anclaron en Laredo, de donde hicieron rumbo de nuevo a 27 de Septiembre (1).

Nadie evita su destino, y era el de la infortunada princesa partir el lecho de aquel redomado hereje e insaciable sátiro, sufrir la afrenta del repudio, verse sucedida por una de sus damas, la no menos infortunada Ana de Boleyn o Ana Bolena, que dicen nuestros historiadores, y dar asunto a que el gran Shakespeare pusiera con justicia en sus labios estas palabras: Thinking that we are a queen (or long have dreamed so),

(1) Galindez de Carvajal, año 1501.

«Pensaba ser reina, al menos largo tiempo lo he soñado.» Y el año de 1559, y en el mismo mes de Septiembre, que parece el señalado para las regias navegaciones, estaba en Laredo Felipe II, y desde allí escribía al cardenal Mendoza, obispo de Burgos, agradeciéndole su voluntad en ir a esperar a la raya de Francia para acompañar en su viaje a doña Isabel de Valois, destinada a esposa del monarca (1). Y también hubo tormenta y perecieron gentes y naves y objetos preciosos de arte que la escuadra traía.

Tan desiertas como debieron quedar a la salida del imperial cortejo, encontraba yo tres siglos después las calles de Laredo. En una de ellas, de San Martín creo que se llama, hay un palacio de parda sillería, ancho alero y esculpidos canecillos: el escudo puesto entre sus dos balcones estaba cubierto de estameña negra-y como nadie pasaba tuve espacio largo de meditar sobre lo que la estameña significaba—, e imaginé toda especie de historias antes de dar con la verdadera; porque a pesar de haber oído una y otra vez que las armas vestían luto, como lo viste la bandera, este uso antiguo, esta reliquia de remoto simbolismo y fe remota, juraba tan de recio con las costumbres presentes, parecíame tan ocasionada al olvido de nuestra edad tibia, al sarcasmo de nuestro siglo iconoclasta, que dudaba de su subsistencia como no fuera allá lejos de poblado, al amparo de la soledad, y del desierto, donde se acoge toda religión y todo culto, cuando nace y no tiene todavía fuerza bastante para resistir el ambiente duro de la vida común, y cuando va a morir y le faltan ya las fuerzas para soportar la energía de ese mismo ambiente.

Pero el luto, puesto en armas o en personas, en criatura viva o en piedra yerta, es aviso de la muerte, es testimonio de padecimiento y llanto, de vacío en el alma, de ruina y disper sión, de cuantas aflicciones pueden invadir el mísero ser hu

(1) Documentos inéditos para la Historia de España: tom. III, pág. 422.Por causas diversas se dilató la venida de la Princesa, que no entró en España hasta principios de 1560, en que se verificaron las bodas.

UNIVERSIDAD DE MABOND

H.* DEL ARTE

mano y someterle al martirio del dolor inconsolable; por eso humaniza todo cuanto viste, y al humanizarlo lo hace objeto de interés antes no sospechado. Si antes esas piedras esculpidas inspiraban desdén, al hallarlas en lo sucesivo ese desdén será templado por la idea de que alguna vez pueden encontrarse esas alegorías mudas, obscuras e indescifrables, cubiertas por la fúnebre alegoría del sepulcro, tan clara, tan permanente, tan fácil de comprender, tan difícil de desdeñar.

Yo no recuerdo qué fiesta celebraba Laredo; su orquesta popular, el tamborilero, batía el parche y soplaba el pito con bruscas y marcadas transiciones de lo fuerte a lo suave, de lo vivo a lo lento; y sin hacerle caso al parecer, pero atraídos indudablemente por su música, llenaban la plaza consistorial sus pobladores.

Las lanchas dormian; dormían en la bajamar de su cegada dársena.

El alto peñón que defiende de las mares del Norte el menguado fondeadero, ha sido taladrado, y bajo las baterías que le coronan pasa un doble carril a desembocar en la bravía costa, allí ha necesitado Laredo salir a edificar un puerto de refugio, para sus lanchas acosadas por el Noroeste, el tirano y el verdugo de estos mares. El Noroeste, de siniestro alarido, desigual y alevoso, toma la vela, en cuanto terminada su faena pescadora, o advertida por las amenazas del sombrío horizonte, la lancha vira y se pone en demanda de la costa; y abatiéndola constantemente, ayudado por la mar que se encrespa y rompe y sacude la navecilla, y no la consiente ceñir su orza: ni enmendar su rumbo, la niega el puerto y su gola barreada por la creciente arena, y la trae a perecer sobre las erizadas rocas. Ya sin tentar el seguro riesgo de la difícil entrada, los pescadores laredanos hallarán dónde guarecerse del temporal, y tendrán un muro que poner entre el pavoroso furor de los mares y el trabajado casco de sus lanchas.

Desde aquel peñón se espaciaba la vista, arrullada por ese crudo y áspero quejido del agua entre las piedras, cuando sopla la brisa veraniega de Nordeste.

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