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Enfrente, y cortando la línea azul del mar, como uno de esos colosos pintorescos con que el capricho de la naturaleza anima y acentúa el paisaje, surge el monte de Santoña, inmensa roca desigual y gibada, verde promontorio levantado sobre cimiento de rocas, rocas negras donde las roe el mar, rocas blancas donde las hace ceniza el sol. En uno de aquellos escollos siniestros convirtió la fábula a Eritrea, sibila profetisa, deidad del mundo pagano, o más bien encarnación del numen, jerarquía intermedia entre el olimpo y la tierra, mente de Jove, frase de Apolo, voz febril y trémula de mujer enervada por la abstinencia, el incienso y los ritos.

Ya se habían diseminado por el orbe aquellas creaciones del Oriente religioso, buscando acaso más propicia atmósfera, más fecundo suelo, porque ya el suelo y el aire nativos los desconocían y arrojaban de sí, cuando de pronto, y en medio del Oriente descreído y gastado, sonó la palabra regeneradora y nueva, el grito de la humanidad despierta de su letargo, levantada de su postración, resucitada de su tibieza, dueña de una revelación inesperada, consoladora, que establecía la eterna vida del espíritu, el premio inmortal de las virtudes, la santidad del sacrificio, la ley del amor universal.

A esa voz que oyeron y cuyo poder inmenso penetraron las más altas inteligencias de la sociedad antigua, la vieja teogonía quedó dislacerada y yerta; apagóse la falsa voz que animaba sus mitos; y abismáronse en las aguas, trocáronse en piedras, deshiciéronse en flúido impalpable, resolviéronse en vaga alegoría, en indeciso recuerdo, en sombra, en rumor. Quedó de ellos la forma insensible, el nombre armonioso. Andando siglos, esa forma sola con su belleza singular, ese nombre solo con su música dulcísima han de cobrar de nuevo figurada vida, la que baste a seducir el oído, a prendar el pensamiento humano; pero ya el corazón de la humanidad, el centro sensible, nido y fuente de la pasión, ara del fuego inextinguible, les está irrevocablemente cerrado.

Lentamente va Santoña completando el sistema de fortificación que le da nombradía; cada día añade una piedra a su co

rona mural, y es voz común que se camina a hacerla inexpugnable. Lo expugnable o inexpugnable de una plaza son los pechos de sus defensores.

Hablan eruditos escritores (1) de una lápida romana hallada en Santoña, piedra votiva erigida a Septimio Severo por los navieros o mareantes Juliobrigenses; mas ninguno de ellos la vió y todos la describen y examinan bajo la fe de referencias anteriores. A ser auténtica y auténtico su hallazgo, ayudaría a esclarecer el punto geográfico de la verdadera situación del Puerto de la Victoria de los Juliobrigenses.

Las memorias más antiguas y positivas que poseemos de Santoña, son puramente religiosas. Y ciertamente que los sitios se prestaban a una de aquellas fundaciones primitivas que, comenzadas en la obscuridad y apartamiento del yermo, dilataban poco a poco su nombre, ensanchaban sus pertenencias, y a favor del tiempo y de su perseverancia llegaban a ser establecimientos mitad feudales, mitad devotos, centros de cultura y estudio, cuya autoridad manaba a la vez de su rígida disciplina, de su fortuna y de su independencia. Los primeros monásticos en las partes de Occidente mostraron señalada predilección por las costas. En terreno peninsular o aislado nacieron aquellos célebres monasterios de Lerins en el Mediterráneo y de Iona y de Bangor en el mar de Irlanda, que en días de dolorosas tinieblas para el mundo conservaron o encendieron luz de benéfica civilización en Francia, en la brumosa Hibernia y en la agreste Caledonia.

Poco le falta a Santoña para ser isla, y fácilmente cierra su término con foso o con cerca. La falda meridional del monte abriga de toda inclemencia un rellano, a la vera del agua, cuyo suelo forma la tierra lentamente desmoronada del peñasco, sustancioso y rico mantillo purificado por el sol y cernido por el viento al caer desde la cumbre a la hondonada; suelo hortelano y fértil donde florece el azahar y madura el limón aromático y jugoso, como en las tibias márgenes del Guadalquivir y

(1) Henao, Masdeu, Flórez.

el Júcar. A la sombra de sus limoneros se agrupa la población. En la cima del monte se apretaban las carrascas, plegadas y abatidas por el viento marino, y entre sus manchas crece la grama espesa, corta y sazonada por el salobre ambiente que con lengua codiciosa siega el ganado y nutre las carnes del cebón e hinche la generosa ubre de las vacas.

Cerrado, pues, en este gigantesco castro, vivía ya en el siglo IX, y en el año de 863, Montano, abad de Santa María de Puerto, advocación del monasterio erigido en Santoña y que conserva la iglesia parroquial de esta villa. Tenía en su compañía a un cierto obispo Antonio, muy nombrado en escrituras del tiempo, quizás ahuyentado de su diócesis por persecuciones, quizás espontáneamente retirado de ella a la vida penitente y obscura del cenobio. Grandes males debieron sobrevenir, cuando antes de dos siglos la comunidad había sido dispersa, el monasterio desierto, y sus bienes andaban usurpados y repartidos en manos de los naturales. Un peregrino, que decía venir de Oriente, Paterno, llegó a estos parajes, entróse en la abandonada casa, convidó a hacer con él vida conventual a otros fervorosos y desengañados, y se dieron a labrar la tierra y a plantar viñas y pomares, predicando con el ejemplo y con la palabra. Luego se despertó naturalmente en ellos la idea de los derechos antiguos del monasterio; buscaron y hallaron los títulos e instrumentos, y pretendieron hacerlos valer. Los poseedores de las heredades resistieron lo que les parecía despojo, y siendo más numerosos y más fuertes, arrojaron a Paterno y sus compañeros de Santa María. Fuéles preciso acudir al entonces soberano de esta tierra, que era aquel don García IV de Navarra, llamado de Nájera, el cual, en la era de 1080 (año de J. C. de 1042) ordenó la restitución, pɔniendo de abad al Paterno y otorgándole los derechos señoriales de jurisdicción y asilo dentro de los términos de la posesión antigua (1). Todavía en la era de 1292 (año de 1254) cita Yepes al abad

(1) Yepes.-Crónica general de la Orden de San Benito: tomo IV. Apéndice núm. 21.

don Fortuño o Fortun de Santa María; luego el monasterio, como tantos otros, queda anejo a Santa Maria la Real de Nájera, que percibe sus diezmos; y así van fundiéndose en otras más favorecidas o más considerables, y desaparecen dejando su advocación a las parroquiales de los pueblos, las innumerables fundaciones, exiguas y precarias que la Orden de San Benito, en el celo invasor de sus orígenes, derramó por las tierras de Occidente.

Si hubiéramos de juzgar de la humanidad por estas mudanzas de atribuciones y oficio de sus mismas obras, por estos cambios de monasterio en fortaleza, de casa de oración y trabajo en casa de mortales intentos y enemigo recelo, diríamos que la humanidad retrocedía, y de mansos y pacíficos instintos había degenerado en propósitos feroces y de exterminio; más evidente signo de su mejora y progreso sería ver trocada la fábrica de guerra en fábrica de obras piadosas, el hierro del cañón en rueda industriosa, y el acero del sable en artísticos buriles.

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UNA ATALAYA.-LOS GUEVARAS.-BÁRBARA BLOMBERG

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OR una llanada de maíz y heno corre el camino de Laredo a Colindres, de Colindres a la marisma y barca de Treto, donde se cruza la ría de Marrón.

Guarda el paso una torre erigida en la orilla opuesta, atalaya del siglo XIV, semejante a tantas otras como vigilaban los cauces de los ríos desde su embocadura a sus fuentes, y los caminos desde la costa a Castilla. Por que cauces y caminos siguen una dirección misma, advertidos y enseñados los hombres al abrir sus salidas y senderos por las aguas que buscan los suyos con el menor trabajo y fatiga posibles, plegándose ante el obstáculo invencible, sorteando sus dificultades, cediendo en sazón, ganando tiempo y ahorrando esfuerzo.

Esas torres que hallaremos en todas las cuencas de la montaña, en las del Saja y el Besaya como en las del Asón y el Pas, eran la lengua que instantáneamente publicaba y extendía por la comarca la voz de los grandes sucesos, acometidas, in

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