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-¡Ea! seor Antoñico, no nos alargue la penitencia y arrímenos por piedad otro plato de bódigos y unos vidriecicos del San Martín, que fenecemos!

El tono de penuria famélica con que moduló aquella frase, apretándose al mismo tiempo el estómago, hizo reir á sus vecinos. Alguien le habló en voz baja, y él, mirando de soslayo al mancebo, tapóse la boca como avergonzado.

Entretanto don Alonso platicaba, en la sala contigua, con algunos señores que acababan de llegar. En cierto momento al volver el rostro y al advertir, á la distancia, la presencia de Ramiro, hizo un gesto de asombro y se dirigió á saludarle:

— Enhorabuena — exclamó, alargando los brazos. Grata señal es esta; pero, ¿por qué tan esquivo? Todos aquellos señores están golosos de ver y escuchar á vuesamerced.

-Siéntome, señor, harto mohino y sin fuerzas.

-Holgárame de oir relatar á vuesamerced, ante un concurso como este, todo su lance con los moriscos, punto por punto.

-Otro día será, señor. Agora temo que el mucho hablar me encienda la calentura.

A la vez que Ramiro dejaba caer estas palabras, don Alonso observó, con inquieta curiosidad, la daga sarracena, recubierta de pedrería, que el mancebo llevaba en el cinto, y, sin poder dominar su sorpresa, tomándola por fin en su mano, exclamó:

-Donoso puñal. ¿Es acaso algún arma de los agüelos?

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– No, señor. Diómela, como recuerdo, el viejo morisco que no quiso permitir que los demás me acabasen á cuchilladas.

El hidalgo contrajo su semblante, y poniendo la diestra sobre el hombro de Ramiro, díjole quedamente, para que sólo él le escuchara:

-Por la honra de su nombre, vuélvase vuesamerced á su aposento y esconda esa daga donde nadie la vea, que yo sé lo que le importa.

-Llévola, señor, como una preciada prenda que recuerda mi acción.

-Vuesamerced no debe sentirse de mi insistencia, que es fuerza que la lealtad sea por momentos amarga.

-¿Qué recelo es ese? ¡Válame Dios!

-Pues vamos, es esto: sobran bellacos que han dado en inventar cómo, cuándo y por qué vuesa merced ha recibido dineros y presentes de los conversos, é si agora ven esa joya en su cinto la enseñarán como prueba.

Ramiro comprendió. Anonadado por la terrible fatalidad, llevóse la mano á la frente y, sin poder articular una sola palabra, una sola exclamación, saludó á don Alonso y volvió á encerrarse en su aposento.

De ordinario, cuando la reunión comenzaba, hacía ya varias horas que don Alonso Blázquez se hallaba instalado en su sillón predilecto, frente á don Iñigo, platicando sin tregua. Llegaba casi siempre al medio

día para retirarse después del toque de oraciones. Eso cuando él mismo no se invitaba á cenar, y echaba de sobremesa un partida de triunfo con el anciano. La intimidad acordábale fueros especiales, movíase como en su propia casa, se chanceaba con los religiosos, sabíale el nombre á todos los criados. Su situación era, sin duda, la más prominente. Su vieja amistad con el Conde de Chinchón y su parentesco con el Marqués de Velada era causa de que los menos informados le atribuyesen una grande influencia en la Corte, ilusión que él mismo alimentaba repitiendo á menudo las dos ó tres frases que Su Majestad le había dirigido en su larga vida de pretendiente y mostrando hacia el Monarca una admiración tan grande como el odio recóndito que, en verdad, sentía por aquel espectro coronado, cuya sola mirada le cuajaba los tuétanos.

Todos conocían su lealtad impecable y aquel su empeño de aguijonear ambiciones: «¿Qué espera vuesamerced, señor Deán, para pretender la mitra que tanto se merece?» «El peor enemigo de vuesamerced, señor Alferez, es su propia modestia, que sé yo de muchos que, con la mitad de los servicios que todos le conocemos, gobiernan plazas y comandan ejércitos. Si vuesamerced no se enfada, en mi próximo viaje á la corte...» y dejaba caer en el oído del soldado alguna deslumbradora promesa.

Movíase la conversación, casi siempre, en derredor de los temas que él decentaba. Tenía el orgullo de la verbosidad. Dirigirle una pregunta era como

abrir una compuerta de regadío. Su inundante palabra se derramaba sin término sobre las superficies, sin que su voz, alta y acatarrada, cambiase de tono. Si parlaba de sus viajes y aventuras, de maestros célebres, de objetos preciosos, ó filosofaba cultamente sobre el amor, su discurso cobraba todo el garbo de su persona; pero al disertar sobre el gobierno de la Monarquía, el disimulo cortesano hacíale adoptar un lenguaje incoloro y mortecino, lleno de circunloquios y de prolijas salvedades acerca de la secreta razón de muchas resoluciones de los príncipes.

En cambio, el señor Diego de Bracamonte, de la casa de Fuente el Sol, descendiente de Mosén Rubí de Bracamonte y emparentado con la más clara nobleza de Castilla, juzgaba, lleno de heroico desenfado, la política del Rey.

La arrogancia de aquel hombre se erguía almenada y sola. El discurso flameaba en su boca cual sedicioso pendón. Aún su mirada y su ademán eran temerarios. Todos presentían que aquella cabeza no estaba segura sobre el soberbio cogote y esperaban por momentos alguna catástrofe; pero el hidalgo demostraba importársele una higa de la delación y del riesgo, perorando aún con más vivo coraje cuando se hallaban presentes el señor Corregidor don Alonso de Cárcamo ó el fraile dominico en quien todos sospechaban un espía del Santo Oficio y del Monarca. Su reto infanzón y feudal no bajaba la voz; y parecía volar, como un cartel atado á una saeta, por encima de las murallas, hacia la Corte.

Era largo y cenceño. Los terciopelos ó gorgoranes formaban como un fofo plumaje sobre su pajaresca armazón. La lechuguilla íbale siempre harto holgada. El mostacho, el tuzado cabello y la aguda barba cabría comenzaban á encanecer; pero las cejas conservábanse retintas, como dos plumas de tordo. Su pellejo era pálido, su mirada áspera, su gesto macho y soberbioso. Adivinábasele, desde lejos, la cólera fácil. No era muy docto; pero nunca faltaba en sus discursos uno que otro texto latino sobre la decadencia de las repúblicas.

El menosprecio que el Soberano hacía continuamente de la opinión de las Cortes, los nuevos pechos y arbitrios particulares que se imponían sin consultarlas, el Ordenamiento del Rey Alfonso anulado, las franquicias rotas, los fueros moribundos: tales eran los tópicos predilectos de sus arengas. El Gobierno se había convertido, según él, en un potro de extraer caudales y estrangular alientos. España, que había sobrepujado en valor á Grecia y á Roma, temblaba ahora de miedo bajo la péñola de los privados y el balbuceo del confesor Diego de Chaves. Todo era hambre, cohecho, terror. Ya era muerta la varonil altivez, de donde nacieron la proeza rara y la denodada aventura. Hoy la hombría de bien era desacato; el fuero, sedición; la dignidad, rebeldía. Los honores y mercedes que antaño se ganaban por las grandes cosas que hacían los caballeros, hogaño las lograba cualquier menestral mediante un bolsillo de ducados.

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