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Doña Guiomar, dejándose caer de hinojos, entonó en alta voz las palabras del Angelus. Todos, imitando su movimiento, se dispusieron á responder.

El escudero balbuceó las avemarías alzando el rostro y juntando las palmas como los niños.

Las ventanas, abiertas, dejaban penetrar una paz penumbrosa y el primer estremecimiento somnifero de la noche.

II

Íñigo de la Hoz y su hija Guiomar se establecieron en Avila el año de 1570, viniendo de Valsaín, junto á Segovia, donde tenían su heredad. El viaje se resolvió bruscamente, y, una mañana lluviosa de Octubre, la carroza de hule verdusco, sin cascabel ni sonaja en las colleras, penetró en la ciudad, por la Puerta del Mercado Grande, como una hora después de la salida del sol.

Desde entonces el padre y la hija llevaron en Avila una vida de misterio, saliendo sólo muy de mañana, en sillas cubiertas, para asistir, cada cual por su lado, á la misa de alba, en alguna de las iglesias vecinas.

El antiguo solar en que se alojaron, y que junto con trescientas fanegas de tierra, en el Valle-Amblés, heredó el hidalgo de su mujer doña Brianda del Aguila, estaba situado sobre una plazuela, á pocos pasos de la Puerta de la Mala Ventura.

Un cuadrado torreón de sillería se levantaba en el ángulo surdeste, recortando sobre el cielo su impo

nente corona de matacanes y morunas almenas. Era una mole altanera y fosca, manchada á trechos de una costra rojiza semejante á la herrumbre. Estrechas ventanas de prisión la agujereaban al azar, y una perlada moldura, que parecía simbolizar el rosario, ornaba la base de las cuatro garitas y uno que otro antepecho. El resto del caserón era ruin y semibárbaro. Grandes piedras irregulares, retostadas por el sol, asomaban entre la espesa argamasa de los muros. Cerca del suelo, una oblicua saetera, semejante al ojo de enorme cerradura, había servido en otro tiempo para defender la puerta á flechazos. Las rejas eran toscas y tristes.

La portada abarcaba casi todo el ancho de la torre. Era una de esas portadas enfáticas y señoriles, tan comunes en Avila de los Caballeros. Formaban el dintel inmensas dovelas de un solo trozo, abiertas en semicírculo y encuadradas por gótica moldura rectangular. A uno y otro lado, en cada una de las enjutas, un escudo esculpido alternaba en sus cuarteles los blasones de las principales familias avilesas: el pajarraco de los Aguila, los roeles de los Blázques, la cabria y el mazo de los Bracamonte. Hermosos clavos erizaban el maderaje de la puerta, y un cincelado aldabón, arrancado quizá de algún alcázar andaluz, colgaba del postigo. Hacia la derecha, otra aldaba más alta servía para llamar desde el caballo sin apearse. En el zaguán, frente á una Virgen de bulto, con el Hijo muerto en las faldas, ardía conti-> nuamente un farolillo.

El patio era un espacioso rectángulo, encuadrado por claustrales galerías, sin más ornamento que los grandes escudos nobiliarios labrados en los chapiteles. Tupida y alta maleza crecía por doquier, respetando, tan sólo, uno que otro espacio cubierto por restos de quebradas losas, que, así esparcidas entre la hierba, hacían pensar en el osario de algún rui

noso convento.

El hidalgo no pensó nunca en reparar el abandono de aquel recinto, donde él mismo se holgaba, como en inculta campiña. Unas veces iba y venía bajo el sol, espantando á su paso las mariposas; otras, pasábase horas enteras asomado al viejo pozo de carcomido brocal, cavando pensamientos y contemplando, á la vez, su propio rostro que el agua reflejaba en su espejo circular y profundo. Aquellas galerías parecían aprisionar para el anciano pertinaces memorias; y el aire mismo se inmovilizaba entre ellas, como impregnado de quietud monacal y campesino silencio.

El padre y la hija sólo habitaban el piso alto del caserón. La majestad y la incuria reinaban á la par en las estancias. A lo largo de las polvorientas paredes, donde los tapices flamencos desplegaban obscuramente sus fábulas, pendían ó se apoyaban viejos retratos de familia y toda clase de muebles señoriles, unos hallados en la casa y otros traídos de Valsaín por el hidalgo. Cuando se caminaba por los estrados, las baldosas, rotas ó sueltas, resonaban bajo las alfombras de Turquía. Sobrecielos de

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