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tela de oro y brocatel, que hacinaban polvo y telaraña en sus pliegues antiguos, ornaban los lechos hereditarios roídos por la carcoma. Las ventanas se abrían rara vez; pero ricos pebeteros de plata disimulaban el hedor hongoso y ratonil con su incesante sahumerio.

Encerrado desde el amanecer hasta la noche en la librería del palacio, don Íñigo dejaba deslizar las horas muertas, meditando ó leyendo. Había traído de Segovia gran acopio de cronicones de España, mucho libro de caballerías, no pocos de devoción, Las Epistolas de Séneca, De Oficiis de Cicerón, un Salustio, un Valerio Máximo, un Virgilio y algunos tratados de matemática celeste, á más de una esfera armillar con zodiaco de bronce. Agregábanse los impresos y manuscritos que fué encontrando en la casa, y entre los cuales aparecieron varios librotes arábigos, que hizo quemar al pronto, en medio del patio, en presencia de un canónigo de la Iglesia Mayor.

Al poco tiempo los volúmenes se amontonaron sobre el suelo. Cuerpo que el hidalgo tomaba en sus manos casi nunca volvía á los estantes. ¿Para qué? ¡Le quedaban tan pocos años de vida! Los ataques de gota se repetían, cada vez más próximos, y un mal oculto y febril le iba desecando el húmedo radical y rebutiendo los hipocondrios. A veces el sopor le vencía, y su boca entreabierta dejaba escapar un balbuceo de pesadilla, como si la calor del sueño hiciera bullir en su cerebro las representaciones de su pasada existencia.

Vestía siempre de negro ó de pardo, sin otra gala que la venera de oro y la roja espadilla de Santiago, bordada en todos los sayos y ferreruelos. En invierno, para ajustarse á la antigua regla de su orden, sólo usaba humildes pieles corderinas. Ayunaba dos cuaresmas al año: una, desde el día de Quatuor Coronatorum hasta el día de Navidad; otra, desde el Domingo de Carnestolendas hasta la Pascua de Resurrección.

Era su cuerpo menudo, su rostro cetrino y como hecho de raigambre. El corto bigote, negro todavía, contrastaba con su barbilla cenicienta. Sus ojos eran vidriosos, monásticos, tristes. Su humor sombrío. Creía descender de un rey de Aragón, y hacía remontar su apellido, etimológicamente, hasta un consul romano. El libro becerro de Segovia nombraba siempre algún antepasado suyo en las anuales correrías de los caballeros contra los moros de Jaén, de Sevilla, de Andújar.

Hasta los cincuenta y dos años de edad, despreciando todo trabajo como indigno de sus manos hidalgas, y viviendo exclusivamente de los censos de sus tierras y de los escudos de oro que, uno á uno, iba sacando de un cofre, llevó una vida ociosa y retirada en su posesión de Valsaín ó en su «Casa de los Picos» en Segovia, sin más accidente de bulto que sus bodas con una dama de ilustre familia abulense que, un año después de casada, murió de sobreparto. Pero apenas estalló la rebelión de los moriscos, á fines de 1568, don Iñigo, sintiendo her

vir en su sangre el atávico rencor, reunió un día en su casa á sus amigos y parientes y les demostró con elocuentes razones el imperioso deber de ayudar al soberano contra aquellos perros infieles. Muchos resolvieron acompañarle. Volcó entonces gran parte de su hacienda para armar, á su costa, una verdadera mesnada, como los infanzones antiguos.

A las órdenes del Marqués de Mondéjar, señalóse en las refriegas por una cólera irrefrenable, que más de una vez hubo de costarle la vida, arrojándole completamente solo entre los enemigos, en la saña de las persecuciones. Predicaba la guerra sin cuartel y la castración general.

El fué quien hizo descubrir al famoso caudillo Aben-Djahvar, por medio de espantosos tormentos, dos escondites de armas en Sierra Nevada.

En el paso de Alfajarali recibió en medio de la frente el puntazo de un cuchillo corvo que un morisco, de aquellos que peleaban coronados de rosas en señal de martirio, le arrojó desde lejos. Pero, en lo más rudo de la campaña, tuvo que retirarse á su heredad, desarzonado por un terrible ataque de gota, recibiendo poco después el hábito de Santiago, en pago de sus servicios.

Hasta los últimos años de su vida solía consolarse de sus mayores pesares recordando los episodios de aquella fiera vendimia de la Alpujarra.

Había heredado de sus mayores el sentimiento heroico de la honra y un señoril desprecio por

todos los afanes del interese y del lucro. Tanto en Avila como en Segovia, desdeñando la administración personal de la propia hacienda, entrególa por entero, con las llaves de sus arcas y las funciones de maestresala, á un mayordomo flamenco, cuya probidad creía asegurar, de tiempo en tiempo, mediante alguna demostración caballeresca de confianza y uno que otro aforismo de las Partidas. Fuera del vino de Madrigal, guardado en pellejos taberniles, no se hallaba provisión alguna en la casa, y, continuamente, los criados salían á mercar á crédito en la vecindad lo que se iba necesitando.

Las angustias de dinero no tardaron en sobrevenir; pero el hidalgo, cuya altivez no aceptaba las humillaciones de la economía, fué empeñando uno á uno sus bienes á los genoveses. Si la premura era grande, hacía descolgar un tapiz, negociar una joya ó pagar ciertos gastos con las piezas de su innumerable vajilla, cuyos platos, fundidos en las minas de América, hacían fácilmente las veces de monedas enormes. Él era, sin embargo, harto sobrio. Un caldo de torrezno, que se servía en una sopera con candado para defenderlo de la voracidad de los pajes, un huevo, y algún hojaldre relleno de picadillo con pebre, bastaban á cualquiera de sus colaciones. Algunos viernes, como un acto ritual, bebía una taza de vino y probaba algunos bocados de cerdo.

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