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IV

Respirando aquel aire claustral de tristeza y de encierro, con el azoramiento instintivo de los niños en las grandes desgracias, sin una alegría, sin un compañero de su edad, gobernado por seres taciturnos que hablaban de continuo en voz baja, vivió Ramiro los obscuros días de su niñez. La menor expansión infantil, su misma sonrisa, hallaban siempre un dedo sobre un labio. A los siete años de edad sumióse en un mutismo melancólico, pasando horas enteras en algún escondite, las manos quedas y el rostro como apenado. Había algo de monstruoso en el contraste de sus tiernas facciones con el ceño de aquella frente cargada, al parecer, de adultos pensamientos.

Desde temprano, su madre rodrigóle en la dureza de una devoción implacable. Asistía con él todos los días á la misa de alba en las parroquias de San Juan ó Santo Domingo; y le habituaba á las oraciones difíciles que ofuscaban su mente, y á las interminables letanías que hacían retorcer de impotencia al Demo

nio. Dióle, además, para su uso, un rosario de quince misterios, como el que llevaban los monjes. Debia besar el suelo humildemente ante las imágenes de Nuestra Señora del Carmen, y depositar, asimismo, su ósculo en el escapulario de los religiosos para ganar indulgencias.

Después de la primera comunión la rigidez aumentó. Doña Guiomar castigaba ahora su falta más mínima con penitencias monásticas, inculcándole el desprecio del mundo y el terror al pecado. Todas las noches leía, junto á su lecho, en el Flos Sanctorum la historia del santo del día y, á veces, dejando el libro, relataba ella misma los milagros de alguna monja de la ciudad ó los trabajos y prodigios de la Madre Teresa de Jesús, parienta suya por línea materna. Decíale los coloquios diarios de aquella santa mujer con el Señor, y cómo, en medio de la oración, el aliento celestial la tocaba de pronto, levantando su cuerpo á varios palmos del suelo. Aquellas cosas eran contadas por la madre con un acento estremecido que derramaba en la noche como sagrado y temeroso aroma de santidad.

Durante la mayor parte del día se le abandonaba á su albedrío. E! abuelo no le hablaba jamás. El niño, entretanto, vagando por el caserón, miraba por los vidrios á los muchachos que jugaban en la plazuela, subía á la estancia de labor en el último piso de la torre, ó bajaba á la cuadra de los pajes, en el corral, para llevarles algunas golosinas que apartaba de sus propias colaciones. Ellos, al verle

aparecer, salían á las puertas, sonrientes y famélicos. La larga habitación, semejante á un ventorrillo de moros, estaba atestada de cofres de piel y de hierro, que parecían del tiempo del Cid, y de estrechas tarimas cubiertas por mantas inmundas. Al entrar, las narices se llenaban de un tufo acre y caliente. Nunca faltaban sobre el piso de tierra películas de ajo y pedazos de naipes. Parte de la servidumbre pasaba allí varias horas del día durmiendo ó jugando como en una taberna. Colgadas de la pared veíanse las ostentosas libreas de tafetán ó terciopelo galoneadas de plata.

Otras veces Ramiro curioseaba la negra cocina; el horno del pan, capaz de abastecer á un convento; la panera, donde se guardaban los sacos del diezmo; ó, bajando por una rampa de piedra, hacia la derecha del portal, íbase á palmear las mulas y el cuartago en las caballerizas subterráneas.

La cochera no guardaba otro vehículo que la carroza de hule verde traída de Segovia y que sólo rodaba cuando sus dueños, al llegar el estío, se retiraban á su casa de campo en el Valle de Amblés. El resto del año quedaba abandonada por completo en la obscura covacha. El niño penetraba en su interior todos los días para coger el huevo que una gallina misteriosa ponía sobre los cojines de bronceado guadamacil.

A los diez años de edad Ramiro parecía tocado de Dios. Su madre le veía internarse, como un pre

destinado, en la aspereza y el recogimiento. A través de una antepuerta oyóle á veces recitar, con exaltada pasión, endechas religiosas que ardían como una llama en su labio; otras, veíale ocupado largo tiempo en copiar los hechos más notables de Jesucristo y de su gloriosa Madre; y observó que siempre trazaba el nombre de Nuestro Salvador con tinta de oro y en caracteres azules el de la Santísima Virgen. Le creyó asegurado, y, pareciéndole á ella misma imprudente seguirle reteniendo en aquella clausura que le amarilleaba el semblante, resolvió que el escudero le sacara á pasear, de tiempo en tiempo.

Medrano se presentaba después de mediodía, y el niño, vestido por las doncellas con traje de terciopelo negro, zapatos con virillas de plata, gorra morada, una golilla fresca y un corto espadín, iba á despedirse de la madre. Ella le marcaba la crencha, con el peine, hacia un costado, según la manera española, y, haciéndole rezar un Ave y un Pater, le despachaba con un beso.

Así fué conociendo Ramiro la ciudad con sus arrabales y contornos. Era una revelación incesante para sus ojos hastiados del cuadro monótono del ca. serón. El afán diverso de la vida invadió bruscamente su espíritu. Además, las fieras murallas le hablaron un lenguaje legendario y heroico, y los templos, con sus graves sepulcros, le dijeron las glorias del hombre y el orgullo de los linajes.

Como el escudero mantenía trato frecuente con algunos clérigos de las parroquias, oía relatar ó

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