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adalid descendiente del noble Blasco Ximeno, el reptador, é no de otro linaje. Otrosí su pendonero ó alférez».

En la antigua iglesia de San Pedro puede verse la capilla de los Serrano y sus blasonados sepulcros vetustamente roides. Era esta otra casa clarísima y antigua. Don Alonso podía usar el blasón de los cinco lises alternados con blancas veneras en campo de plata, ó el de los leones rampantes en campo de azur. Los honores habían resplandecido siempre en su familia.

Su palacio, heredado de su mujer, se levantaba hacia la parte del Norte, unido á la muralla de la ciudad, según uso inmemorial de los mejores linajes. Uno de los cubos almenados erguíase en el fondo del huerto, y su defensa había correspondido siempre á los Aguila. El hidalgo residía breve parte del año en el solar; la corte le atraía con imán poderoso. En cambio, la existencia muda y monástica.de Avila de los Santos, donde pasaba horas eternas sin escuchar otra nota de vida que el tañido de alguna campana ó el canto de un gallo, le exasperaba el humor como un duro cautiverio.

Fuera del combate de Lepanto, en que, armado de ancho espadón de guzmán, batióse bravamente en la proa de una galera, recibiendo una pelota de arcabuz en el hombro y una lanzada en el muslo, no registraba en su vida otra acción memorable. Pasólo casi siempre en los oficios palaciegos. A los diez y ocho años de edad era paje de Ruy Gómez de Silva,

y á los treinta, gentilhombre del Rey, que le hizo acordar, más tarde, por su comportamiento en la flota, el hábito de Calatrava.

Había estudiado en Salamanca, residido dos años en Milán y tres en Venecia. El recuerdo de esta ciudad le exaltaba todavía hasta el delirio. Gustábale de disertar sobre las cosas del arte, y refería á menudo sus pláticas con el Tintoreto, á quien había conocido íntimamente. El latín y la dulce lengua toscana le eran tan familiares como su propio idioma. Al hallarse solo entre sus libros antes cogía las Metamórfosis, ó la Jerusalén libertada, que las ásperas epístolas de San Pablo. Todos sabían que había ofrecido al Cabildo de la Catedral hacer revestir á su costa la gótica portada de los Apóstoles bajo un peristilo greco-romano. Los cajones de sus bufetes estaban llenos de ensayos poéticos, en que cantaba, al modo de Boscán y Garcilaso, á Clori y á Galatea. Llevaba concluída una traducción de El laberinto de amor, sendas glosas de los sonetos de Petrarca, y tenía entre manos una feliz imitación de la Arcadia de Sannázaro. Para él, aquella naturaleza desolada y adusta que rodeaba, por todos lados, á su ciudad natal no merecía un hemistiquio.

Las galas al uso, la continua genuflexión, el ambiente de los estrados y todo el artificioso juego de sentimientos alambicados ó fingidos, todo aquel estoraque, todo aquel histriónico afeite de la vida cortesana, agravado por los exquisitos refinamientos «que», según don Íñigo, «la prudente malicia de los

extranjeros brindaba á los españoles para afeminalles el valor», había concluído por cubrir con mentirosa envoltura la austera fibra castellana de don Alonso. Sin embargo, no se tardaba en advertir que un alma recia como un estoque se ocultaba por debajo del bordado terciopelo de aquella vaina de ceremonia, y que su honra era siempre tan puntillosa como pudo serlo en el corazón ó la mejilla de los que descansaban en San Pedro, con su par de espuelas en el calcáneo. Sólo que los tiempos habían hecho llegar hasta él, desde temprano, los granos de fina sensualidad que la vida fascinadora de Italia aventaba sobre los reinos, propagando el gusto de la pompa y del bello vivir.

Amaba los ricos objetos, el aparato palaciego, la numerosa servidumbre. La mucha hacienda servía ante todo, según él, para no envilecerse en ganarla y poder mostrar mejor la alta guisa del ánimo. Era de condición levantada y espléndida. Pensaba que por encima de todo acto del hombre debía palpitar un gesto generoso y brillante, como la pluma en el sombrero.

Su lujo en el vestir burlaba las pragmáticas. Nadie usaba en la corte espada más larga que la suya, ni lechuguilla más eminente y más ancha. Hacía tejer en Milán sus brocados y brocateles según antiguos modelos del guardarropa de familia, y sólo los lapidarios de Florencia eran dignos de grabar el onix y la cornalina para el sello de sus sortijas y el pomo de sus dagas.

Varios años de juventud los pasó embebecido de la joven esposa de un Consejero de Castilla, y gustó mucho en la corte aquello de haber dado dos mil escudos de oro por un lenzuelo manchado en sus sangrías, que le presentó el cirujano. Antonio Pérez mostrábale siempre gran afición, y él contaba con aquella amistad y valimiento para lograr una silla en el Consejo de Italia á la primer coyuntura.

Su amor por las cosas que concretaban una calidad exquisita de rareza ó de arte era sobradamente sincero; pero sabía también que el culto ostensible de aquella pasión ponía una orla incomparable á la vida señoril, y, desde temprano, sirviéndose de sus amigos de Milán y Venecia, comenzó á reunir en su casa un verdadero tesoro.

Los objetos que herían la imaginación del hidalgo con más sutil embeleso eran sus vidrios y márfiles. Estos, prolijos, fríos, polvorosos y cuasi dorados, provocábanle un entusiasmo indecible. Tenía gestos de verdadero amor para cogerlos de los fanales y acercarlos á la luz. Hubiérase dicho que sus manos oprimían con fraternidad aquella aristocrática y pálida materia, donde los rayos de sol remedaban un rubor interno de sangre.

Hacia el centro de la cuadra principal, sobre dos largas mesas fabricadas de minúsculos espejos, las fuentes, los vasos, las copas de Venecia entremezclaban al azar su tenuidad casi incorpórea, y de una fina manera el azogado cristal invertía como un estanque el precioso florecimiento.

Algunos de aquellos objetos prolongaban el milagro de vivir centenariamente. Piezas del siglo anterior, arquetipos de la generación innumerable, habían sido exornados de mascarones y de imprevistas alimañas por la tenacilla de Vistori, de Ballorino, de Beroviero, en la gran época visionaria de la cristalería. Vidrios turbios, de un glauco tinte lodoso como el agua de los canales, de la cual aparentaban haber tomado toda su fantasía. Su manejo educaba la mano mejor que los marfiles. Don Alonso los tomaba con cuidado infinito, como si un movimiento poco armonioso pudiera quitarles la vida. Un amigo suyo, un pintor formado en Venecia, á quien llamaban el Greco, habíale enseñado á mirarlos de noche en un rayo de luna. Sobre la vaga substancia la luz astral rielaba un reflejo fosforecente. Entonces, cual si hubiera caído en su pupila la gota de un filtro, don Alonso creía respirar el olor de la noche sobre las aguas, veía las escamosas estelas, las aturquesadas blancuras de los palacios, la lobreguez de los pequeños canales internados en el misterio.

Así, por la virtud del vano cristal, aquel hidalgo, desde su reseca y polvorosa Castilla, se sentía transportado á la ciudad de las lagunas, donde pasara, bajo el negro ó verde antifaz, horas inolvidables.

Entre don Íñigo y don Alonso Blázquez Serrano formóse pronto esa amistad ceñida y lisonjera que suele enlazar á los descontentos. El uno clamaba en tono altivo y profético contra la política del monar

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