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ca, quien, á la vez que iba aniquilando los fueros de la antigua nobleza, toleraba en su reino católico la vergonzosa plaga de los moriscos. El otro, mirando de hito en hito hacia las puertas, refería bajezas y crímenes recompensados con grandes honores y mercedes.

Cierto día, al retirarse de una de sus visitas, Blázquez Serrano topó con Ramiro en la antecámara. El niño estaba sentado en una silla de alto y esculpido respaldo. Sus ojos parecían contemplar fijamente alguna imagen dolorosa de su propio cerebro. Hubiérase dicho un infante enjorguinado.

Don Alonso, bajo su varonil empaque, disimulaba un corazón capaz de profundos enternecimientos que le humedecían de súbito los ojos, como á una mujer. Había mirado siempre á Ramiro con indiferencia; pero, al verle ahora sumido en aquella melancolía, sintió una extraña conmoción que él mismo no hubiera podido explicar. Desde entonces comenzó á agasajarle. Al siguiente día le mandó buscar con su enano. Hizole enseñar toda la casa, el huerto, las murallas; y llevóle él mismo á conocer á su hija Beatriz, una preciosa mujercita de diez años, que les recibió en un gran aposento perfumado y oscuro, sentada sobre un cojín azul, entre las dueñas.

Cuando la niña se hubo puesto de pie, Ramiro se adelantó tendiendo los brazos; pero ella le contuvo con grave reverencia. Una emoción profunda, indecible, estremeció el pecho del niño. El enano le puso la mano sobre el hombro y salieron.

VI

La heredad de Iñigo de la Hoz, en el Valle-Amblés, estaba hacia el pie de la sierra, como un cuarto de legua al poniente de Sonsoles. Componíase en un principio de un retazo de monte y de trescientas fanegas de tierra de sembradura; pero, debido á los apuros del señor, había ido mermando rápidamente, hasta reducirse á un espeso carrascal y á una estrecha lonja de prado, en cuyo extremo se levantaba la ruinosa casería de los padres de doña Brianda. La jara, el cantueso y la viciosa maleza habían invadido los jardines que existieron. Los caminos sólo se adivinaban por la alineación de los árboles. En el monte era difícil avanzar. La naturaleza, enseñoreada durante muchos años de abandono, se defendía ahora con la maraña, con el fustazo, con la espina.

En cambio, desde las ventanas altas del caserón se contemplaba el aliñado verjel de don Alonso, con sus estanques repletos, sus senderos limpios y sus

alheñas y arrayanes recortados graciosamente como en los jardines de Italia. Distinguíanse, asimismo, los famosos parapetos imaginados por el hidalgo, y cuyos mosaicos de piedrecitas blancas, negras y coloradas figuraban fábulas de Ovidio. Algunas tardes subía en el aire rosado el agua de los surtidores, empapando al caer las escalinatas y los follajes.

Ramiro aficiónose muy pronto á la vida libre que llevaba en la heredad. Cuando hubo cumplido los trece años, Medrano, que solía alojarse con su hija Casilda en las cuadras bajas del granero, enseñóle, en el caballejo de un gañán, todos los rudimentos de la jineta y de la brida. Además, haciendo él mismo una lanza ligera con sus gallardetes y cordones, mostróle el modo de manejarla; y algunas noches, á la luz de una vela, le ejercitaba, por medio de su propia sombra, en bajar y subir la mano hasta el oído, para que aprendiese á embestir con gallardía.

Medrano tenía, junto á su lecho, dos espadas: la una, angosta y larga por demás, con calada guarnición; la otra, con pesada empuñadura de reja y ancha hoja de dos filos.

-Este acero-decía señalando su fina espada escuderil-es doncel, no sabe lo que es hundirse en Ha carne hasta el recazo; pero aquéste-agregaba, descolgando con un gesto de amor su joyosa de antiguo soldado-ha sacado más sangre que un barbero y más almas que una monja. Con él he hurgado las tripas á más de un valentón, descalabrado á

más de un rival y cortado á cercén, bonitamente, no sé cuánta gola turquesca!

Ramiro le escuchaba experimentando un raro deslumbramiento y, al empuñar él mismo la espada, parecíale que el corazón le crecía dentro del pecho.

Las lecciones de esgrima principiaron. El escudero palpábale sus músculos precoces, y á medida que sus fuerzas medraban íbale enseñando esas tretas misteriosas, á las cuales creía deber su buena ventura todo soldado que llegaba á la vejez.

Ciertos días, durante las horas de la siesta, escapando á la vigilancia de doña Guiomar, salíanse los dos en busca de algún sitio umbroso del monte. El niño aspiraba con fruición el humo rústico de las fogatas que ardían de ordinario en la vecina heredad; y el sol y el perfume tornábanle al pronto extremadamente sensible.

Medrano, después de sentarse á la sombra de algún árbol, quedábase mudo un instante, sin otro movimiento en toda su figura que la roja pluma del sombrero que el céfiro agitaba. Pero un poco después, incitado por la vista del valle, cuya extensa claridad le recordaba la mar luminosa y tranquila, poníase á referir la captura de poderosos bajeles 6 algún audaz desembarco en las costas de Levante. Ramiro no perdía un solo ademán, un solo vocablo del narrador, y, por momentos, la pasión de la lucha le alucinaba con tal ímpetu que llegaba á creerse, él mismo, sobre la cubierta del navío ó entre los caballos y alfanjes de los infieles.

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