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dos, las primeras humildes y sencillas creaciones de la especie humana. Posteriores á esa época, las composiciones mitológicas apenas señalan más que el influjo de lo sobrenatural que hiere la fantasía y forma un modo de explicarse los fenómenos de la Naturaleza, tan inocente como sencillo.

Lo único que puede apreciarse en ese mundo de monstruos, de personificación de fuerzas y fenómenos de la Naturaleza, es la inclinación en el espíritu humano á buscar más allá de los horizontes sensibles, más allá de la tierra, la existencia de un ser Supremo, la idea de Dios, revelada á la conciencia de los primeros hombres, é incentivo el más poderoso del progreso. Con razón fijan en esta época pensadores ilustres, alguno tan querido de nosotros como Moreno Nieto, el hecho transcendental de considerar la mitología como cuna de las religiones.

Forzoso es, cuando se pretende buscar una primitiva y formal revelación del sentimiento de nacionalidad, señalar entre los imperios antiguos como el que más vivamente y antes que otro alguno revela el instinto de agrupación, de lazo, de unidad, de patria, al imperio Chino. La religión es allí la primitiva y absorbente manifestación de este sentimiento fecundo. Su más glorioso organizador es aquel gran filósofo que seis siglos antes de Jesús, forma un Código. moral independiente de toda teogonía, bajo cuyo influjo la China, vasta agrupación de pueblos heterogéneos, recibe del gran maestro el tipo permanente, el molde duro de la unidad; la patria, en que continúa encerrado resistiendo el contacto de las civilizaciones europeas, como en los días de su absoluta incomunicación.

Contemporáneos de este imperio pueden considerarse otros de Oriente que se hundieron en el polvo por falta de principios morales, de legislación, de unidad religiosa, de vida civil, fundamentos de la patria, y que no representaron sino grandes fuerzas materiales acumuladas bajo el régimen de la conquista y del despotismo militar.

Justo es mencionar al pueblo hebreo entre los antiguos, como uno de los reveladores del sentimiento de la patria, el cual supo mantener incólume á través de sus derrotas, infortunios y cautiverios. Otro gran legislador, Moisés, con sus «Tablas de la Ley» proclamando un solo Dios, dogmatiza la unidad divina y establece la unidad del pueblo elegido destinado á llevar en su seno el misterio de la redención del género humano. La unidad religiosa engendra en el pueblo hebreo la unidad nacional. El mundo antiguo ofrece una noción tan imperfecta de la unidad, que áun entre los pueblos en que el sacerdocio proclama un Dios único, como en la Judea y en Egipto, la muchedumbre continúa entregada al politeismo.

Moisés hace de la idea de Dios el medio educador de su pueblo, el elemento más poderoso de constitución nacional. Así se explica que, á pesar de concebirle en toda su pureza, Jehová es el Dios protector, exclusivo, nacional del pueblo hebreo. A la par que dogma`universal, Dios es el dogma del pueblo elegido. El código religioso es, asimismo, código civil de aquel pueblo amante como ninguno de su ley, la cual proclama la igualdad religiosa, como principio universal; pero considera la tribu de Leví como magistratura hereditaria, nacional, consagrada perpetuamente al servicio de Dios.

El dogma es la patria y los profetas en sus cantos sublimes exaltan á su pueblo sobre todos los de la tierra. No de otro modo se demuestra, que por el sentimiento de la patria hebrea, un pueblo disperso y desparramado sobre la haz de la tierra, hace diez y nueve siglos, conserve todavía su religión, sus templos, sus instituciones familiares, su cohesión inquebrantable, su raza y su personalidad jurídico-religiosa. Fenómeno social es este que desmiente el axioma de los que pretenden que no hay patria sin territorio, y la definen: lugar donde se ha visto la luz primera, donde están los afectos, las tradiciones, los lazos del parentesco, la propiedad; donde residen las familias unidas por la comunidad de origen, de costumbres, de religión; ó donde viven pueblos diversos pero formando un solo cuerpo de nación, con los mismos derechos, los propios deberes é idéntica legislación dentro de los límites que trazan sus fronteras.

Fuerza es repetirlo, señores, y confío en que no habréis de extrañar que ponga en la expresión y glosa de este hecho aquella insistencia misma con que el hecho en sí se ofrece tenáz á mi pensamiento: esta especialidad de la idea de patria en el pueblo judío es el fenómeno más original y más único que pueda ofrecer la contemplación de la historia: la patria sin gobierno, la patria sin Estado, la patria sin territorio, la patria sin ninguna expresión organizada y permanente de su existencia, la patria viviendo de su sola vida jurídica, es el ideal encarnado, la abstracción hecha verbo, el caso de mayor hermosura moral que puede deleitar las almas; la revelación del poder incontrastable y de la perpetua virtud que logran aquellas puras ideas que han establecido en los espíritus su residencia eterna y que, cuando se trata de la resistencia del combate, son origen de fortaleza, y cuando es preciso compensar los males que se sufren con las alegrias que se aguardan, son fuente de esperanza, y que autorizan á que con razón se diga muchas veces que la patria es inmortal, puesta como está sobre todas las vicisitudes de la vida; que hacen pensar á todo gran patriota que la patria no muere mientras él viva, y que inspiraron en una de nuestras pocas tragedias aquella sublime é inolvidable frase al más patriota de los poetas españoles.

Algo más que el territorio, algo más que la ley común es la patria, en mi sentir, cuando ofrece Polonia igual resistencia que siempre tuvo á perder su nacionalidad, no obstante hallarse sometida hace tanto tiempo á la fatalidad de destinos adversos que parece que tengan decretada la perpetuidad del desastre y erigido como en derecho común para ella el privilegio odioso de la derrota. Alsacia y Lorena no parecen haber dejado extinguir el sentimiento de la patria francesa, bien que vivan sometidas á la más vigorosa acción germanizadora de parte de una nación y de un Estado tan llenos de poder, de sabiduría, de resolución y de inteligencia.

Pero antes de entrar en el examen del concepto moderno de la patria, forzoso es que, ya que hemos mencionado en el mundo antiguo á China y al pueblo hebreo como primeros reveladores de lo que debía llegar á ser amor tan ideal, dediquemos un recuerdo á ese astro de gran magnitud creador de la cultura occidental, á Grecia. Sin entrar á examinar si Grecia procede del Oriente y si le es deudora de los ele

mentos de su religión, de su filosofía y de su arte, hay que reconocer que el genio helénico imprime un carácter propio y original á cuanto recibe del extranjero. Grecia es la revelación importante, clara, definida de la patria en la antigüedad. Los dioses se humanizan, se hacen griegos y se llenan de pasiones que canta Homero, creador del Olimpo. Del fondo obscuro de las religiones orientales surge un mundo enteramente diverso, una religión, una filosofía, una ciencia nueva, alma de un pueblo de académicos y artistas. Los sacerdotes de Egipto decían á Solóm que los griegos eran sencillos como niños; pero los niños, en la marcha providencial de la humanidad, sobrepujan á sus padres, y á los esfuerzos y cultura de la raza helénica debe el Occidente la civilización superior que la separa del Oriente.

Grecia realiza la libertad y la igualdad en el orden civil, aunque en aquellos límites que su organización consiente; funda la ciudad aristocrática privilegiada y prepara la formación del Estado, lazo de unidad entre los pueblos; pero su creación más pura es el concepto de la patria como verdadero y novilísimo ideal, á cuyo engrandecimiento se consagran sus legisladores, sus tribunos y filósofos, y en cuya defensa inmortalizan sus nombres Milciades, Temístocles, Leonidas y Epaminondas.

Aquella patria encerrada en las religiones del Oriente, personificada por el sacerdote ó por el tirano, pasa á ser un sentimiento que se individualiza, que forma el ciudadano y le dispone al ejercicio de sus derechos, abriéndole el palenque de la vida pública. Aquí adquiere este sentimiento el carácter vivo, apasionado, vehemente de un culto de amor idealista, con todo el ardor, todas las supersticiones, todo el fanatismo de una religión. ¡Honor! ¡gloria! ¡inmortalidad! Con la promesa de este sentimiento heróico va Leonidas al sacrificio propio, Timoleón al de su hermano, y se engendra la austeridad de Espartaco, la severidad de Arístides, la elocuencia de Demóstenes y las virtudes cívicas y el amor de la independencia.

Esta manifestación vigorosa, original, no conocida hasta entonces, de la patria comunidad de un pueblo, ofrece, sin embargo, un carácter egoísta, exclusivo, estrecho y odioso. El extranjero para Grecia era bárbaro ó enemigo. La humanidad no existía fuera de sus dominios.

El genio venerando entre los genios, Platón, el inmortal discípulo de Sócrates, expone, anticipándose á los siglos, en su diálogo de La República, sus ideas de fraternidad y, sin embargo, aspira como Moisés á la formación de un pueblo rey; mira con desconfianza al extranjero, y como hecho normal la esclavitud. El aislamiento del pueblo griego se halla en la utopia de Platón, como en Aristóteles, como en las leyes de Licurgo.

Reservado estaba al cristianismo hacer compatible el amor de la patria con la fraternidad universal.

Bajo la espada invencible de Alejandro, cae Grecia como nación; pero sus virtudes, sus leyes, sus ideales, renacen en Roma donde el sentimiento de la patria se agranda y agiganta con un carácter impositivo y avasallador. Grecia representa las facultades brillantes de la fantasía. La vida es para ella una fiesta á la que asiste coronada de flores y entonando los himnos del placer. Roma, es la humanidad que avanza

en el camino de la unión de los pueblos bajo el imperio de la misma ley impuesta por la victoria.

Esta patria, circunscrita primero á la ciudad sagrada, extiéndese luego á Italia entera. Realizada la conquista de Sicilia, reclaman las ciudades los mismos privilegios, el derecho quiritario, esencia de aquella nacionalidad, como basada que estaba en la ciudadanía; y Roma no pudo resistir, porque contribuyendo estas provincias con sus tropas y recursos al engrandecimiento de la República, aspiraban á formar un cuerpo de nación que al fin llegó á constituirse con los pueblos del Lacio y de la Galia Cisalpina, extendiendo el privilegio hasta convertirlo para todos aquellos pueblos en derecho común, expresión jurídica de la unidad.

La concesión de la ciudadanía era la merced más codiciada y la más alta distinción que Roma jamás otorgase: la pérdida de la ciudadanía se consideró siempre para un romano la mayor de las afrentas. El Municipio, como base de privilegio, las ciudades municipales, las colonias como defensa de la patria romana en el extranjero, demuestran hasta qué extremo elevó la República el concepto de la Nación apenas salida de los albores de su historia.

Período glorioso es aquel en que el pueblo romano ejerce su soberanía directamente con sus comicios y centurias, administrando justicia, decretando la paz ó la guerra y formando sus grandes y esclarecidos ciudadanos.

Las «guerras púnicas» avaloran el sentimiento de la patria y proporcionan á Roma la ocasión de formar en la defensa nacional sus legiones invencibles.

No hay en aquella época gloriosa quien no sienta latir en su pecho el amor de la patria romana, y la consagre su talento, su virtud, su valor y su vida. Escipión, vencedor de Cartago; Catón, suicida sublime, que prefiere darse la muerte á despreciar su vida debiéndola al tirano; Bruto, que sacrifica á su padre; Sertorio, los Gracos, Mario, Scévola, Cicerón, altos ejemplos son de patriotismo austero y acrisolado. Séneca, émulo de Sócrates; Juvenal, que siente arder en sus venas el fuego de la indignación estóica; Virgilio, glorificando los orígenes de su pueblo; Horacio, sus historiadores, sus magistrados, prefectos, tribunos y cónsules, como sus grandes generales, todos se consagran á engrandecer su patria, á la gloria de Roma.

Sin el amor de la patria y de las libertades públicas, sin la existencia de un pueblo libre, autónomo en su vida exterior, Roma no habría podido alcanzar nunca aquella dictadura intelectual y moral que ejerce sobre los demás pueblos del mundo antiguo antes de someterlos á su dominación.

César, fundador del Imperio, genio de la guerra y de la conquista, era ante todo y sobre todo la personificación de la poderosa patria ro

mana.

Y ¿dónde buscar la raíz de su grandeza y poderío sino en su sabia legislación, en sus códigos inmortales? Cayó el coloso que cierra toda la edad antigua, y el sueño de su dominación universal se realiza únicamente legando sus sabias leyes á las naciones què se fundan sobre sus gloriosas ruinas.

La patria romana vive hoy en los códigos de todos los modernos Estados representada por sus leyes civiles.

Roma cayó cuando se extingue en ella el amor de la patria.

Obra fué su muerte de la depravación de sus costumbres, de la pérdida de sus instituciones populares, de la decadencia y ruina de sus libertades patrias bajo el cetro de aquellos depravados Emperadores que se erigen templos á sí propios y se proclaman semidioses.

Roma muere para preparar providencialmente el advenimiento de la nueva era moral, de la regeneración universal contenida en la doctrina del Crucificado. Imposible dejar de ocuparme de la transformación que el concepto de la patria sufre por consecuencia de tan radical é inmenso acontecimiento.

El cristianismo proclama una patria común para todas las almas, colocándola en el cielo.

Del lado allá de la cruz los ideales trascienden apenas de la especulación á las realidades de la vida. Las muchedumbres gimen en la opresión ó vegetan en el placer, decadentes y embrutecidas, y mueren todas inicua y tristemente.

Del lado acá de la cruz brotan leyes morales que vigorizan y elevan la conciencia, torrentes de luz que inundan el alma de claridades antes desconocidas, sentimientos vivos y enérgicos de casto y desinteresado amor que caldean y purifican la vida y la inflaman con superiores alientos, haciendo entrever al espíritu, en horizontes remotos v crepusculares, un reinado futuro de la justicia eterna en la evolución final del derecho sobre la tierra.

La moral cristiana, considerada como ideal de la vida, es la moral absoluta. Ninguna otra aparecerá después de ella; no aparecería como superior y triunfante ni en el caso en que hubiese de sufrir la iglesia de Jesús grandes revoluciones que aumentaran el número considerable ya de las sectas protestante y disidentes; pero en verdad, no parece haya razón para pensar que esto suceda; antes bien, nos advierten de lo contrario las más expresivas señales.

No he de ofrecer de estas señales el cuadro que pudiera; brinda la materia con tales estímulos al entendimiento, que sería fácil caer en la tentación de desenvolverla, distrayendo del tema principal vuestra atención y la mía propia.

No estamos en hora propicia para los cismas religiosos, y ha pasado para siempre, probablemente, la sazón de que nazcan y se desenvuelvan sectas nuevas en el seno de la gran comunión cristiana.

Fundada en la autoridad la Iglesia de Cristo, y vinculada en su representante en la tierra la plenitud de esta autoridad misma, no era humanamente posible que de improviso, de una sola vez y para siempre, se impusiera sin dificultades en la tierra; y así como fué ella misma en su origen una protesta contra el mundo pagano, así fué luego un campo de batalla, sufriendo protestas, hostilidades y persecuciones crueles y pasando más tarde por disidencias y por cismas, aconteciendo así que al propio tiempo que tuvo perseguidos y mártires tuvo después emancipaciones y cismáticos y protestantes, fundadores de nuevas iglesias.

Estuvo antes la Iglesia unica rodeada de instituciones y servida por

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