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este Calderón una memoria tan feliz para recibir y retener las especies que luego que leía un libro lo vendía, porque ya no necesitaba de él, por quedarle tan firmes las materias que trataba, que cuando se le ofrecía, no sólo tenía presentes los puntos, sino que citaba fielmente los lugares y hasta las páginas de cuyos hechos, añade el cronista, viven aún muchos y fidedignos testigos.

También hacen recuerdo de un D. Antonio Adar de Mosquera que podía inprovisar en cuatro lenguas, castellano, mexicano, coconeca (?) y angolana, con aplauso universal. D. José Brizuela sustentó un acto de veinticuatro materias. D. Andrés Llanos ofreció decir de memoria cualquier párrafo que se le preguntase, del derecho civil y explicarlo conforme al sentir de los más sólidos intérpretes, lo que cumplió exactamente con aplauso universal. D. Juan de Dios Lozano pidió que se le asignase cualquier punto de los cuatro libros de Pedro Lombardo, comprometiéndose a dar cátedra sobre todos ellos. D. Pedro Vasconcelos, ciego de nacimiento, era de tan singular ingenio y comprensión, que al oído aprendió perfectamente gramática, retórica, fiolosofía y teología, cuyos grados obtuvo y, no satisfecha su vasta capacidad con estas especies, se dedicó a la jurisprudencia teórica y práctica, citando, cuando se ofrecía, fielmente, los autores, lugares y páginas que le habían dictado.

Como estos ejemplos pueden verse otros muchos en el citado prólogo, que demuestran ciertamente nuestro aserto de que en la Universidad había vitalidad e impulso hacia el progreso, según se entendía en su época.

Ya recordarán nuestros lectores cómo el Obispo D. Juan de Palafox y Mendoza, siendo visitador general del Reino, allá por los años de mil seiscientos cuarenta y tres, había hecho unas constituciones para la Universidad de México. Como esas constituciones no gustaron, tuvo que haber cédula especial para que se pusiesen en vigor, y no bastó la cédula y la Universidad siguió su antigua marcha, hasta el cambio de atmósfera general que hubo en 1775. Porque por esos años había de privar forzosamente todo lo que fuese anti-jesuítico y por tanto habíase de poner por las nubes todo lo de Palafox, feroz enemigo de la Compañía y de ahí el deseo de que rigieran sus "sabias" constituciones.

Por ahí corren muchos ejemplares de la edición de 1775, en cuyas páginas pueden admirar nuestros lectores y todo el mundo, la más solemne vulgaridad que jamás se haya visto en materia de reglamentación; pero no es esto lo peor; léanse estas famosas constituciones desde el principio hasta el fin y dígasenos donde está en ellas el elemento de educación cristiana para tanta y tan noble juventud. Se habla, claro está, de tener capilla y capellanes con tanto más cuanto de sueldo, de procesiones, y fiestas de los patronos, con tales más cuales asuetos o danzas, ¿ pero dónde se habla de las personas, medios y maneras para formar esos corazones; para dirigir espíritus o siquiera para encadenar esa imaginación y esas pasiones tan vehementes, características del pobre criollo mexicano? Mientras hubo jesuítas ellos por medio de sus Congregaciones Marianas en que estaban inscritas las cuatro quintas partes de la Universidad, se encargaban de orientar a nuestra juventud, pero desde 1767 no tenemos noticia de que aquellos jóvenes hayan encontrado quien viese por la sólida dirección de sus conciencias. No fué como se cree un cambio de ideas tan rápido, el de muchos hombres de letras y aun sacerdotes en el primer tercio de nuestro siglo XIX. De más lejos venía el mal: de su juventud semi-pagana en las aulas y bajo las palafoxianas constituciones de nuestra Universidad.

Nada diremos en este su propio capítulo de los seminarios, puesto que ya los han visto nuestros lectores, descritos por sus propios prelados en las Relaciones ad Limina que componen uno de nuestros anteriores capítulos. Lástima que, faltando las correspondientes a Puebla y Michoacán, carezcamos por ellos de los deseados datos sobre sus importantes seminarios.

El de Puebla, después de la ampliación, que no debe llamarse fundación, hecha por el Sr. Palafox, recibió mayores impulsos del Ilmo. Sr. D. Manuel Fernández de Santa Cruz. Puso este prelado al corriente las rentas de los colegios de San Juan y de San Pedro, que Palafox había reunido y organizó, comprando haciendas de labor, la pensión conciliar con lo que pudieron hacerse ya gastos que ascendían a más de diez y seis mil pesos anuales. Al Obispo Santa Cruz también se debe la mayor y mejor parte de la biblioteca palafoxiana, enriquecida más tarde con once mil volúmenes que le obsequió el canónigo Yrigoyen.

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Plano del Colegio de las Vizcaínas

En lo material como edificio, el del Seminario de Morelia, superaba sin duda a todos los demás. Puso su primera piedra el 23 de enero de 1760 el Ilmo. Sr. D. Anselmo Sánchez de Tagle y diez años más tarde, pudo ya admitir solemnemente a los primeros seminaristas de esta institución eminentemente suya y siempre distinta del colegio de San Nicolás, que fué el verdadero primer seminario de la América Latina. Formó el ilustre fundador y dió a la imprenta unas muy completas constituciones para el régimen, instrucción y educación de la juventud clerical michoacana. Aunque manchado por manos usurpadoras, ahí queda el regio palacio construído por la munificencia y piedad del ilustre Sánchez de Tagle. Superó el siglo XVIII a los anteriores, en la educación que se proporcinó durante él bajo el amparo de la Iglesia, al sexo femenino. El recogimiento de Belén, el grandioso Colegio de la Enseñanza en México, los de Jesús María y Santa Gertrudis en Puebla, el de las Rosas, fundado por el Sr. Escalona en Morelia, el de Santa Mónica en Guadalajara, los de la Enseñanza en Irapuato y otras

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poblaciones del interior fueron otras tantas pruebas de nuestro aserto.

El más notable de todos estos colegios por su edificio verda

deramente regio es el llamado de las Vizcaínas en la ciudad de México, fundación a que especialmente concurrieron los tres piadosos vascongados Aldaco, Meave y Echeveste; el edificio quedó terminado, la institución reglamentada y en marcha bajo el amparo real en 1775. Es bendición de Dios y especial protección de su patrono San Ignacio de Loyola la permanencia y prosperidad no menos que la disciplina y buen espíritu de este Colegio de las Vizcaínas, único glorioso recuerdo viviente, de nuestra noble antigüedad.

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