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tructora, y hacer proposiciones de arreglo, honrosas para ella misma y justas para su colonia de Cuba y la humanidad. «España ha tenido ya un plazo de tiempo razonable para establecer la paz y no lo ha logrado aún, a pesar de la tremenda acumulación y gasto de sus recursos y del empleo de medios de inusitada severidad. Los métodos de que España se ha valido para la lucha no dan esperanza de paz inmediata o de estable renovación, en las condiciones de prosperidad que son esenciales a Cuba en su trato con sus vecinos. La incapacidad de España impone a los Estados Unidos un grado de sufrimiento y de perjuicio que no puede desconocerse.» «Respecto a la manera cómo la ayuda de los Estados Unidos puede hacerse efectiva en la situación de Cuba, el presidente desea no dificultar al gobierno de España formulando una proposición precisa. Todo lo que se pide o espera es que se suministre algún medio seguro para que la acción de los Estados Unidos pueda ejercerse con justicia y dignidad y que la solución sea duradera, honrosa y ventajosa para España y Cuba y equitativa para los Estados Unidos.» «Para la realización de este fin el gobierno de los Estados Unidos ofrece por la presente para ahora y en lo futuro sus más amistosos oficios.» «Se desea que durante el futuro mes de octubre el gobierno de España pueda o bien formular alguna proposición, bajo la cual sea posible hacer efectivos estos ofrecimientos de buenos oficios, o bien dar satisfactorias seguridades de que por el esfuerzo de España la pacificación estará muy pronto asegurada.»

A nota semejante no podía contestar ningún gobierno interino. El 28 de septiembre regresaba la Corte a Madrid; el 29 se hacía pública la crisis total, y oídos en consulta Tetuán, Cos Gayón, Elduayen, Martínez Campos, Silvela, Sagasta y Pidal, el 2 de octubre confiaba S. M. al jefe de los liberales el encargo de formar gabinete.

CAPITULO XIII

1897-1898

El nuevo gabinete liberal otorga por Decreto la autonomía antillana.-Actitud expectante de la opinión en Norteamérica. -Paz precaria en Filipinas.—Se reconstruye el partido conservador histórico para proseguir con el régimen del turno.—Rebrota con grave daño en la península y en Cuba la «política de la guerra.»— Primera conminación de Mac-Kinley.-Los jefes de partidos y grupos acuerdan unánimes desoírla.- La voladura del Maine sirve de pretexto a la segunda conminación.— Desamparo internacional de España.-Se hace inevitable la guerra con los Estados Unidos.

Nuevamente se presentó en el otoño de 1897 óptima oportunidad para mostrar, con hechos, conclusa la era funesta del régimen del turno. Ni siquiera fué ya lícito, como hasta entonces, invocar para perpetuarla la eximente de legítima defensa, porque el crimen de Santa Agueda hirió de muerte, en la persona del jefe, a todo el partido conservador

histórico. Falta del prestigio de don Antonio Cánovas, la agremiación de intereses políticos organizada bajo su gerencia quedó ostensiblemente reducida a precaria solidaridad de unos cuantos reyezuelos de taifas electorales, y de sus sendas clientelas extendidas por todo el país. Las clases socialmente conservadoras, no adscritas en su mayor parte al gremio oficial, ponían su confianza en don Francisco Silvela, denodado y elocuente detractor de los vicios políticos imperantes, con cuyo parecer en este punto coincidían asimismo valiosos núcleos liberales.

Pero el árbitro supremo del éxito de aquella honda crisis nacional era don Práxedes Mateo Sagasta, contra quien ni aun la Corona hubiese prevalecido en intento alguno de reforma. El anciano caudillo de los liberales tuvo entonces poder bastante para invertir o mantener, a su arbitrio, la dinámica iniciada con la Restauración, ora quebrando, ora reanudando las tradiciones del partidismo oligárquico. Ni los críticos más benévolos pudieron advertir en su conducta el más leve propósito de la enmienda. Para formar el gabinete se recurrió a los habituales cabildeos con los jefes de grupos, en busca no de la máxima idoneidad y eficacia para la futura gestión de gobierno, sino del mejor ponderado equilibrio entre los varios primates, a quienes, más que las ideas, separaban rencillas e incompatibilidades personales suyas y de sus respectivas huestes. Sin embargo, el grupo de Gamazo no se avino esta vez a las combinaciones que se le propusieron. La experiencia de la anterior etapa de mando mostró que era inevitable la esterilidad de cualesquier empeños en condiciones análogas acometidos. El advenimiento al poder de las heterogéneas situaciones liberales no interrumpía la lucha por el predominio que, durante la etapa de oposición, era uso reñir con el partido adverso; las convicciones heridas y los intereses lastimados por el plan reformador de un ministro estaban seguros de hallar valedores en el propio seno del gabinete y en los escaños de la mayoría ministerial, prevaleciendo, al cabo, también, en el ánimo del presidente del Consejo, captador sistemático de cuantas energías políticas desarrollasen las agitaciones populares o simplemente callejeras. Rehusando entrar en el gabinete y aun aceptar altos cargos, declinaron los gamacistas la invitación que se les hizo para que compartiesen las responsabilidades de aquella situación.

Don Segismundo Moret, cuyo reciente discurso de Zaragoza constituía, por entonces, la nota más aguda dada por hombres públicos gubernamentales en pro de la autonomía antillana, entró a dirigir el departamento de Ultramar, a la sazón el de más empeño. Seguíale en importancia circunstancial el de Estado, que se encomendó a un consecuente amigo de Montero Ríos, don Pío Gullón, a quien azares de la política mantuvieron alejado de la poltrona ministerial desde los tiempos de Alfonso XII, en que ocupó durante unos meses la de Gobernación. La cartera de Gracia y Justicia se encomendó a don Alejandro Groizard, que veinticinco años antes, reinando Don Amadeo, la había ya regentado, y las de Fomento y Hacienda se atribuyeron a otros dos ex ministros de esos mismos ramos, el conde de Xiquena y don Joaquín López Puigcerver, respectivamente. La clave electoral se entregó, con el ministerio

de la Gobernación, a don Trinitario Ruiz Capdepón, adicto incondicional de Sagasta; y en Guerra y Marina entraron dos generales, no significados hasta entonces como hombres de partido, don Miguel Correa y don Segismundo Bermejo.

La contextura de este gabinete no respondió ciertamente a los graves apremios de las circunstancias, puesto que tampoco implicaba otro sacrificio de parte de la oligarquía liberal sino el de escoger los titulares de las carteras civiles en la cabeza del escalafón de ex ministros, demorando otorgar ascensos a ministrables más jóvenes, austeridad aunque inusitada, relativa, y notoriamente insuficiente para desvanecer el fundado excepticismo de la opinión imparcial. Los flamantes consejeros de la Corona renovaron una vez más, al proceder a la elección de colaboradores, el repulsivo espectáculo de un contencioso reparto de botín, y el lamentable contraste entre la compunción de los ministros que se decían atribulados por el imperativo patriótico de haber de asumir el mando en tan crítica ocasión, y la algazara indecorosa que movían, disputando entre sí, los aspirantes a cargos públicos o a representaciones parlamentarias.

Frente al conflicto cubano era, empero, inequívoca la actitud del Gobierno, y en el primer consejo de ministros, que se celebró el 6 de octubre, cuarenta y ocho horas después de la jura, quedaron ratificados, sin ambages, los solemnes compromisos contraídos en la oposición. «Sea cualquiera-decía la nota oficiosa-el juicio que se forme sobre la posibilidad de alcanzar la paz por la sola acción de la guerra, sin que a ello contribuya la acción política, ni la internacional, es un hecho evidente que el Ejército ha conseguido ya en el territorio cubano no sólo cuanto puede exigir el honor de las armas, sino todo lo que racionalmente cabe esperar del empleo de la fuerza en contienda de índole semejante. La pacificación ha de venir ahora por la acción política, porque si el Ejército vence siempre y en todas partes, como que representa las energías de la patria, todos los esfuerzos del mundo no son bastantes para mantener la paz con el solo empleo de las bayonetas.>>

En Cuba, como en la península, este cambio de política traía necesariamente aparejado el de las personas llamadas a practicarlo, y el 9 de octubre firmaba S. M. los Reales decretos substituyendo al marqués de Tenerife por el de Peñaplata. El gobierno liberal, que no halló grandes facilidades para escoger persona idónea entre los conspicuos de la milicia, debió fijarse en el general Blanco a causa precisamente de la tacha de blandura excesiva que desde su gestión en Filipinas pesaba sobre él. A juicio de quienes lo eligieron para suceder a Wéyler, su solo nombre actuaría, sin duda, como sedante.

Eliminada así la mayor dificultad para proseguir el diálogo sereno con la Cancillería de Washington, el 23 de octubre contestaba don Pío Gullón a la nota conminatoria que un mes antes dirigiera Mr. Woodford a su antecesor. Los propósitos del gobierno de Madrid se concretaron en los términos siguientes: «A la acción militar, ni un solo día interrumpida y tan enérgica y viva como las circunstancias lo exijan, pero siempre humanitaria y atenta a respetar cuanto sea posible los derechos priva

dos, habrá de acompañar la acción política, encaminándose francamente a la autonomía de la colonia, por tal manera que del íntegro afianzamiento de la inmutable soberanía española surja la nueva personalidad que habrá de gobernarse a sí propia en los asuntos que le sean peculiares, por medio de un organismo ejecutivo y del Consejo o Cámara insular.

>>Para realizar este plan, que sostiene como solemne compromiso político adquirido voluntariamente y desde la oposición, propónese el gobierno de S. M. modificar, en la parte necesaria, la legislación vigente, haciéndolo en forma de decretos, para su más rápida aplicación, y dejando para las Cortes del Reino, con el concurso de senadores y diputados antillanos, la resolución del problema económico y la distribución proporcionada de los gastos de la Deuda.>>

Contestada en esta forma la demanda americana, procedió nuestro ministro de Estado a formular la suya reconvencional.

«Decidido el gobierno de S. M.-decía, por espontánea, deliberada resolución, a plantear en Cuba la autonomía, surge por la fuerza de los hechos el caso que había previsto el eminente Mr. Cleveland en su mensaje de 7 de diciembre de 1896, y dada la solidaridad internacional de los gobiernos que en un país se suceden, no hay que dudar de que el actual dignísimo presidente convendrá con su antecesor en que no existe justo motivo para sospechar que deje de efectuarse sobre esta base la pacificación de la isla de Cuba. De la rectitud, del amor a la paz, de la amistad del presidente de los Estados Unidos, confía el gobierno de S. M. el rey de España que le ayudará en esta noble y humanitaria empresa, oponiéndose con eficaz energía a que la insurrección reciba de los Estados Unidos los auxilios morales y materiales que le prestan su única fuerza y sin los cuales estaría vencida o lo sería muy pronto.

>>Es, pues, indispensable, ante todo, que el presidente decida su proceder respecto a España en lo que afecta al problema cubano, y que manifieste con precisión si está dispuesto a que cesen de una vez con carácter absoluto y para siempre las expediciones filibusteras que, al violar con el mayor desenfado las leyes de amistad, perjudican y menoscaban los respetos que el gobierno americano se debe a sí mismo en el cumplimiento de sus compromisos internacionales. Preciso es que no se repitan hechos tan lamentables como el de la última expedición de la goleta Silver Heels, partiendo de Nueva York a pesar del aviso previo de la Legación de S. M. en Washington, y a presencia de las autoridades federales (1), porque sólo así quedarán evidenciadas las pacíficas aspiraciones de ese gobierno y será posible la inteligencia amistosa.

>>Con la nueva política iniciada ya por el gobierno de S. M. desaparece hasta el pretexto de aquellas simpatías populares hacia la insurrección que como argumento poderoso se mencionaron en varios mensajes

(1) El caso del Silver Heels acaecido en octubre de 1897 sólo se distinguió de muchos otros análogos porque la publicidad de los preparativos de la expedición filibustera fué tal que toda la prensa del mundo pudo especificar el número y calidad de las municiones embarcadas y el de rebeldes que conducía a bordo el buque.

presidenciales, puesto que dentro del régimen autonómico encontrarán los cubanos la propia solución patrocinada como la más conveniente hasta por los poderes supremos de los Estados Unidos.>>

Revelaba este párrafo una exacta visión de la realidad: la última palabra que sobre el caso antillano se pronunciase en los Estados Unidos no dependía, en efecto, de los «poderes supremos,» sino de las «simpatías populares,» porque este asunto internacional había pasado a ser, de diálogo diplomático, tema político candente, sometido para el éxito final al fallo de la opinión, como cuantos se plantearon ante la gran democracia norteamericana. Sobre ella y no sobre Mac Kinley importa ba actuar, más que con alegatos, con la reverberación incontrastable de los hechos.

Los cubanos emigrados en el Continente temerosos de tener que saldar cuentas con la soberanía española, y los demás laborantes del separatismo por simpatía personal o convicción doctrinal, proseguirían de seguro su campaña mientras alentasen en Cuba partidas rebeldes, como aconteció cuando la otra guerra, aun después de pactada y firmada la paz del Zanjón. Pero, con ser ellos mucho más numerosos y eficaces que los hispanófilos declarados y los adversarios de la intervención yanqui, no era de temer que por su sola fuerza influyesen decisivamente en el poder ejecutivo. La actitud de Mac Kinley se inspiraría en la voluntad de la gran masa ciudadana, neutral, pero indiferente; prevenida, por añadidura, contra Europa, en general, y contra el nombre español, en particular. Así pues, aunque habilidades de proselitismo y artificios de propaganda influyeran, como suelen, en este linaje de asuntos, nada prevalecería contra la rápida y positiva normalización de la vida cubana, bajo el nuevo régimen autonómico.

El gobierno de Sagasta siguió procediendo en este asunto con irreprochable sinceridad y loable diligencia. No más tarde que el 26 de noviembre publicaba la Gaceta el texto de la nueva Constitución insular cubana y portorriqueña. Una Cámara de representantes, elegida con la misma amplitud de sufragio que el Congreso metropolitano, y un Consejo de Administración, compuesto por 17 miembros designados en elección de segundo grado y 18 vitalicios que nombraría la Corona, especie de Alta Cámara, asumirían el poder legislativo de la colonia, atribuyéndose el ejecutivo a un presidente, con o sin cartera, y cinco secretarios del despacho, encargados respectivamente de los departamentos de Gracia y Justicia y Gobernación, Hacienda, Instrucción pública, Obras públicas y Comunicaciones, y Agricultura, Industria y Comercio. Las facultades del poder moderador residirían en el gobernador general.

Salvo, pues, la política internacional y la defensa del territorio, atributos inalienables del poder soberano, en todo lo demás, inclusa la vidriosa materia arancelaria, la autonomía era cabal, insuperable y omnímoda. Cubanos y portorriqueños iban a ser, en lo sucesivo, árbitros de sus propios destinos, y no subsistiría ya ninguna de las lacerias administrativas y económicas que durante más de medio siglo desazonaron a los moradores de las Antillas españolas.

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