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todo ello produce, y el violento rompimiento entre el Rey y sus Ministros, son los precedentes fatales que provocan más tarde, al comenzar la segunda legislatura de aquellas Cortes, el divorcio manifiesto de las dos potestades: la real y la parlamentaria.

Fernando VII muestra ya públicamente, al cabo de un año justo de sistema constitucional, su invencible repugnancia á seguir desempeñando el papel que la revolución triunfante le había asignado.

Todavía no apela, como Luis XVI, al llamamiento de los ejércitos extranjeros; pero descubre francamente su rebeldía al régimen, cometiendo diariamente una transgresión constitucional, que revela sin ambajes sus propósitos de emancipación absolutista.

Acrecentaba este mal disimulado afán del Rey el odio que desde Noviembre del año anterior profesaba á sus Ministros, odio que no habían dejado enfriar los desagradables sucesos ocurridos á Fernando á su vuelta de El Escorial, y que él achacaba siempre á sus Secretarios de despacho, sin considerar que su conducta pública y privada no había sido nunca la más propia para inspirar confianza y amor á los partidarios de las libertades vigentes.

La sorprendente y extraña queja que contra el Ministerio presentó al Consejo de Estado, y la digna contestación que recibió de aquel alto Cuerpo consultivo, no fueron sino el primer paso dado en la imprudente senda escogida por el Monarca para librarse de una tutela ministerial que no podía cesar sino con la caída del sistema. En este punto, ni el Rey ni sus consejeros privados, entre los cuales los había de todas las condiciones y pelajes, desde el general de los franciscanos, aquel célebre Fray Cirilo Alameda, que no había vacilado en disfrazarse ridículamente para asistir á las sesiones de los clubs patrióticos y entrar en tratos con

los jefes del masonismo, hasta los criados más bajos y serviles, que eran los que disfrutaban de todas las confianzas de su señor, supieron conducirse con la cautela necesaria para no despertar las sospechas de la opinión liberal, que todavía respetaba profundamente la realeza, y llamaba al Monarca, por boca de las Comisiones parlamentarias encargadas de perseguir los delitos de amenaza é injuria al Rey, «la amable persona del inocente Fernando» (1).

Nótese aquí la diferencia esencialísima que existe entre las revoluciones francesa y española. Aquí, como allí, luchaban unidos el pueblo y la clase media contra los privilegios de la Realeza, de los Nobles y del Clero. Aquí, como allí, el antiguo régimen luchó desesperadamente por la defensa del poder absoluto, ensangrentando la lucha con horribles matanzas ó manchándola con injustas proscripciones. Pero los revolucionarios españoles, que en cierto modo copiaron los procedimientos de que se valieron los franceses para acometer el cambio de cosas, no quisieron nunca deshonrar su obra con las infamias que envilecen la revolución de París, y si llegaron, acorralados por la perfidia del Rey, á suspenderle y destituirle, fué en un instante ey de impotente exaltación, y cuando le tenían en su poder y hubieran podido fácilmente repetir con Fernando el tremendo drama de 1793.

La revolución española se distingue por su carácter de nobleza, templanza é hidalguía. Los sucesos, atropellados y no muy bien dispuestos, no rebasan jamás los límites de una exaltación, de un entusiasmo, completamente infantil y generoso. Es verdad que en España se han derramado.

(1) Dictamen de la Comisión del Congreso encargada de proponer la formación de causa contra D. Domingo Antonio Velasco, autor del folleto subversivo Centinela contra republicanos.

océanos de sangre en nombre de la libertad ó en nombre de la reacción. Pero esa sangre, ó ha sido vertida en los campos de batalla ó se ha prodigado en feroces reacciones del poder ejecutivo, pocas veces imputables al espíritu de la revolución. Nuestras asonadas y nuestros motines no se parecen en nada á las demoníacas matanzas septembrinas. Los desórdenes provocados por el entusiasmo popular no han emulado en ninguna ocasión aquellos dantescos «casamientos republicanos» del Loire y del Ródano.

Para buscar semejanzas entre los horrores de una y de otra revolución, hay que acudir á las hazañas de los «chouanes españoles que se llamaron Merino, Santa Cruz y Cabrera.

Hemos dicho que el Rey no sabía disimular la enemiga cruel que profesaba al régimen en general y á sus Ministros constitucionales en particular. Fernando, mal escarmentado con la repulsa recibida de su Consejo de Estado, con ocasión de las imprudentes quejas formuladas por él ante el citado Cuerpo consultivo, decidió repetir la misma suerte ante las Cortes, escogiendo la más solemne ocasión que se le brindaba: la apertura de la segunda legislatura parlamentaria, señalada para el día 1.° de Marzo de aquel año, 1821.

Acompañado de toda la Real Familia, y con el boato, séquito y ceremonia que había servido en el año anterior para inaugurar las Cortes y prestar el juramento solemne á la Constitución, fué el Rey Fernando al Palacio de la Representación Nacional, entre los vítores y los aplausos de la multitud congregada en el trayecto.

Recibido por la Comisión nombrada al efecto, subió al trono que se le había preparado, y comenzó á leer con voz firme el discurso que habían redactado sus Ministros, en cumplimiento del precepto constitucional. Y cuando hubo

llegado á lo que se creía el fin de la oración, y los diputados rompían en aplausos y sonaban los vivas de costumbre, el Rey, en medio de la estupefacción y del asombro general siguió leyendo...

Siguió leyendo unos párrafos añadidos por su mano, y que contenían una violenta acusación contra sus Ministros responsables.

En el lugar correspondiente va inserta íntegramente la reseña de esta sesión, tomada del Diario de Sesiones. Aquí sólo queremos reproducir los párrafos que Fernando VII añadió al discurso de la Corona, y que ya veremos más adelante de qué manera fueron contestados por el Parlamento.

El Rey decía en su discurso:

«De intento he omitido hablar hasta lo último de mi persona, porque no se crea que la prefiero al bienestar de los pueblos que la Divina Providencia puso á mi cuidado.

»Me es preciso, sin embargo, hacer presente á este sabio Congreso, que no se me ocultan las ideas de algunos mal intencionados que procuran seducir á los incautos, persuadiéndoles que mi corazón abriga miras opuestas al sistema que nos rige, y su fin no es otro que el de inspirar una desconfianza de mis puras intenciones y recto proceder.

»He jurado la Constitución y he procurado siempre observarla en cuanto ha estado de mi parte, y ¡ojalá que todos hicieran lo mismo! Han sido públicos los ultrajes y desacatos de todas clases á mi dignidad y decoro, contra lo que exigen el orden y el respeto que se me debe tener como Rey constitucional. No temo por mi existencia y seguridad; Dios, que ve mi corazón, velará y cuidará de una y otra, y lo mismo la mayor y la más sana parte de la Nación; pero no debo callar hoy al Congreso, como principal

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encargado por la misma en la conservación de la inviolabilidad que quiere se guarde á su Rey constitucional, que aquellos insultos no se hubieran repetido segunda vez, si el Poder ejecutivo tuviese toda la energía y vigor que la Constitución previene y las Cortes desean. La poca entereza y actividad de muchas de las Autoridades ha dado lugar á que se renueven tamaños excesos; y si siguen, no será extraño que la Nación española se vea envuelta en un sinnúmero de males y desgracias. Confío que no será así, si las Cortes, como debo prometérmelo, unidas íntimamente á su Rey constitucional, se ocupan incesantemente en remediar los abusos, reunir la opinión y contener las maquinaciones de los malévolos, que no pretenden sino la desunión y la anarquía. Cooperemos, pues, unidos el Poder legislativo y yo, como á la faz de la Nación lo protesto, en consolidar el sistema que se ha propuesto y adquirido para su bien y completa felicidad. »

Tal fué lo que aquella misma tarde quedó bautizado en las sociedades patrióticas y en las reuniones liberales y tertulias de los hombres del nuevo régimen, con el gráfico nombre de «la coletilla del Rey».

El efecto de esta adición al discurso de S. M., hecha de su mano, pensada ó dictada tal vez en los conciliábulos de la camarilla palaciega, fué de estupefacción y asombro. Los Ministros, indignados, quisieron presentar en el primer momento la dimisión de sus cargos, sin esperar el fin de la ceremonia. Los diputados más influyentes del grupo de los exaltados les animaban á ello, asegurándoles que el Parlamento no dejaría de tomar resoluciones que les indemnizaran cumplidamente de la afrenta real. El Presidente de la Cámara, al contestar al discurso del Rey, se limitó á dar respuesta de la primera parte, esto es, de la contenida en la minuta redactada por los Consejeros res

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