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La discusión politica.

EXAMEN DE LA MEMORIA DEL MINISTRO DE ESTADO

Sesión extraordinaria del 2 de Abril de 1821.

El Sr. Muñoz Arroyo: La Comisión especial encargada de examinar el estado de la Nación con respecto á su seguridad, nos dió pormenores muy interesantes sobre los proyectos de nuestros enemigos ó, por mejor decir, de los enemigos de la Constitución; y, en su consecuencia, estableció en once artículos, que casi todos fueron aprobados por el Congreso, las medidas que creyó convenientes para precaver y castigar sus crímenes. Pero el estado de la Nación, con respecto á su seguridad. como observaron muy bien el Sr. Presidente anterior y el señor Moreno Guerra, tiene dos relaciones: una que mira al interior, que es la que se ocupó aquella Comisión, y otra al exterior, est decir, á las naciones del Continente; ó, en otros términos: hay dos cuestiones de que no se puede prescindir cuando se trata de nuestra seguridad: la una versa sobre los planes de nuestros enemigos domésticos, y la otra sobre los de los extraños. Era tanto más necesario reunir estas dos cuestiones, cuanto que los designios de unos y otros son los mismos, unas sus miras en último análisis: acabar con la libertad del mundo y con la independencia de las naciones. Aquella Comisión, como he dicho, se ocupó exclusivamente de nuestra seguridad interior; porque sobre la exterior estaba encargada esta otra Comisión, y además, porque parecía extraño ó superfluo que habiéndose quitado la máscara ciertos Gabinetes para oprimir y sofocar con las bayonetas el grito de libertad que resonó en las Dos Sicilias, llámase la atención del Congreso sobre las relaciones de este atentado con nuestra seguridad. Sea de esto lo que fuere, debemos ahora examinar la cuestión desde el punto de vista de nuestras relaciones exteriores. Pero, señores, no hablamos en ella sólo para nosotros y demás ciudadanos que nos escuchan en este recinto; hablamos á la España, á la Francia, á Nápoles, á Portugal, á todas las naciones que saben apreciar su independencia y libertad. Es terrible la lucha en que el despotismo se

ha empeñado; examinémosla para su confusión y para deducir la actitud que debemos tomar en ella los españoles. Yo veo, señores, de un lado, las virtudes, las luces, los nuevos descubrimientos, las riquezas, el comercio, las artes; de otro, la ignorancia, la superchería, el fanatismo, las ideas degradantes y absurdas que abortó la aristocracia de los siglos bárbaros.

Una Nación vecina, á quien la Europa entera es deudora en gran parte de los progresos de su civilización, principió con honor esta lucha: ninguna se hallaba en mejor posición ni con más grandes acopios y preparativos para sostenerla. Los eternos enemigos de las luces le armaron emboscadas, le tendieron lazos, la precipitaron más de una vez en excesos que ella reprobaba; y para colmo de la superchería, refundieron en los principios que la hacían obrar los males mismos que ellos provocaban. Cambiando de esta suerte los frenos, haciendo hipóte sis absurdas y sustituyendo causas imaginarias á las reales y verdaderas, es como se ha intentado degradar la causa de la libertad; empero la lucha ha continuado, y ha continuado por espacio de más de treinta años, y ha continuado á pesar de los recursos y talentos del Monarca más poderoso que jamás vió la Europa. Las ideas viejas, aunque auxiliadas del prestigio con que este genio extraordinario las decoró, no pudieron sostener la superioridad y despotismo que en otras edades habían ejercido. El espíritu humano no retrograda; las luces caminan siempre en progresión directa y ascendente; y por una combinación particular del estado en que se encuentra el mundo civilizado, los mismos recursos que se han empleado para sostener el despotismo moribundo se convertían en armas de la libertad. Ciertos potentados en Europa se aprovecharon de esta tendencia del espíritu público, y á favor de las ideas liberales derrocaron el poder colosal del aristocrata más temible que vieron las naciones. Nuestra España, que se creía ocupaba el último rango, se puso á vanguardia, enarboló el estandarte de la libertad y de la independencia, y sin contar más que con la justicia de su causa y el valor de sus hijos, juró sepultarse bajo las ruinas de la Patria antes que dejarse imponer la cadena. ¿Por qué hemos peleado, señores? ¿Por qué se ha puesto toda la Europa en combustión? La guerra no ha sido, no, á la persona

de Napoleón, ni mucho menos á la Nación francesa, con quien tantas afinidades y simpatías nos estrechan; la guerra ha sido al despotismo, á la ignorancia, al monopolio del poder, que hombres corrompidos y nulos querían conservar exclusivamente y transmitirse por herencia, como si los demás nada valiésemos en la sociedad, ó como si nuestros derechos no tuviesen otra garantía que su arrogante sanción. Vencimos, sí, como era de esperar, porque no hay poder contra la opinión; porque la tendencia del siglo en que vivimos, á manera de un torrente impetuoso, nos arrastra á todos; porque las ideas rancias se han cubierto de un ridículo que todos los cetros del mundo reunidos no pueden arrancarle. Pero ¡qué asombro! Cubiertos de laureles, y las manos teñidas en la sangre del déspota que quiso esclavizar la Europa, tratamos de comprimir el espíritu liberal que la salvó. Se diría, al ver la conducta de ciertos Gabinetes, que han heredado su espíritu, que se han contaminado de su aliento pestífero, que quieren reemplazarle, y que en lugar de aprovecharse de las terribles lecciones que les ha dado, tratan ellos mismos de dar otras más funestas á la posteridad. ¿Se creía que en el año 21 del siglo XIX algunos diputados ó representantes de la Nación más culta é ilustrada del mundo se hayan ofendido de que uno de sus colegas aplique á la española el epíteto de heroica? Pues qué, ¿no hemos adquirido títulos incontestables á este nombre? Valor, generosidad, firmeza de carácter, amor patrio, deseo del bien, respeto y entusiasmo por nuestro Rey: estas y otras virtudes hemos desplegado, y las hemos desplegado en el tiempo que menos debía esperarse de nosotros.

Nuestros triunfos, que han sido los de la razón y del espíritu del siglo, no se han manchado con la sangre de nuestros enemigos; las pasiones mezquinas para nada han entrado en el cambio glorioso de nuestras instituciones. Fuimos grandes y heriocos cuando hicimos la guerra al despotismo extranjero: ¿por qué no lo seremos cuando la hacemos al doméstico, con las precauciones y miramientos que reclaman nuestra situación y necesidades? ¿Puede el despotismo jamás prescribir, ni porque los pueblos ó las naciones le hayan tolerado, si se quiere por siglos, será un dogma político que no tengamos derechos que oponerle? En Francia, como en Laibach y Troppau, el poder se

ha revestido del aparato más imponente, para sostener esta paradoja, y ya se va á hacer ó se está haciéndo el ensayo de sus fuerzas con la Nación napolitana. Un ejército numeroso está á sus puertas; algo más, está dentro de su territorio; su Rey, que tan contento se había mostrado en el restablecimiento de la libertad, ha sino llamado á la barra, aunque con apariencias de honor y deferencia; hombres que viven á mil leguas de la hermosa Italia, vienen á llenarla de horrores y consternación, sin haber recibido el menor daño de ella, y por contentar á cuatro ambiciosos que en vano se afanan por sostener la ridícula quimera de los Gobiernos absolutos. El derecho de gentes, la justicia, la moral, el dogma político de la independencia de las naciones, la sangre de nuestros semejantes, todo esto nada vale, nada significa para estos seres que figuran llovidos del cielo; ó someterse á recibir sus oráculos, ó lidiar con ellos: tal es la alternativa que nos presenta su política después de haber agotado los recursos de sus diplomáticos.

Yo no entraré á examinar las causas que se han alegado para justificar su injusta agresión; uno de nuestros dignos compañeros lo ha hecho, como escritor particular, con aquella lógica y discerdimiento que tanto le caracterizan; las notas oficiales 'de algunos Gabinetes causas lástima, son un verdadero galimatías. Nosotros y los portugueses somos colocados en la misma línea que los napolitanos; todos somos rebeldes, revolucionarios, facciosos; y como estos señores han recibido del cielo su misión para asentar las bases de todos los Gobiernos del mundo, es claro que después que las hayan afirmado en Nápoles á todo su placer, extenderán su apostolado á nuestro continente, y reformarán al paso los pequeños abusos que se hayan escapado al celo puro y cristianísimo de los antiheroicos. ¿Qué es esto, señores? ¿Dónde estamos? La guerra 'se hace ahora en Nápoles á nosotros, á la Francia, á Portural, á todas las naciones que aprecian en algo su independencia y sus derechos; la guera es, para decirlo de una vez, á la civilización europea. ¿Dormiremos tranquilos, reposando sobre nuestra buena fe, sobre la justicia de nuestra causa, sobre la pureza de nuestras intenciones? Seremos provocados; puede ser que no falte quien nos reproduzca las escenas de Napoleón; acaso se nos preparan á estas horas. Lo

repito: debemos estar precavidos; es preciso observar bien el carácter y tendencia de esta lucha terrible. No se quiere transigir con las luces del siglo ni con el voto verdadero de los pueblos; la dignidad de la especie humana toda está reducida á cuatro ó cinco cabezas; lo demás es todo fango, escoria, canalla vil y despreciable que se maneja con el látigo. Destruyamos, pues, estas prevenciones que se han apoderado de estos gobernadores supremos del mundo; no se hace esto ya con palabra ni discursos; somos atacados en Nápoles. Aunque quisiéramos prescindir del interés que debe inspirarnos una Nación con quien tantos vínculos antiguos y modernos nos estrechan, ¿cómo prescindir de que ha hecho propia nuestra causa, adoptando nuestras instituciones, y que los mismos que ahora las combaten allí las combatirán mañana aquí, si las circunstancias les son favorables? Acordémonos de que Napoleón, después de haberse desembarazado de sus enemigos más inmediatos, después de haberlos arrollado en detall, llevó sus águilas victoriosas hasta Moskow, hasta las puertas de Cádiz. Hagamos, pues, de manera que jamás nazcan estas circunstancias para estos nuevos opresores que siguen su misma marcha. El Piamonte, y probablemente toda la Italia á estas horas, ha sentido la fuerza de estas verdades, y casi á la vista de las banderas • austriacas ha proclamado, con un heroísmo sin igual, nuestra Constitución; esto equivale á una declaración formal de guerra. ¡Qué ejemplo para todos los hombres que aman á la libertad! Acaso el Piamonte no compondrá la sexta ú octava parte de España, y, sin embargo, no ha dudado en auxiliar en los momentos más criticos la causa de los napolitanos. Permitidme decirlo, señores: un soplo, puede ser, de nuestra parte, bastaría para terminar la lucha y ahorrar males sin número á la Humanidad. Ya se susurra que el Gobierno francés ha sido requerido para que permita el paso de tropas por su territorio; yo no lo creo; mas ojalá fuere cierto, tal vez éste sería el mejor medio para terminar la lucha. Sin embargo, debemos ganar por la mano á nuestros enemigos; sería mucha debilidad fiarnos en palabras y promesas, cuando podemos buscar una garantía más natural y positiva en los hechos. Dígase lo que se quiera, tenemos por nuestra parte la opinión de Europa, y principalmente de la

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