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guarnición por los rigores del frío ó las inclemencias del calor; á las que hacían los jóvenes que deseaban dispensas y habilitaciones de edad para administrar sus bienes, recibirse de boticarios ó ingresar en otras profesiones; de algún respetable canónigo de Solsona, que solicitaba el traslado á otra catedral de mayor importancia, alegando para ello los servicios prestados con las armas en la guerra de la Independencia; ó, finalmente, á la petición de un reverendo padre franciscano, apoyada por la Diputación y el Concejo en pleno, solicitando que se le expidiese el título de cirujano que desde hacía veinte años venía practicando dentro y fuera del convento, aunque jamás hubiese cursado estudios de ninguna clase, siendo toda su ciencia de pura especulación propia y aun de inspiración sobrenatural.

Lo admirable es que con todos estos impedimentos y con la frecuencia con que se interrumpían las labores legislativas para atender al examen de los sucesos, tanto interiores como exteriores, que conmovían la marcha progresiva de la Nación, las Cortes tuvieran tiempo y ánimo sobrado para acometer y realizar las grandes reformas legislativas que llevaron á cabo en estos tres años y medio. que siguieron á la implantación del régimen, como fruto de la revolución triunfante.

La famosa ley de 17 de Abril de 1821, estableciendo las penas contra los infractores de la Constitución, y el decreto del mismo día, señalando el procedimiento que había de seguirse en las causas por estos delitos, responden al estado de nerviosa intranquilidad en que vivían diputados y gobernantes, amenazados de otra hecatombe absolutista como la del año 14.

«Ley de circunstancias-dice un comentarista refiriéndose á ella-tuvo una importancia grandísima, acrecentada en tiempos posteriores, porque á pesar de aquella condición

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de los defectos que en ella se han reconocido, es la que ha venido aplicándose constantemente y á la se ha apelado en los estados excepcionales, y siempre que se ha querido reprimir trastornos y revueltas, ya de índole reaccionaria, ya de carácter revolucionario.»

Aquella ley sirvió, pues, andando los tiempos, para refrenar y castigar el mismo espíritu liberal que le dictó contra las facciones apostólicas y los desmanes de la camarilla palaciega. Tal es el destino de las leyes, que así sirven para determinado fin, según el criterio con que se aplican.

En el articulado de esta ley se ve claramente quiénes eran los enemigos del orden de cosas establecido por el movimiento triunfante en las Cabezas de San Juan. El recelo y el temor de los legisladores se transparenta en ello, sin velos que los oculten. Fué una ley de represión contra los actos del Rey, de las camarillas palaciegas, de los Ministros, de los Generales, de los Obispos y del clero en general, que atentaba y aun tomaba parte activa en las facciones absolutistas, algunas de las cuales habían sido armadas y equipadas en los palacios episcopales, en los conventos y en las parroquias lugareñas.

«Cualquier persona-dice el art. 1.° de la ley,-de cualquier clase y condición que sea, que conspirase directamente y de hecho á trastornar ó destruir ó alterar la Constitución política de la Monarquía española, ó el Gobierno monárquico moderado hereditario que la misma Constitución establece, ó á que se confundan en una persona ó cuerpo las potestades legislativa, ejecutiva y judicial, ó á que se radique en otras corporaciones ó individuos, será perseguido como traidor y condenado á muerte.»

Vese aquí que la ley, inexorable en este punto, previene los peligros que pudieran llegar de las izquierdas ó de las derechas á la sagrada Constitución del Estado. Ni el repu

blicanismo, que, á decir verdad, no existía en España, pues no puede llamarse existencia á las tímidas insinuaciones que de cuando en cuando aparecían en los clubs y en las logias masónicas; ni el absolutismo, que representaba el peligro mayor, alentando al calor de la visible y en ocasiones descarada protección del Rey, se libraba de la tremenda sanción penal colocada en el último renglón del art. 1.o

Con arreglo á esta sanción capital se han ejecutado en España una cantidad aterradora de sentencias de muerte, que, como reguero de sangre ofrecido á alguna terrible divinidad salvaje, va esmaltando de rojo las páginas de la historia contemporánea, manchando las manos de los más serios y los más prudentes gobernantes, y regando el delicado árbol de las libertades políticas, cada uno de cuyos frutos puede decirse què ha germinado al calor de las existencias sacrificadas con tanta prodigalidad al pie del robusto tronco.

La ley de 17 de Abril establecía la misma pena de muerte para otros varios delitos; alguno de los cuales ya no lo son en la actualidad, dichosamente.

Pena de muerte para quien conspirase directamente contra la religión católica. Y luego va señalado las penas en que incurren los que trataren de persuadir de palabra ó por escrito que no debía observarse la Constitución en todo ó en parte; ya fuese esta persona empleado público, eclesiástico secular ó regular, ó lo hiciere en discurso, sermón ó carta pastoral.

Advertíase cómo se había de proceder contra los prelados que en sus instrucciones ó edictos emitiesen máximas contrarias á la Constitución, y se marcaban las penas que se habían de aplicar á los Ministros ó Secretarios de despacho ó cualesquiera otras personas que aconsejaran al Rey que se arrogare alguna de las facultades privativas de las

Cortes, ó que, sin consentimiento de las mismas, empleasen la Milicia nacional fuera del territorio de las respectivas pro

vincias.

El procedimiento señalado en el decreto que lleva la misma fecha de la ley, para el conocimiento de estas causas, consiste en someter á los culpables de los delitos previstos por la ley á un Consejo de guerra ordinario.

He aquí la razón de los numerosos fusilamientos con que han pagado su generoso patriotismo, su locura ó su exaltación liberal, los incontables mártires de la política española; que desde la promulgación de este cuerpo legal hasta la revolución septembrina, osaron resistir las órdenes del Poder ejecutivo; pronunciándose, como todavía se dice hoy en todos los idiomas europeos que han tomado del español este peregrino vocablo, en diverso sentido, ya en favor, ya en contra de las libertades conquistadas ó por conquistar.

Complemento de estas disposiciones, dictadas por el saludable temor de los ejemplos de 1814, fueron otras varias, encaminadas á restar poder y medios al clero que favorecía las facciones absolutistas.

En Mayo fué promulgado el decreto, cuya discusión había tenido lugar durante el mes anterior, ordenando cesar de todo punto la prestación de dinero ú otros equivalentes á la Curia romana por las bulas de arzobispados y obispados, dispensas matrimoniales, rescriptos, indultos y toda clase de gracias apostólicas.

Esta disposición, que levantó enorme clamoreo en los conventos y palacios episcopales, y que no era en verdad la mejor manera de atraerse al clero rebelde, se palió en el mismo cuerpo decretal con un artículo que decía: «.....siendo conforme á la piedad y á la generosidad de la Nación española contribuir al decoro y esplendor de la villa apos

tólica y á los gastos del gobierno universal de la Iglesia», se consignaban á Su Santidad, por ahora y por vía de ofrenda voluntaria, la cantidad anual de nueve mil duros sobre las señaladas en los anteriores concordatos, sin perjuicio de aumentar esta nueva asignación, si en adelante se hallare el Reino en estado de hacerlo.

Todavía se dictó oíra disposición (30 Abril), encaminada á castigar á los eclesiásticos que abusaban de su sagrado ministerio, bajo pretexto del ejemplo que habían dado en las diócesis de Burgos, Osma, Calahorra y Avila algunos párrocos y frailes, que anduvieron en cuadrillas de facciosos, aun en la Cuaresma. En la misma disposición se hacían severas prevenciones y conminaciones á los prelados, obligándoles á dar cuenta de las medidas que hubieran tomado contra los clérigos facciosos. Además, invadiendo jurisdicciones que no eran ciertamente para ejercidas por el Poder legislativo ni por otro alguno secular, se prescribía á los Obispos cómo y en qué sentido habían de publicar edictos y pastorales, y cómo y en quién habían de proveer con preferencia los beneficios y los curatos.

Respondiendo á los lamentables sucesos ocurridos la víspera de la apertura de Cortes en la plaza de Oriente, delante del Palacio Real, y en el que tomaron parte sediciosa los guardias de Corps, las Cortes aprobaron un decreto, extinguiendo definitivamente aquel Real Cuerpo, previniendo á los individuos que lo formaban que, si no resultaban criminales de aquellos sucesos, les serían satisfechos íntegramente sus haberes, hasta proporcionarles colocación en destinos correspondientes á sus circunstancias.

Entre los decretos que en estos días de la segunda legislatura dictaron las Cortes figura otro importantísimo, relativo á la alteración del tipo de la moneda, que más tar

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