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penitencia, estaban ya concluidas en mayo; pero se retrasaron las ejecuciones pensando que sería agradable al piadoso Felipe II este espectáculo que hoy se consideraria como un acto atroz de insigne barbarie. A él asistieron el rey, su hijo, su hermana, su sobrino el duque de Parma, tres embajadores de Francia, el arzobispo de Sevilla, los obispos de Palencia y Zamora, varios electos no consagrados, el condestable y el almirante de Castilla, el duque de Nájera, el de Arcos, el marqués de Denia, el de Astorga, el conde de Ureña, el de Benavente, el de Buendía, el último gran maestre de la órden militar de Montesa, don Pedro Luis de Borja, hermano de San Francisco de Borja, el gran prior de Castilla y de Leon de la órden de San Juan de Jerusalen, don Antonio de Toledo, hermano de los duques de Alba, otros grandes de España que no están nombrados en el testimonio, muchos titulados, la condesa de Rivadabia, y otras señoras grandes de España y tituladas, todos los consejos, tribunales, autoridades, dependientes del palacio, empleados civiles y militares, y un inmenso concurso. De propósito he citado estos personages, para que se juzgue de la especie de solemnidad que se daba á semejantes actos, á los que si unos concurrian por curiosidad, muchos iban en la persuasion de que hacian una obra meritoria y agradable á los ojos de Dios. Tanto pueden el fanatismo y la preocupacion, cualquiera que sea la forma con que se revistan!.....

La tradicion cuenta que Rodrigo Ronquillo, alcalde de Valladolid, se fué derechito al infierno en cuerpo y alma, sin que pueda caber duda, porque la cosa pasó á vista y presencia de una comunidad entera. A pesar de haber muerto quieto y tranquilo en su cama con todos los sacramentos, el dia que lo fueron á enterrar en una capilla del convento de San Francisco, vinieron dos diablos, y sin cuidarse de los exhortos de los frailes, cargaron con el cuerpo del pobre alcalde y se lo llevaron por el techo, dejando un agujero ahumado, que algunas viejas de la ciudad aseguran existia todavía en sus mocedades. Hoy, por supuesto, no hay agujero ni convento. La causa histórica, de donde esta tradicion toma su orígen, consiste en que el 23 de marzo de 1526 el dicho Ronquillo, alcalde de córte por Cárlos V, dió garrote al famoso obispo don Pedro Acuña, gefe de los comuneros, quien huyendo, despues de la batalla de Villalar, fué preso por un alférez llamado Perote en Villamediano y encerrado en la fortaleza de Simancas. Alli el obispo, que se fingia enfermo, asesinó para escaparse al alcaide Diego Noguerol, y Ronquillo, que era á lo que parece hombre tremendo, le dió garrote sin mas miramientos. Al rey no debió parecerle del todo mal la determinacion de su alcalde, segun se deduce de las siguientes líneas que le escribió:

"Yo os lo tengo en servicio, y puesto que eso es fecho, en lo que resta

»que es enviar por la absolucion, yo mandaré proveer que con diligencia se "procure y traiga.»

Once meses tardó en venir el breve del papa desde que se hizo la demanda; pero vino al fin dirigido á don Pedro Sarmiento, obispo de Palencia, por no haberlo todavía entonces en Valladolid, y Ronquillo recibió la absolucion, yendo en penitencia desde el convento de San Francisco á la catedral el 8 de setiembre de 1527. El pueblo, por lo visto, no quedó satisfecho con esto, y lo hizo volar despues de muerto en las garras del diablo, persuadido sin duda de que quien habia dado garrote á un obispo no podia tener perdon de Dios aunque lo absolviese el papa.

Para cumplir la oferta de dedicar algunas líneas á cada uno de los acontecimientos que han hecho célebre en la historia la ciudad que nos ocupa, deberia hablar ahora del trágico fin de don Alvaro de Luna, pero una inesperada aventura que nos ocurrió á mi amigo Mauricio y á mí, me obliga á llevar al lector á otra parte, prometiéndole sin embargo para despues contarle la historia del privado de don Juan II en capítulo especial.

CAPITULO XV.

El caballero de Olmedo.

Al parar nuestra silla de posta en la fonda de Valladolid, habia varias personas á la puerta, como acontece siempre en tales casos. Mauricio se apeó primero, y cuando yo lo iba á hacer, quedé sorprendido viendo que uno de aquellos curiosos se habia colgado del cuello de mi amigo, y le abrazaba con toda la vehemencia y toda la efusion de un castellano viejo. -¡Qué alto y qué buen chico estás! Mauricio, le decia..... hecho un hombre enteramente!.....

-Ya ves, como que tengo veinte y seis años, replicaba mi amigo. Tú tambien estás bueno. ¿Y la Antonia? ¿Y los niños?

-Famosos todos; ahora los verás.....

-¿Cómo ahora? ¿Están aquí?

-No por cierto; están en Medina, pero supongo que te vendrás en seguida.

-No puede ser, viajo en compañía de este amigo.....

Mauricio me señalaba á mí que ya me habia bajado del carruage.

-Se vendrá con nosotros; tus amigos son nuestros.....

-Pero traemos una jornada en el cuerpo, y es preciso descansar. -En hora buena; no nos iremos ahora, pero nos iremos mañana. -Eso es mas razonable, replicó Mauricio, y entramos en el parador. Los mozos habian apeado el equipage, y lo conducian á la habitacion que nos destinaron en la fonda, á la cual nos siguió impertérrito el desconocido. Este, segun pude averiguar pasados los primeros momentos de efusion, era nada menos que un cuñado de Mauricio, que vivia con su familia en Medina del Campo. Mi amigo le habia escrito dándole noticia de nuestro viage á Valladolid, y el hombre se habia ido á esperarnos resuelto á llevarnos á su casa á todo trance, pues hacia ya doce años, desde que se vino á Madrid á estudiar, que Mauricio no habia visto á su hermana. La pretension me pareció justa, y convenimos en trasladarnos á Medina al siguiente dia por la mañana, como en efecto lo hicimos. Dejo á la consideracion de los lectores las muestras de regocijo de ambos hermanos y el acompañamiento de caricias de tres sobrinos, hermosos como ángeles, asi como las atenciones de que seríamos objeto en una casa de mas que medianas comodidades, y entre una familia modelo de virtudes y digna del mayor aprecio, aun sin la recomendable circunstancia de ser la familia de mi amigo. Si alguno quiere hallar todavía restos de nuestras antiguas costumbres patriarcales, si quiere gozar de aquella tranquilidad de espíritu y de conciencia, que formaba la dicha de nuestros antepasados, y que por desgracia ha huido de nuestra sociedad egoista y positiva, que vaya á Medina á casa de la hermana de Mauricio, donde encontrará reunidas todas las felicidades y todos los encantos de la vida; no de esa vida de goces mundanos efímeros, sino de la que eleva el alma á su origen divino, de la que abre el corazon á todas las sensaciones dulces, y lo predispone á la práctica de las acciones loables. Ocho dias que pasamos con la familia de mi amigo han dejado en mi memoria un eterno recuerdo.

Y.

La villa de Medina del Campo ofrece muy poco alimento á la curiosidad del viagero; el hospital general, el magnífico edificio de las Carnicerías, las lagunas de agua salada, el castillo de la Mota, y los restos del antiguo canal ó acequia, son cosas que se ven al instante; sin embargo, hay unida á esta acéquia una tradicion, que voy á contar en seguida, porque presumo no desagradará del todo á mis lectores, y mucho menos á mis lectoras.

«Por los años de 1493, despues de la conquista de Granada, los Reyes Católicos se retiraron á Medina del Campo á disfrutar de la tranquilidad y descanso, que necesitaban tras tanto tiempo de guerras, en que sus armas vencedoras acabaron por plantar el estandarte de la cruz en los arabescos torreones de la Alhambra. Entre los apuestos guerreros que brillaban entonces en la córte, habia uno á quien se designaba tan solamente con el

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