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de enero de 1809, hubo en las mismas puertas de la Coruña, una reñida accion entre las tropas francesas que mandaba el célebre Soult, y las inglesas, cuyo general era sir Juan Moore, que aunque ventajosa para estos últimos, perdieron al intrépido Moore, que recibió una herida mortal de una bala de cañon. Habiéndose despues embarcado los ingleses, la Coruña hubo de capitular el 19, y se posesionó de ella el mariscal Soult, aunque por muy pocos dias, pues la evacuó el 22. El renombrado general Porlier, que por liberal habia sido preso en el castillo de San Anton en 1814, poniéndose al frente de las tropas que guarnecian la plaza, proclamó la Constitucion el 18 de setiembre de 1815, pero habiendo salido de la Coruña á la cabeza de aquellas, con objeto de generalizar el movimiento, fué abandonado de sus infieles soldados, entrando preso en la Coruña á los cuatro dias de su salida. Pocos despues murió en el suplicio. En 1820 la Coruña fué la primera ciudad que secundó el grito dado en la isla de Leon, en favor de la Constitucion. Sitiada la Coruña por los franceses el 18 de julio de 1823, se defendió con bizarría, aunque inútilmente, pues se vió precisada á capitular el 10 de agosto.

El escudo de armas de esta antigua ciudad, consiste en la torre de Hércules, en campo azul rodeada de seis conchas ó veneras, en alusion al antiguo señorío que tuvo la iglesia de Santiago sobre ella, y al pie de la torre dos huesos cruzados y una calavera coronada, en significacion de la fábula de la muerte de Gerion, de que hemos hablado.

Muchos son los hombres ilustres que tuvieron por patria esta ciudad; entre ellos debemos citar á don Francisco Salgado de Somoza, consejero de Castilla, y escritor fecundo, que murió en 1664; don Francisco de Trillo Figueroa, tambien escritor, que publicó entre otras obras, la Neapolisea, poema heróico del Gran Capitan ; y don José Cornide y Saavedra, conocido Y erudito académico de la historia, y escritor.

Cuatro dias permanecimos en la Coruña, y es indecible el trabajo que me costó decidir á Mauricio á dejar esta ciudad que le agradaba en estremo, especialmente por sus bellas habitadoras, que en efecto son interesantes, aunque si hemos de dar crédito á la voz pública, un tanto coquetas. Ignoro si esta opinion es fundada; solo puedo decir que en los cuatro dias de residencia, Mauricio dejó tres intrigas de amor pendientes; pero si esto probase algo contra las coruñesas, lo probaria igualmente contra todas las españolas, porque sabido es que en cuantas provincias habiamos recorrido, á mi amigo le sucedió otro tanto.

CAPITULO XL.

Una justicia del rey don Pedro.

I.

E un perlado que decían don Suero, arzobispo de Santiago, que era natural de Toledo é pariente de los mejores de la cibdad, estaba alli en Santiago, é cuando el rey alli liego, aconteció lo que aqui oiredes. (Crónica del rey don Podro, por Pero Lopez de Ayala.)

EL CONSEJO.

Es el fin de una bella tarde de estío del año de gracia de 1366. En un salon del arabesco alcázar de Sevilla, completamente decorado á la usanza morisca, vese muellemente sentado sobre ricos cogines de terciopelo el rey don Pedro de Castilla. En su semblante están pintadas la inquietud, la desconfianza y la tristeza. Rodéanle algunos de sus cortesanos, entre los que se distinguen el maestre de Calatrava, Martin Lopez de Córdoba, Mateo Fernandez, chanciller del sello de la Puridad, y Martin Yañez de Sevilla, tesorero ó almojarife. Estos tres personages eran los que en la época en que comienza esta historia, gozaban de mas privanza con el inconstante monarca castellano. Ocupaba á los actores de la escena que describimos una importante discusion: tal era el acordar el partido que debería adoptarse en las apuradas circunstancias en que se hallaba don Pedro. Con efecto, el bastardo don Enrique, conde de Trastamara, seguido de un lucido ejército compuesto de franceses, aragoneses y castellanos mal contentos, habia invadido el territorio de Castilla, y se habia hecho proclamar rey en Calahorra, donde alzó el pendon real en la solemne ceremonia su hermano don Tello. Desde alli continuó la conquista del reino, ó mas bien su marcha

RECUERDOS.

TOMO I. 51

triunfal; pues todas las ciudades, ansiosas de sacudir el yugo del rey, le abrian las puertas. Don Pedro en su precipitada huida, abandonó al de Trastamara las cabezas de ambas Castillas, Burgos y Toledo, y disponíase á dejar á Sevilla, á donde se dirigia con la velocidad del rayo el afortunado vencedor. Distintas opiniones dividian al consejo del rey de Castilla y Leon, mas prevaleció la de pedir auxilio al de Portugal, con quien le unian los vínculos de amistad y parentesco. La repentina llegada de un pagecillo suspendió la importante conferencia. «Šeñor, dijo con tímida voz, que revelaba su corta edad, y el temor de desagradar á su terrible amo, dos caballeros desean tener la honra de besar la mano á V. A. en este mismo instante, pues.....» Los ojos del rey brillaron de un modo siniestro, y se fijaron de tal manera en el page, qué éste hubo de bajar los suyos poseido de terror. «¡Rapaz! dijo don Pedro con tono brutal; guárdate otra vez de interrumpir las conversaciones de tu señor, ó ha de costarte caro..... Que entren.» Un instante era pasado, cuando se dejaron ver en la régia cámara dos arrogantes mancebos, cubiertos de lucientes armaduras. El uno parecia contar treinta años, su talla era magestuosa, una gruesa cadena del⚫ oro mas puro circuia su robusto cuello, y un liston rojo terciado sobre el hombro derecho, mostraba que el noble paladin pertenecia á la órden de caballería de la Banda, que fundó el belicoso rey Alfonso XI. El otro caballero era mas jóven, la barba empezaba apenas á sombrear su hermoso y varonil rostro, y vestia una armadura semejante á la de su compañero. Los modales de ambos hacian ver á tiro de ballesta su noble alcurnia, al mismo tiempo que unos turbantillos de tela roja, recamada de oro, que en vez de plumas ornaban sus brunidos cascos, dejaban conocer al menos perspicaz, eran señores de feudo, ó usando el lenguage de la época, de horca y cuchillo. Uno y otro, impulsados de un mismo pensamiento, se arrojaron á los pies del monarca, gritando en voz ahogada por la cólera: «¡justicia! ¡venganza!»-Sorprendidos quedaron el rey y los circunstantes. «¿Qué os sucede?» dijo aquel, y luego con la volubilidad que le caracterizaba, añadió con sonrisa burlona: «¿Justicia me pedís? Dirigios á mi buen hermano Enrique. ¿Venganza? encomendadla á vuestras espadas; yo nada soy ya en Castilla: ¿no es verdad, señor chanciller?» Y volviéndose á este prorumpió en una estrepitosa carcajada. Alzáronse los dos caballeros recien llegados con no simuladas muestras de despecho, y el primero de quien hablamos, contestó al rey con tono enérgico, aunque respetuoso: «Holgáranos en verdad, señor, encontraros mas dispuesto á escucharnos: nunca hubiéramos creido mirase V. A. con tanta indiferencia los asuntos, en que se juega la vida y el honor de sus mas fieles vasallos.» Anublóse el semblante de don Pedro al oir tan amarga como justa reconvencion, y repuso con cortada

voz: «Bien, señores, hablad: yo os creia, en particular á vos, Fernan Perez, militando bajo las banderas del bastardo.-Los Turrichaos, dijo Fernan Perez, que era el de mas edad, saben sellar con su sangre sus juramentos; harto le consta á V. A. Siempre fieles, nunca os abandonarán, ni prestarán homenage á otro señor. En tanto tengamos vida, no han de faltaros vasallos; en tanto poseamos una almena, no os faltarán estados.» Si alguna vez en todo el curso de su borrascosa vida se conmovió el alma del rey don Pedro, fué en este instante, en que abandonado de casi todos los suyos, veia demostrados sentimientos de tan noble lealtad. Tendió, pues, las manos á los dos guerreros, y les dijo con ternura: «¿Qué puede hacer por vosotros, no ya el rey de Castilla, sino vuestro buen amigo don Pedro?-Señor, quisiéramos confiar solo á V. A. nuestra cuita.-Despejad: dijo bruscamente el rey á los circunstantes,» y en el momento se cerraron tras ellos las doradas puertas de la estancia real.

II.

SANTIAGO DE COMPOSTELA.

Dos años antes de la época en que tuvo lugar la escena que acabamos de describir en una hermosa mañana de primavera, las altas torres de la basilica de Santiago, se estremecian al continuado clamoreo de las campanas. La magestuosa música de los órganos llenaba las bizantinas bóvedas de la antigua catedral. Mil blasonadas banderas flotaban por do quier, y un gran palenque alzado en la espaciosa plaza contigua al templo, y al que se veian llegar muchos paladines completamente armados, demostraba iba á celebrarse un torneo. Alegres danzas de aldeanos recorrian sin cesar las calles de la ciudad, todo en fin, anunciaba una solemne fiesta. Tantos regocijos, tenian por objeto celebrar la venida del muy noble y magnífico señor don Suero Gomez de Toledo, arzobispo y señor de Santiago, elevado nuevamente á esta dignidad. Su entrada debia verificarse de un instante á otro, pues se sabia habia llegado ya á su castillo de la Rocha, distante una legua de la ciudad, á donde fueron á recibirle todos los señores feudales del contorno, y otros nobles que le rendian vasallage por su dominio temporal. Bien pronto se dejaron oir las trompas y atabales de los hombres de armas que formaban la guardia del arzobispo. Manejaba éste con gracia y maestria su arrogante corcel árabe, del color del ébano: su arnés estaba

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cubierto de rico paño de brocado, en el que brillaba el antiguo blason ajedrezado de azul y plata de los Toledos, cimado de un sombrero episcopal. El rostro del prelado era hermoso, si bien su mirada tenia una espresion siniestra. No habia alcanzado por su edad, (pues apenas contaba treinta años), la encumbrada dignidad de que se hallaba revestido; debíala si, al valimiento que su noble familia (1) logró siempre con los reyes, no habiéndose sentado hasta entonces un tan jóven sacerdote en la silla metropolitana de Galicia. Cabalgaban agrupados á su alrededor los mas ilustres caballeros de aquel antiguo reino. Alli se veian los Tenorios, los Moscosos, los Osorios, los Correas, los Montenegros, los Salgados y otros ciento que ostentaban su nobleza y gallardía; mas descollaba entre todos, tanto por su bella presencia, como por sus lujosos arreos, Fernan Perez Turrichao, uno de los mas poderosos señores del pais, y apreciado favorito del rey don Pedro, á quien servia en la honrosa clase de escudero. A su lado marchaba su pariente y amigo Alfonso Perez de Gallinato, en cuyo rostro juvenil iban pintados el contento y el placer: contínuas miradas dirigia éste á una de las ventanas ojivas de un viejo palacio, por frente del cual pasaba á la sazon la lucida comitiva. Llenas estaban aquellas de hermosísimas y apuestas damas; mas la que robaba la atencion de Alfonso, era sin duda la mas bella de todas: ¿cuál podia competir con doña Mayor?..... Era hermana de su amigo Turrichao, y su prometida esposa. No le ocupaban á doña Mayor ni la fiesta, ni los ricos atavios que la engalanaban, ni la señalada preferencia que sobre sus compañeras le tributaban mil jóvenes galantes; su mirada estaba fija en los negros ojos del gallardo Alfonso, y se abandonaba sin resistencia á tan dulce fascinacion. Por fin aquella brillante cabalgata, pasó rápidamente cual una exalacion luminosa, y echando pié á tierra los nobles que la formaban, entraron en la catedral, donde el nuevo arzobispo debia por la vez primera dar la bendicion al pueblo que iba á gobernar como prelado y como señor. Pocos instantes duró esta ceremonia, y luego que don Suero quedó instalado en su suntuoso palacio, los caballeros que hasta alli le acompañáran, fueron á cambiar sus ricos y elegantes trages, por las férreas armaduras con que debian entrar en el solemne torneo que iba á celebrarse.

(1) Era don Suero, hijo de Gomez Perez de Toledo, y doña Teresa Alonso, hermano de don Gutierre Gomez de Toledo, maestre de Alcántara.

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