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banos hasta los puestos avanzados de los sitiadores, los que acudieron y se mezclaron con los de la plaza, tratándose unos y otros por breves momentos con la cordialidad de compatricios y de hermanos. La última intimación de Eraso sólo concedía dos horas para la rendición, amenazando de lo contrario con reasumir las hostilidades, amenaza á la que contestó Mirasol que podían los sitiadores romper el fuego cuando quisieran.

Aunque al otro día se arrojaron sobre Bilbao veintiséis bombas y cincuenta y tres granadas, se amortiguó el fuego en el siguiente día, víspera del que señaló el levantamiento del sitio.

Demos cuenta ahora de cómo se verificó la llegada del ejército libertador, retardada por más días de los que calculaban los sitiados, y cuya tardanza hubiera consternado á otro pueblo menos decidido y menos entero que lo era el de Bilbao.

Desde Pamplona, donde se hallaba Valdés el día 12 de junio, se dirigió por Logroño y Haro á Miranda de Ebro, cuidándose menos que de la crisis por que pasaba Vizcaya en hacer evacuar el fuerte de Salvatierra, llave de las comunicaciones entre Álava y Navarra, y punto de incontestable importancia estratégica. Dispuso también que se mejorasen las fortificaciones de Vitoria, alarmando con ello á sus habitantes que temieron se tratase de abandonarlos, y desde el 15 de junio, día en que Valdés se avistó en Berberana con el general Latre, hasta el 25 en que entregó el mando del ejército, no cesó de expedir órdenes contradictorias á Latre y Espartero, disponiendo movimientos que cada día variaba, y en los que constantemente prescribía que no se empeñase acción decisiva con el enemigo, dejando claramente ver en todos sus mandatos, que lo más que con respecto á Bilbao se proponía hacer no pasaba de proyectos, de demostraciones ó amagos de marchar sobre la villa sitiada, sin otro más decidido propósito que el de llamar la atención del enemigo, pero sin mostrar en ninguna de sus órdenes la determinación de marchar en socorro de la plaza. De esta manera y según resulta claramente probado por el extracto de un diario de las operaciones de aquellos días, obra de un ayudante del general Latre, diario que inserta el señor Pirala en su Historia de la Guerra civil, el último de estos generales y su compañero Espartero que mandaba fuerzas, si no superiores á las de los sitiadores en suficiente número para haber acudido en socorro de Bilbao, se vieron paralizados, y so pena de incurrir en la gran responsabilidad de cargar con las consecuencias de un encuentro, cuyo peligro era señalado por el general en jefe, tuvieron que renunciar á su propio albedrío y mantenerse situados á no larga distancia de la plaza sitiada, pero sin emprender movimiento alguno dirigido á acudir en su auxilio.

La incontestable prueba de que la inacción en que permaneció el ejér cito desde el día en que Zumalacárregui se presentó delante de Bilbao hasta el 1.o de julio en que se levantó el sitio, si no fué voluntaria fué inconcebible error de apreciación de parte del general Valdés, aparece de las siguientes líneas del ya citado diario: «El día 26 de junio al amanecer recibió Latre un oficio duplicado del general la Hera, por el que le notificaba haber tomado el mando del ejército de operaciones, y le ordenaba regresar con las divisiones al valle de Loza por los pasajes menos expues TOMO XX

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tos, encargando le diese aviso del recibo y cumplimiento de dicha orden. la que fué contestada por Latre haciendo presente que acababa de recibir dos comunicaciones firmadas del general La Hera, pero que temiendo fuesen supuestas, difería su cumplimiento haciendo en el entretanto presente á S. E. que Bilbao contenía una guarnición numerosa, inmensa riqueza, y que su entrega era, según se decía, el plazo en que debía el Pretendiente recibir su empréstito; que nacionales y extranjeros tenían fija su mirada sobre nuestro ejército, y que si se daba el escándalo de tan inconcebible abandono, iba á recaer sobre ellos la ignominia; que quedaba esperando órdenes que no pudiese dudar fuesen emanadas de S. E., y manteniendo á Bilbao y el puesto cuanto le fuese posible. El general Espartero, á quien animaban los mismos deseos que á Latre, propuso á éste verse con el general La Hera y convencerle de la necesidad de venir sobre Bilbao, y á pesar del mal estado de su salud, montó el último á caballo y no paró hasta encontrarlo.

>>Dirígense juntos á Portugalete el 30, y á poco de emprender la marcha recibe La Hera por extraordinario la real orden aceptando su dimisión del mando del ejército de reserva. Dispone entonces hacer alto, reune á los generales y jefes de brigada y les comunica reservadamente las órdenes y estar dispuesto á su cumplimiento continuando de simple voluntario, pero discutida la cuestión, acordaron por unanimidad todos los jefes que La Hera conservase el mando.

>> Ya en Portugalete, se celebró una junta de generales y jefes de brigada, á los que manifestó La Hera había sido aceptada su dimisión del mando del ejército de reserva conferido á Latre, y que se había nombrado á Córdova jefe interino del del Norte; que se veía en la obligación de entregar el mando á los dos citados generales, aunque no por eso dejaría de concurrir personalmente y como simple voluntario á las operaciones que se dispusieran. Estuvieron todos unánimes en que conservase el mando La Hera hasta la presentación de Córdova, conciliando así el debido respeto á las órdenes del gobierno con el interés de la causa pública y la salvación de Bilbao. Latre dijo que haría dimisión de su faja en el caso de que se resolviera lo contrario, y Espartero exclamó en alta voz: Mándeseme tomar las posiciones y franquear el punto de Burceña con cuatro soldados y yo, pero no se me obligue á emprender una retirada vergonzosa. Decidióse por todos unánimemente marchar en socorro de la plaza.»>

El acta de los generales que patrióticamente decidieron acudir en auxilio de Bilbao, sin órdenes terminantes del gobierno ni del general en jefe para ejecutar tan importante movimiento, es un documento de tan señalada importancia histórica, que no puede menos de ser contado entre los más señalados hechos del reinado de doña Isabel (1).

El ejército siguió su marcha sobre Bilbao y los carlistas se retiraron á su aproximación, como lo habrían hecho mucho antes si Valdés hubiese obrado con la decisión que, menos obligado á mostrarla y cargando con mucha mayor responsabilidad, adoptó La Hera y los generales que resolvieron la marcha sobre Bilbao.

(1) Véase el documento núm. I.

La esforzada villa vió entrar el 1.o de julio en sus muros tintos con la sangre de sus valientes hijos y entre las aclamaciones de un pueblo agra decido diez y siete batallones de la reina, á los que acompañaron ó siguieron igual o superior número que fueron sucesivamente aproximándose á las orillas del Nervión.

Dos días después se ponía al frente del ejército don Luis Fernández de Córdova, cuyo mando en calidad de general en jefe interino preparó su merecido ascenso á la propiedad de un puesto que supo realzar con su patriotismo y sus dotes militares.

Hemos visto en qué manera don Francisco Benito de Eraso, que tomó el mando del ejército al retirarse herido Zumalacárregui, condujo las operaciones del sitio, pero es curioso conocer cuán señaladamente se hizo sentir la falta del hombre de guerra desde el instante en que la autoridad que su presencia ejercía dejaba libre esfera á las intrigas y á las torpezas predominantes en la corte de don Carlos.

Sabido que hubo este príncipe que el herido debía ser reemplazado, llamó á don Rafael Maroto á quien instó fuese á dirigir el sitio, y con tanta premura quiso que partiese, que no le dió tiempo para recibir de manos del ministro de la Guerra instrucciones escritas, las que ofreció le alcanzarían en el camino; mas al llegar al cuartel general el que creía ir á ocupar el lugar de Eraso, se encontró con que el ministro de la Guerra le prevenía haber S. M. resuelto que permaneciese Maroto á las inmediatas órdenes de aquel general interin éste no dejase el mando para atender á la curación de su enfermedad, según lo tenía solicitado; á lo que añadía el ministro en su comunicación á Maroto que éste debía observar las operaciones de Eraso y comunicar al Rey cuanto notase, pues se había llegado á entender que aquél mantenía inteligencias con los jefes de la plaza.

Al mismo tiempo que la corte del Pretendiente establecía este género de espionaje entre los más caracterizados de sus servidores, llamaba don Carlos á un tercero en discordia, que se hallaba en Bayona, al tristemente célebre don Vicente González Moreno, el ex gobernador de Málaga, que espontánea y arteramente ofreció su persona y las tropas de su mando al general Torrijos para hacerle caer en un lazo, apoderarse de su persona por engaño y fusilarle traidoramente después. A este mismo aleve soldado se dió el mando en jefe del ejército sitiador, y apenas lo hubo tomado, destacó Moreno once batallones á efectuar un movimiento envolvente sobre la retaguardia del ejército que por Portugalete conducían los generales La Hera, Espartero y Latre en socorro de Bilbao; pero había calculado tan mal el ex gobernador de Málaga las distancias y las dificultades del terreno que debían franquear sus batallones, que no solamente no llegaron á tiempo de coger entre dos fuegos al ejército liberal, sino que avanzando éste sobre Eraso, á no haberse retirado precipitadamente el general carlista, hubiera experimentado una gran catástrofe.

İnterin se verificaban estos sucesos, Zumalacárregui conducido en hombros de sus granaderos llegaba á Durango, desde donde á instancia suya fué llevado á Cegama. Allí tuvo la debilidad de entregarse en manos de un curandero llamado Petriquillo, célebre en el país por casuales ó

supuestas curas, pero á quien habiendo conocido Zumalacárregui de muy atrás, tuvo la flaqueza de darle mayor crédito que á los experimentados cirujanos que en gran número acudieron á su asistencia.

Todos los facultativos juzgaron no ser de gravedad la herida, pronosticando que podría montar á caballo al cabo de dos ó tres semanas.

Pero era síntoma de algún cuidado el que la bala que había penetrado por cima de la rodilla derecha no hubiese sido extraída, incomodando sobremanera al herido, que impaciente de la extracción del proyectil prestóse y aun exigió se procediese á la operación. Mas verificóse ésta con tan poco acierto por Petriquillo, que después de efectuada la extracción de la bala, cuando el operador satisfecho y el paciente confiado creían haber cesado el peligro, entróle al herido un temblor convulsivo, infalible síntoma del próximo fin del grande hombre que tan incautamente fió su vida á manos de un vulgar curandero.

Tuvo sin embargo Zumalacárregui tiempo para disponerse á morir cristianamente, y tratándose de que hiciera testamento, la cláusula dispositiva en punto á herencia no fué otra que la siguiente: Dejo mi mujer y tres hijas, únicos bienes que poseo; nada más tengo que poder dejar.

Así terminó su carrera, dice su biógrafo el general Zaratiegui, el héroe carlista á los cuarenta y seis años de edad y á los diez y nueve meses de haber comenzado su campaña. Zumalacárregui fué sepultado vestido con la mejor ropa que poseía, y como nunca se hizo uniforme de general, se le puso frac, pantalón y corbata negra, chaleco blanco y la gran banda de San Fernando, siendo ésta la misma de que don Carlos con su propia mano le revistió á consecuencia de las acciones del 27 y 28 de octubre, y todavía aquel adorno lo llevó á la sepultura incompleto, pues sólo consistía en la banda, sin la placa ni la cruz. El funeral se celebró el 25 por los curas del pueblo, acompañando al cadáver varios parientes y amigos del difunto y sus ayudantes.

El vacío que en su partido dejaba aquel hombre extraordinario, tuvo mayor eco y fué más exactamente apreciado por la opinión pública en Europa, que lo estuvo por la menguada corte del Pretendiente, á cuyos secuaces se quitó un gran peso de encima con la desaparición del hombre ante cuya superioridad habían tenido que bajar la cabeza.

Según datos recogidos por el cronista de la guerra civil, la nueva del fallecimiento de Zumalacárregui no arrancó de labios de don Carlos otras palabras que las siguientes: ¡Altos juicios de Dios! ¡son cosas que Dios hace!

La decencia y el bien parecer arrancaron á despecho de esta frialdad el decreto de don Carlos que figura al final del capítulo bajo el número II, por el que se nombraba capitán general al difunto, y se concedía á su viuda el sueldo entero que á aquél correspondía como teniente general de los reales ejércitos, designándose además una pensión de dos mil reales anuales á cada una de sus tres hijas.

DOCUMENTO NÚM. I

ACTA DE LA REUNIÓN DEL 30 DE JUNIO DE 1835 EN PORTUGALETE

En la villa de Portugalete, á las siete de la tarde del día treinta del corriente, se reunieron en la casa alojamiento del Excmo. Sr. don José Santos de La Hera, general en jefe interino del ejército de operaciones del Norte y por orden suya los mariscales de campo don Manuel Latre y don Baldomero Espartero; los brigadieres barón del Solar de Espinosa, don Federico Bermuy, don José Clemente Buerens, barón de Meer, don Marcelino Oraá, don Santiago Méndez Vigo, don Juan Tello, don Felipe Rivero, don José María Chacón, don Manuel Gurrea y don Evaristo San Miguel; los coroneles don Froilán Méndez Vigo, don Segundo Ulibarri, don Lorenzo Cerezo y don Joaquín Ponte, todos jefes de división, de brigada y de otras varias dependencias en el referido ejército de operaciones. S. E. sometió á su deliberación dos puntos esenciales. Primero, que habiendo recibido en la mañana de aquel día su exoneración del cargo efectivo que ejercía de general en jefe del ejército de la reserva, con orden de entregar su mando al general don Manuel Latre, no podía considerarse como general interino del ejército de operaciones. Segundo, que habiendo recibido asimismo la comunicación de que el mariscal de campo don Luis Fernández de Córdova estaba nombrado general en jefe del referido ejército de operaciones, y muy próximo á reunirse á las tropas de su mando, tenía sobre sí una gravísima responsabilidad, cualesquiera que fuesen las operaciones que emprendiesen las tropas de la Reina acantonadas en Portugalete y acampadas en sus alrededores. Por una parte parecía estar indicado por las circunstancias y la fuerza misma de las cosas, que dichas tropas, tan superiores en número á las de sitio presentadas por los enemigos, marchasen adelante y las buscasen, consiguiendo con el levantamiento del asedio uno de los triunfos más importantes, que sobre influir de un modo ventajoso en el crédito de nuestras armas, libraría de las angustias de su apurada situación á un pueblo rico de un gran peso como plaza de comercio y digno por sus esfuerzos de un socorro á tiempo por los verdaderos defensores del trono de Isabel II y de la patria, además de lo que se debía á su valiente guarnición que tan heroicamente peleaba contra sus encarnizados enemigos. El retroceder, después de haber adelantado hasta este punto, debía producir los efectos más funestos, tanto en la parte física como en la moral de las operaciones de la guerra, abatiendo el ánimo de los defensores de la Reina y confesando indirectamente de un modo vergonzoso su inferioridad con respecto á los rebeldes. Mas por otra parte, las órdenes terminantes que se habían recibido del gobierno de no aventurar empresa alguna que pudiera comprometer la suerte de las armas, y la consideración de hallarse tan próximo el general que se iba á encargar del ejército, arredraban á dicho general interino, haciéndole ver las graves consecuencias que se seguían y su terrible responsabilidad en caso de ocurrir una desgracia, que aunque no probable é inverosímil, tampoco se hallaba en la esfera de las cosas imposibles.

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