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de la propia sangre del caudillo liberal, que salió herido en aquella sangrienta jornada.

Después de este brillante hecho de armas tuvieron lugar otros dos encuentros, el primero en Sollabe y el segundo en Urigosti, en los que, como era ya habitual desde que los carlistas se habían organizado, ambos beligerantes experimentaron pérdidas casi iguales, como sucedía siempre que los combates no eran decisivos.

Antes de ocuparnos de las operaciones que emprendió en las Provincias Vascongadas y en Navarra el general que sucedió á don Jerónimo Valdés, conviene, para formar idea del fiero desarrollo que debía tomar la guerra civil, enumerar el estado en que se hallaban las facciones en las demás provincias del reino.

Las de Cataluña fueron las primeras que respondieron al llamamiento insurreccional de los navarros y de los vascongados. No tardó en presen tarse en las provincias del antiguo Principado un fenómeno bastante parecido al que habían ofrecido en el transcurso de la segunda época del régimen constitucional. En las ciudades populosas, como Barcelona y demás capitales, en los pueblos fabriles, y por lo general en los dilatados valles que forman los llanos de las provincias catalanas, la opinión liberal predominaba entre la mayoría de sus habitantes; por el contrario, en la parte montuosa y entre las clases agrícolas, merced principalmente al influjo del clero, prevalecía la afección á don Carlos. El capitán general Llauder sacó todo el partido posible de la buena disposición de las clases ilustradas y de los industriales, y formó batallones de voluntarios urba nos, haciendo cuanto pudo por vigorizar el espíritu público.

Algo más importante hubiera podido alcanzar por aquel tiempo, como más tarde lo consiguió, la causa carlista, merced á los grandes esfuerzos hechos por sus partidarios, si no hubiese fracasado la estratagema de la que fué protagonista el infante don Sebastián. Presentóse éste en Barce lona después de haber jurado fidelidad á la reina, y por consiguiente antes de haber ejecutado acto alguno de rebeldía, y fué, como no podía menos de ser, recibido por el capitán general Llauder con las consideraciones debidas á un infante y á un capitán general del ejército español. Acompañaban á don Sebastián varios conjurados carlistas, circunstancia que puso en alarma al capitán general y le autorizó á hablar al infante con suma energía, sin que, sin embargo, le fuese lícito proceder contra quien aun no se había entregado á ningún acto ostensible de rebelión. Don Sebastián llevaba evidentemente á Cataluña el intento de madurar y de dirigir la insurrección que activamente preparaban los partidarios de don Carlos desde el punto en que se consideró en peligro la vida del rey, pero hubo de intimidar al infante la actitud de Llauder y abandonó á Barcelona sin ulterior procedimiento.

Mas audaz ó más confiado Romagosa, destinado á dirigir la insurrec ción catalana después que hubo estallado el gran pronunciamiento de octubre del año anterior, y designado ya como su futuro jefe, marchó á Génova, donde protegido por el gobierno sardo y provisto de recursos fletó un bergantín bajo la bandera de aquel reino y á su bordo arribó á las playas de San Salvador, donde se ocultó en casa del párroco de Selvas,

consagrándose á dar impulso á sus planes; pero Llauder, cuya policía era muy activa, seguía con vigilancia los pasos de Romagosa que, aprisionado á pocos días después, pagó con su vida un celo del que no pudo utilizarse la causa que servía.

Si en las provincias del Norte era ya compacta y temible la organización militar de los carlistas al terminar la primavera de 1834, hallábase todavía muy en embrión en las provincias del Este. La contigüidad de los territorios de Cataluña y Aragón ocasionaba que respectivamente se corrieran las fuerzas de uno y otro bando más allá de sus confines oficiales, eventualidad que en los primeros días de abril vino á realizarse junto á la población de Mayals, fronteriza entre las provincias de Tortosa y Teruel. Concurrieron á aquella acción Carratalá y Bretón, y por los carlistas Carnicer y Cabrera, todavía subordinado de este último cabecilla, al que debía antes de mucho reemplazar.

Hemos hasta ahora guardado silencio sobre el hombre que tan ancho lugar debía ocupar en la guerra de los siete años, reservando para el momento en que Cabrera reasumió el mando superior de Aragón y territorios limítrofes, dar á conocer al que después de Zumalacárregui ha sido la segunda figura del carlismo militante. Es fama que el futuro conde de Morella hizo su aparición en las filas del partido al que debía hacer tan señalados servicios, en los días en que las fuerzas mandadas por Bretón sitiaron á Morella, y corren versiones sobre que el recluta adolescente que tanta fama de valiente estaba destinado á adquirir, pasó rápidamente en dicho día de la timidez hija de la sorpresa y de la novedad á la posesión de aquella sangre fría y arrojo que caracteriza á los veteranos.

Este futuro personaje carlista, reducido al papel de segundo todavía de Carnicer, combatió esforzadamente en los campos de Mayals, jornada en la que los carlistas se propusieron extender su base de operaciones ligando las comunicaciones de sus columnas en Cataluña y Aragón. Pero todavía no había llegado el momento de que Cabrera imperase soberanamente en el Maestrazgo, y sólo cupo en suerte á los carlistas dejar en la jornada de Mayals trescientos hombres tendidos en el campo y setecientos prisioneros en poder de los generales cristinos.

A aquella época pertenecen algunos otros hechos de armas, que si bien no reclaman lugar preferente, no deben ser del todo pasados en silencio. Es uno de ellos el relativo á un ingenioso ardid de Cabrera, por medio del cual sorprendió algo cómicamente á los urbanos de Villafranca del Cid. Presentóse el caudillo carlista en este pueblo con algunos de los suyos á quienes había hecho revestir uniformes aprehendidos á los soldados de la reina caídos prisioneros en Morella. Entrado que hubo en Villafranca llamó al alcalde y le invitó á reunir á los nacionales para marchar juntos en busca de los carlistas. Sonó el tambor, y habiendo acudido los urbanos al llamamiento y formados que estuvieron en la plaza, dirigióles Cabrera la palabra en los términos siguientes: «No he engañado á ustedes al mandar que se reuniesen para perseguir á los carlistas. Aquí estamos, yo soy Cabrera, empecemos, pues, el combate; pero si ustedes quieren, si lo creen más prudente, entréguenme las armas y vuelvan á sus faenas. >>

Prefirieron seguir este consejo los urbanos y no hubo derramamiento de sangre.

Sin haberse todavía arraigado en el Maestrazgo el absoluto dominio. que más tarde debía asentar Cabrera en aquella comarca, recorrían los carlistas con impunidad todo el territorio del bajo Aragón. El 28 de marzo el fuerte de Daroca se entregaba á Carnicer, y casi al mismo tiempo la ciudad de Calatayud veía entrar en sus muros á los carlistas, refugiándose en Zaragoza la corta fuerza que la custodiaba.

En los últimos días del mes de mayo Carnicer, batido por Nogueras, recogió sus dispersos, y algún tanto rehecho tuvo un encuentro con el coronel Mazarredo, el que auxiliado á tiempo por Nogueras evitó el descalabro. Irritados los carlistas de no verse tan bien servidos como lo requería el éxito de sus movimientos, maltrataron á los ayuntamientos, conminando con pena de muerte á los que no les dieren anticipadas noti cias de la situación del enemigo. Poco después hubo un combate en Ariño que no fué del todo ventajoso á las armas de la reina, habiendo éstas sufrido mayor pérdida que las que causaron al enemigo.

Un hecho que la historia debe consignar tuvo lugar por aquel tiempo. Ofició Cabrera al gobernador de Tortosa, proponiéndole el canje de los prisioneros que había hecho en Alfaro por los carlistas que aquél había aprehendido en sus domicilios. propuesta que, lejos de ser acogida por aquella autoridad, no sólo dispuso el fusilamiento de aquellos desgraciados, sino que redujo á prisión á la madre de Cabrera como medio de garantizar la vida de los prisioneros de Alfaro, resolución á la que tuvo el jefe carlista la templanza de contestar poniendo en libertad á sus prisioneros en la esperanza no realizada de que su madre lo fuese igualmente.

Alarmados los jefes liberales que operaban en Aragón por el incre mento que tomaban los carlistas, mostrábanse activos en perseguirlos, y los atacaron entre Verje y Allora, donde les mataron cuarenta hombres, haciendo buen número de prisioneros, á los que cupo la bárbara suerte de ser fusilados, según la implacable política reinante en aquel tristísimo período de la guerra civil.

Habían sido igualmente batidos Quílez en Zornoles y Forcadell en Cinctorres, de resultas de cuyos descalabros buscaron refugio en sus gua ridas; suerte que igualmente cupo á Carnicer, y presentóse tan risueña en aquellos días la campaña para los liberales, que engreídos con la esperanza de terminar pronto la guerra, permanecieron ociosos bastante tiempo, dando así lugar á Cabrera para que reorganizase su gente, tomase la ofensiva en fines de setiembre, y pusiese sitio á Beceite. No consiguió tomar el pueblo, habiendo sido sus defensores oportunamente auxiliados por una columna liberal. Mas pocos días después obtuvo Carnicer la ventaja de apoderarse de Barberán, cuyo fuerte se le rindió, siendo fusilados todos aquellos de sus defensores que no consintieron en ingresar en las filas carlistas. En uno de los referidos encuentros habidos en aquellos días hallóse Cabrera en peligro de caer prisionero. Sorprendido en Abejuela y sin tener tiempo para montar á caballo, procuró salvarse á pie, pero á la salida del pueblo, un soldado del regimiento de Valencia le asió por los faldones de la levita, cuando dando Cabrera una fuerte sacudida, se pre

cipitó por un barranco, ocultando su presencia en las fragosidades del monte, y logrando por la noche reunirse á los suyos.

No fué más feliz para Carnicer su tentativa de apoderarse del pueblo de Cortes, de donde fué rechazado con pérdida, desbandándose su gente diezmada á balazos por los urbanos movilizados que habían tomado posición en una emboscada, batida en la que perdieron los carlistas más de doscientos hombres y el rico botín fruto de sus excursiones en la provincia de Teruel.

Los prisioneros hechos por los liberales en número de otros doscientos hombres fueron enviados á Valencia, donde los dedicaron á obras públicas, siendo otros deportados á Ultramar.

Tan poco lisonjero era al finalizar el año de 1834 el estado en que se hallaban las facciones de Aragón, que apelaron al sistema de dividirse en pequeñas partidas, que se dispersaban para reaparecer de nuevo cuando á ello convidaban las circunstancias.

Entonces fué cuando Cabrera, preocupado con las dificultades con que luchaba la causa que servía, determinó marchar á Navarra con objeto de hacer conocer á don Carlos la situación en que en aquellas provincias se hallaban sus defensores. Realizado su propósito, el futuro conde de Morella púsose en camino el 20 de diciembre. acompañado de una sola persona que lo fué el comandante don Francisco García, y agitado por la penosa preocupación de salvar los peligros de una peregrinación que le obligaba á atravesar territorios dominados por las tropas de la reina.

Aunque los hechos concernientes á la guerra civil que ardía fuera del territorio de las Provincias Vascongadas, Navarra, Cataluña y Aragón y demás de que nos hemos ocupado hasta ahora, tuvieron lugar antes de que comenzara el año de 1835, consideramos preferible, como siendo más claro y metódico, hacerlos entrar en el cuadro de los sucesos de guerra que vamos bosquejando que separarlos para seguir el orden cronológico, en cuyo caso habría que mezclarlos con los hechos de carácter político, diplomático y administrativo, que constituyen el verdadero trazado histórico de una época que tanto abunda en acontecimientos prolijos al par que variados.

A las facciones que en Aragón pululaban, reclutándose fácilmente y dispersándose sin acabar de estar organizadas, hay que añadir en Aragón las de Forcadell, antiguo oficial del ejército; Polo, que estaba en igual caso; Arnao, que después casó con una hermana de Cabrera, y los paisanos Vallés y Arévalo, que también salieron á guerrear; ninguno de los cuales, sin embargo, realizaron por entonces hechos que merezcan ser relacionados.

También en Asturias y en Galicia se levantaron facciones por Mata, Villanueva, Terrero, Vals y otros cabecillas, los que del mismo modo que Villanueva y Sánchez Seoane en Galicia no lograron establecer en aquellas provincias focos permanentes de insurrección, habiéndose reducido sus expoliadoras correrías á meros síntomas del estado general de pertur bación en que el movimiento carlista tuvo durante aquel año á las diferentes provincias del reino.

Pero ni la decisión de Llauder, de la que queda hecho mérito, ni el buen espíritu de los liberales de Cataluña, bastaron para contener una

primera explosión que capitanearon los antiguos partidarios Rey y Galcerán. Ambos insurrectos cayeron derrotados, pagando el primero con su vida su exagerado realismo, habiendo tenido el segundo que buscar refugio en Francia; derrotas que no bastaron á contener la audacia de otros guerrilleros que no tardaron en salir á la palestra. Fueron entre ellos los más señalados Tristany, Llanga Ros, Buzón Villera y algunos más que no cesaron de agitarse en la provincia de Gerona, en la de Lérida y en las montañas de las de Tarragona y Barcelona.

En Castilla, además de cuanto queda dicho concerniente á Merino, un antiguo compañero de este cabecilla intentó sin éxito asentar los reales de la insurrección en la provincia de Zamora. Otro tanto y con mejores resultados intentóse por don Juan Manuel Balmaseda en la provincia de Soria, y no quedaron rezagados los antiguos guerrilleros Locho y Palillos que muy pronto infestaron la Mancha y los montes de Toledo; pero las operaciones de los carlistas manchegos no debían dar para su causa otro resultado que el de vejar á los pueblos y el de debilitar al gobierno, impotente para impedir ó castigar las exacciones, secuestros y robos á que aquellos forajidos no cesaron de entregarse.

Más ruidosa y amenazadora que la de la Mancha se anunció la insurrección del Maestrazgo. En los primeros días del mes de diciembre de 1833, el gobernador de la plaza don Carlos Vitoria, secretamente afiliado á la bandera carlista, alzó pendones por don Carlos, proclamándolo oficialmente y entregando el mando de la plaza y de su distrito al barón de Hervés, hidalgo solariego, quien se puso al frente de la Junta por él formada, en la que entraron, entre otros eclesiásticos, el prior de San Agustín y el guardián de San Francisco. Noticioso del suceso el gobernador militar de Tortosa don Manuel Bretón, púsose inmediatamente al frente de una columna de seiscientos hombres, con los que marchó decidido á recuperar la plaza. Salió de ésta alguna fuerza para disputar el paso á la columna, pero tan mal mandada ó mal dispuestos se hallaron los de Morella, que emprendieron la fuga al recibir las primeras descargas de los tiradores de Bretón, buscando en seguida refugio al abrigo de los muros de la plaza. Regularizado que fué el sitio, no creyó el barón de Hervés poder defenderse, y aprovechando la oscuridad de la noche salió de Morella, acompañado de la Junta y de los comprometidos, tomando el camino de Calanda, ínterin Bretón se posesionaba de la plaza en nombre de Isabel II el 10 de diciembre de 1833.

No pudo el de Hervés mantenerse en Calanda, donde fué atacado por la columna al mando del jefe Linares, á la que, aunque trató de resistir, hiciéronlo tan débilmente los carlistas que fueron puestos en fuga, dejando el campo cubierto de cadáveres, y en poder de los vencedores la mujer y tres hijas del barón de Hervés. De resultas de este desastre hubo en el campo carlista disensiones, habiendo estado á punto de venir á las manos unos contra otros. El desgraciado barón de Hervés cayó á los pocos días prisionero y juntamente con don Vicente Gil, comandante de los realistas. de Liria, y don Carlos Vitoria, ex gobernador de Morella, pagaron con su vida el errado cálculo que les llevó en aquellos días de odiosas represalias á levantar bandera en favor de don Carlos.

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