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la España del siglo XIX, sobre las agonías de la España teocrática y absolutista.

DOCUMENTO NÚM I

CARTA DE DON CARLOS Á ZUMALACÁRREGUI

Mi real ánimo y corazón se hallan dulcemente afectados há ya muchos días, al contemplar los heroicos esfuerzos que hacen en favor de la religión y de la legitimidad de mis derechos las provincias de Álava, Guipúz coa, Navarra y Vizcaya, á quienes nombro sin preferencia siguiendo sólo el orden alfabético. Mis reales sentimientos manifestados en la alocución adjunta, quiero que se publiquen á la faz del mundo entero: tratad, hijos míos, de reimprimirla con este grande objeto, pues vuestros hechos oscurecen ya el heroísmo de los pueblos. Más de una vez os he dirigido mis juicios ó cartas, pero estoy con el sentimiento de que quizá no han llegado á vuestras manos.

Digno jefe Zumalacárregui; os encargo que hagáis presente mi real gratitud á todos los que mandan las divisiones, y también á la Junta de esas cuatro provincias. Confirmo cuantos grados militares haya dispensado ó los que vos y demás hayáis concedido, y la autorizo para esto y cuanto sea necesario y oportuno al grande fin que os habéis propuesto, para lo que deposito esta parte de mi autoridad soberana. Trabajad con unión y alejad de vosotros todo espíritu de discordia y aun los más impercepti bles elementos de división. Fijad sólo los ojos en el corazón de Dios, en mí y en la nación española. Vosotros sabéis lo que conviene á esas provincias en el orden civil y administrativo. Sentado sobre mi solio he de conservar sus fueros. Para todo os revisto de la facultad necesaria y oportuna. Os dirijo también el decreto de ley penal que he mandado publicar, con el objeto de prevenir las violencias del gobierno usurpador. Como no se pueden multiplicar escritos, vos, el mariscal de campo de mis ejércitos, don Tomás de Zumalacárregui, pondréis en conocimiento de la Junta y demás jefes militares toda esta mi soberana voluntad. A los oficiales, soldados y pueblo, manifestaréis mi amor. Obrad con prudencia, sí, pero con desembarazo, porque hijos tan amados por sus virtudes deben proceder con libertad, pues tienen á su favor todo el lleno de la voluntad de su padre. Este es el concepto bajo el que me habéis de mirar y la preciosa joya de mi corona. Si alguna vez fuera conveniente conceder gracias á los jefes y demás de la Reina viuda, todos tenéis mi autoridad.-Palacio de Villarreal, 18 de marzo de 1834.-CARLOS, rey de España.

DOCUMENTO NÚM. II

PROCLAMA DE ZUMALACÁRREGUI AL EJÉRCITO DE LA REINA

Soldados: El genio del mal os arrastró inconsideradamente hasta poneros en el borde del precipicio: su objeto reducido tan sólo á armar españoles contra españoles para llevar adelante sus atroces planes, únicamente

se complace en abrir nuevas heridas, sin haberse todavía cicatrizado las profundas que dejó el aciago tiempo del sistema constitucional. Cuando las naciones extranjeras trataron en diferentes épocas de imponer el yugo de la servidumbre á la heroica España convencidas de que sus esfuerzos no podían superar el valor de sus naturales, se valieron del mismo inicuo medio que hoy emplea la revolución; desengañaos: en el día todo se dirige á igual fin: reflexionad por un momento y fijad la vista en vuestra patria; haceos cargo de cuanto en ella pasa y veréis que el número de los que aman á Carlos V es infinitamente superior al de los que quieren á una niña que no cuenta con más apoyo que el de unos hombres constantemente avezados con la relajación y el desorden. Convenceos que sobre hallarse ajena de derecho al trono, esos mismos que figuran defendérselo, están muy lejos de pensar en la estabilidad de un gobierno monárquico. No lo dudéis: siempre han sido enemigos de la monarquía, y es imposible que ahora puedan ser sus defensores. Volved, pues, del error en que os halláis; nuestro católico monarca Carlos V ama á todos los españoles como á sus más tiernos hijos, y su corazón paternal no puede sufrir el amargo dolor que le causa verlos bañados en sangre. Deponed esas armas, retiraos á vuestras casas, y allí dedicaos tranquilamente á vuestros trabajos; y si pensáis no hallar en ellas seguridad, venid á las filas de la lealtad donde seréis recibidos como hermanos. Yo os prometo en el real nombre del Rey nuestro señor, y en uso de las regias facultades que se ha dignado conferirme con fecha 18 de marzo último, que seréis indultados por el crimen en que algunos habéis podido incurrir, en haber tomado voluntariamente las armas contra su soberanía, con tal que lo verifiquéis en el término de veinte días: esta promesa es sagrada é inviolable; aprovechaos de ella, y de este modo, libre la patria de los males que le estáis causando, recobrará su tranquilidad y volverá á ser admirada de la Europa entera.—Cuartel general de Elizondo, 20 abril de 1834.-El comandante general en jefe de Navarra y Guipúzcoa, Tomás de Zumalacárregui.

CAPÍTULO V

EL ESTATUTO REAL

Relaciones exteriores.-El tratado de la cuádruple alianza.-Generalato de Rodil.— Llegada de don Carlos á las provincias del Norte.-Acciones de Puente la Reina y de las Peñas de San Fausto.-Operaciones hasta la terminación del mando de Rodil.

La guerra civil fuera del territorio vasco-navarro iba en incremento, y aunque en casi todas las provincias había gérmenes favorables à la rebe lión, sólo en Cataluña y en Aragón tomaba aquélla un carácter imponente. Con frecuencia las partidas carlistas cruzaban las dos Castillas, y á su abrigo mantuviéronse por largo tiempo las facciones de la Mancha, aunque jamás pudieron éstas ganar territorios que dominasen como sucedía en las provincias del Este.

Bastante dejamos dicho acerca de las operaciones militares que llenan

el período del ministerio Cea más inmediato al fallecimiento de Fernando VII, así como á las que tuvieron lugar en los primeros meses del gabinete de Martínez de la Rosa. Tiempo es de hacernos cargo de los graves sucesos que en el orden político cambiaron las condiciones de la gobernación del Estado.

El consejo de gobierno, habiéndose mostrado tácitamente en favor de la reunión de las antiguas cortes del reino, haciéndose en ello eco de las consideraciones á que tanto peso habían dado las dos célebres exposiciones de Quesada y de Llauder, ponía, digámoslo así, sobre el tapete la cuestión constitucional, ya de por sí bastante iniciada por la presencia. del ministerio de Martínez de la Rosa y de Garely. El primero de estos hombres de Estado tenía, por decirlo así, en su mano la medida de las concesiones que tranquilizando los intereses constituídos, podían atraer el elemento liberal templado y sensato, pudiendo en su consecuencia haber realizado el ideal de libertad que siempre hizo gala de profesar un hombre al que no podía negarse ni su profunda adhesión á la institución monárquica, ni su consecuente adhesión á la forma de gobierno representativo. El núcleo de honrados estadistas que durante el régimen de la constitución de 1812 desearon la modificación de aquel código para ponerlo en armonía con las instituciones adoptadas en los países más cultos de Europa, no tenía necesidad de entregarse á divagaciones teóricas ni á excentricidad de escuela, para haber dotado á España de algo más que un gobierno consultivo y de algo menos que un régimen democrático que tanto miedo les inspiraba, y que no había dejado en verdad gratos recuerdos en el ánimo de las clases ilustradas y peseedoras.

Los constituyentes de Cádiz se dejaron inspirar por las reminiscencias de la gran revolución de 1789. Volver á los mismos procedimientos de aquellas cortes habría sido exagerado y poco aceptable en medio del general entusiasmo que rodeaba á la reina doña María Cristina; pero tampoco era necesario para tranquilizar los intereses conservadores ir á estudiar en la Constitución del consulado de Bonaparte, ni en la Carta de Luis XVIII, la clase de reformas de que necesitaba España, aleccionada como lo estaba por las excentricidades revolucionarias y por la memoria de los furores de la reacción. Pero ante todo era esencial, era absolutamente indispensable atraer á la gran masa del partido liberal, vejado y oprimido durante el último reinado, ni cabía tampoco establecer un gobierno justo denegando la reparación de los desafueros consumados en los últimos diez años, y el restablecimiento de varias de las preciosísimas y atinadas leyes hechas en las últimas cortes.

Este equilibrio entre las atribuciones del poder regio y los legítimos derechos de la nación, cabía buscarle en instituciones contemporáneas que estaban dando opimos frutos. La Constitución belga, la Carta de don Pedro, la reformada en Francia al advenimiento al trono de Luis Felipe, ofrecían modelos propios á ser consultados, y cuyas disposiciones fundamentales habrían sido seguramente recibidas con confianza y gratitud por la inmensa mayoría del partido liberal. Mas en vez de haberse inspirado en el estudio del estado de la nación y en la justa apreciación de las fuerzas respectivas de las opiniones que había que atraer en apoyo de un

régimen constitucional templado y juiciosamente progresivo, Martínez de la Rosa y aquellos de sus amigos políticos que con él habían tomado parte en sus luchas con los exaltados, se exageraron el peligro de concesiones moderadas y concibieron el caprichoso pensamiento de dar por base á la institución política del nuevo reinado la especie de pragmática que recibió el nombre de Estatuto real, y que era la negación de los derechos políticos más elementales y de los que no se hallaban privados por entonces ninguno de los pueblos regidos por constituciones modernas. Las dos cámaras á las que se dió el nombre de Estamentos, no tenían la iniciativa de las leyes, ni podían ocuparse de materias que no hubieran sido objeto de un real decreto.

Nada más es necesario decir acerca del espíritu y significación de la frágil arca de la alianza que los autores del Estatuto presentaban á la adoración del pueblo liberal. Ninguna fuerza tenían los argumentos lógi cos que se emplearon para demostrar que el estado moral de la nación y lo atrasada que se hallaba su educación política no consentía que se hubiese dado mayor latitud á las instituciones. Otra consideración más grave debía preocupar la mente de hombres de Estado á la altura de la situación en que España se hallaba. El carlismo en armas tenía tras de sí la voluntad y la simpatía de un partido que quizás componía la mayoría numérica de la nación, y no había manera posible de luchar contra el Pretendiente si contra su bandera no se atraía ferviente y entusiasmada la gran masa del partido liberal, profundamente agraviado, y que tenía derecho á una reparación, y al que para contenerle y calmarle era preciso comenzar por darle satisfacción en la medida de lo prudente y racional. El Estatuto no podía llenar estas condiciones, y hacía nacer muerta la idea de fundar un régimen que conciliase la tradición con el derecho, la autoridad con el progreso y el trono con la libertad.

Cerca de medio siglo va transcurrido desde aquella época, frecuentes y profundas revoluciones han conmovido al país, y no es un aserto vano el asegurar que todas ellas se han resentido del falso punto de partida que al reinado de doña Isabel II se dió con la promulgación del Estatuto real.

La importancia histórica de este documento reclama no separarlo del compendio de los anales patrios, en cumplimiento de cuyo deber lo insertamos íntegro al final del presente capítulo.

Por efecto del cambio de régimen y de la política consecuente á los intereses del nuevo reinado, habíanse modificado en los últimos días del gabinete Cea Bermúdez las disposiciones del gobierno español respecto á los asuntos de Portugal, donde aun duraba la guerra civil que en aquel reino alimentaban los partidarios de don Miguel y los de su hermano don Pedro, en nombre de su hija la reina doña María.

En los primeros días de la insurrección carlista, fué ésta fomentada desde Portugal por la presencia de don Carlos, en quien encontraban apoyo los insurrectos de Castilla y de Extremadura. Con este motivo dispu so el gobierno la reunión de un cuerpo de ejército cuyo mando confió al general Rodil, quien estableció su cuartel general en Ciudad-Rodrigo. La formación del gabinete Martínez de la Rosa acentuó todavía más la acti

tud de España respecto al vecino reino, y no hubiera vacilado el gobierno en intervenir en la guerra entre los dos hermanos, á no haberse hallado retenido por consideraciones hacia el gabinete inglés, cuyo inmemorial influjo en los negocios de Portugal podía hacerle mirar con recelo la ingerencia de España en los asuntos interiores del mismo. Pero llegó á hacerse tan molesta para el gobierno la permanencia de don Carlos en las cercanías de nuestro territorio, que en los primeros días del mes de abril dióse orden á las tropas españolas de franquear la frontera y de apoderarse de la persona de don Carlos.

Para la inteligencia de los importantes sucesos que se siguieron, debemos dar cuenta de cuál era la situación diplomática de España con relación á las potencias extranjeras y de las negociaciones que condujeron á la celebración del tratado de la cuádruple alianza. El movimiento carlista que estalló á la muerte de Fernando VII tenía ramificaciones que lo ligaban á la política exterior. La tácita alianza contraída por los gabinetes de París y de Londres al advenimiento de Luis Felipe al trono, la complicación que la revolución belga y la separación de su territorio del de Holanda produjeron entre aquellos dos gabinetes y los de Viena, San Petersburgo y Berlín, motivó que las cinco potencias considerasen bajo diferente punto de vista la crisis á que dió lugar la sucesión á la corona de España.

Reconocida desde luego la reina Isabel por los gobiernos de Francia é Inglaterra, no lo fué del mismo modo por los tres gabinetes del Norte, los que en disidencia con las dos potencias occidentales á causa de la cuestión belga-holandesa, acabaron de dividirse con motivo de los asuntos de España y Portugal. Aunque los tres gabinetes que habían formado la llamada Santa Alianza no se decidieron á reconocer á don Carlos, prestaban á su causa el influjo moral de sus simpatías y el de cuantos auxilios indirectos no revestían el carácter de hechos de intervención propia. mente dicha.

El gabinete Martínez de la Rosa nombró por su ministro en Londres al marqués de Miraflores, confiándole toda la latitud necesaria para estrechar nuestras relaciones con Inglaterra, y venir si era posible á una completa inteligencia con esta potencia sobre los asuntos de Portugal. Llegó el marqués á Londres en circunstancias muy favorables á las miras de su gobierno, y tuvo la suerte de inspirar bastante confianza al gabinete inglés y á su ministro de Negocios extranjeros lord Palmerston, para que éste escuchase con favor las proposiciones de Miraflores encaminadas á la celebración de un tratado dirigido á consolidar en España al mismo tiempo que en Portugal las respectivas dinastías de doña Isabel de Borbón y de doña María de Braganza. Puestos de acuerdo sobre las bases en que había de descansar el tratado, invitaron Pálmerston y Miraflores al embajador de Francia en Londres, el célebre príncipe de Talleyrand, á que su gobierno fuese partícipe en el concierto que los gabinetes de Madrid y Londres se hallaban dispuestos á ajustar, y no sólo aprobó el pensamiento el embajador francés, sino que manifestó el deseo de su gobierno de ser parte integrante en el proyectado convenio. Bajo auspicios tan favorables no era ni remotamente dudoso que el representante en Londres del gobierno de doña María dejase de adherirse con entusiasmo á

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