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conquistado entre las notabilidades del extinto partido josefino, el que maltratado por los reaccionarios en 1814 y por los liberales en 1820, aprovechóse de la carencia en que el absolutismo se hallaba de administradores hábiles, para ofrecer sus servicios al restaurado monarca, quien escogió entre ellos sus agentes predilectos.

Los regios esposos eran los jefes ostensibles de la parcialidad que engrandecía el prestigio del trono y á la que vino á prestar valiosa ayuda lo más ilustrado y notable entre la nobleza, el comercio y la burguesía acomodada, los liberales en suma, para quienes era una esperanza y una garantía que sus implacables enemigos se hubiesen declarado en favor del bando opuesto.

Este, no obstante los escrúpulos de su acariciado jefe el infante don Carlos, quien constantemente se negó á dar alas al partido ínterin viviese el rey su hermano, recibía las inspiraciones del cuarto mismo de aquel príncipe, cuya esposa doña María Francisca y la hermana de ésta, viuda del infante don Pedro, dirigían el celo de sus adictos, secundadas por lo más selecto del partido intransigente, por hábiles individuos de la Compañía de Jesús y por los representantes de Rusia, de Austria, de Prusia y de Nápoles, supliendo cumplidamente los trabajos que de aquel centro partían á la falta de iniciativa del mismo don Carlos. El nacimiento de la infanta doña Isabel, primogénita de Fernando VII y que debía ser su sucesora, agravó intensamente la inevitable crisis.

Los absolutistas que habían elegido á don Carlos por bandera, llevados de la confianza que les inspiraba la exagerada fe religiosa de este príncipe y su decidida predilección por el mantenimiento del antiguo régimen en toda su pureza, tenían el mayor interés en dar por cimiento á su parcialidad títulos de plausible legalidad, y los buscaron en el auto acordado de Felipe V, ley emanada de la omnipotencia regia sin participación alguna de la nación, la que de todo tiempo había intervenido por medio de las Cortes en los casos arduos de sucesión á la corona. Felipe V quiso introducir en España la ley sálica de los franceses, que excluye á las hembras de reinar por derecho propio, y no tuvo necesidad de apelar á otra autoridad que á la de que lo revistió á su advenimiento al trono el doble carácter de fundador de dinastía y de vencedor en la contienda que le valió la conquista de su corona contra los partidarios y aliados de su competidor el archiduque austriaco.

En semejante situación fácil fué al monarca allanar los débiles obstáculos que se opusieron á su designio. No se había atrevido Felipe á convocar las casi abolidas Cortes del reino, presintiendo que por más degenerada que se hallase la institución, las Cortes se negarían á pasar por cima de la inmemorial legislación del reino. Dirigióse Felipe en consulta al Consejo de Castilla, pero encontró resistencia en este cuerpo, de cuyas resultas desterró á su presidente, medida que intimidó á los demás consejeros, de quienes, sin embargo, sólo pudo lograrse la declaración de la necesidad de que las Cortes concurriesen á la formación de la nueva ley. Pero ni la veneranda institución existía ya en las condiciones que sólo hubieran podido darle el carácter de representación nacional, ni para el caso especial de que se trataba tuvo que apelar el rey á otro arbitrio que

TOMO XX

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al del cómodo motu-proprio que siempre tienen á su disposición los monarcas absolutos. Felipe V se constituyó en elector general, y poniéndose en lugar de un cuerpo electoral que no existía, pues era éste una entidad reducida por aquel tiempo á una especie de verdadero mito, mandó expedir en su real nombre poderes ad hoc á los diputados que lo habían sido de las últimas nominales Cortes; mas no sin haberse antes asegurado de la docilidad con que estos diputados cortesanos accederían á ser parte en la abolición de la más antigua y veneranda de las leyes del reino. Ganados á los deseos del rey los mal llamados diputados de la nación, que ninguna participación habían tenido en la investidura, bajo la cual iban á ser llamados á figurar, suscribieron los que no eran otra cosa que los testaferros de la autoridad real, una petición por la que solicitaban de S. M. la abolición de las antiguas leyes de sucesión á la corona, petición amañada á la que contestó el monarca en 10 de mayo de 1713 en los términos siguientes:

«Quiero y ordeno que la sucesión se arregle en adelante según la forma expresada en la nueva ley y que ésta se considere como la fundamental de estos reinos, no obstante la ley de Partida y todas las leyes, estatutos, costumbres, usos, capitulaciones y cualesquiera otras disposiciones de los reyes mis predecesores, derogándolas y anulándolas en cuanto se opongan á la presente ley, quedando en cuanto á lo demás en su fuerza y vigor porque tal es mi voluntad.»

Sea la que quiera la validez legal que los sostenedores del principio de la ley sálica pretendan dar al auto acordado, no habiendo tenido éste otro fundamento que la voluntad del monarca, ni lógica ni moralmente será posible atribuirle mayor legalidad, ni más fuerza en derecho, que la que los partidarios del infante don Carlos han querido denegar al uso hecho por Carlos IV y Fernando VII de su propia autoridad á efecto de restablecer la antigua legislación del reino, aboliendo en su consecuencia el precepto de la ley sálica.

Convocada en 1789 por el primero de los antedichos monarcas la corporación ó junta que conservaba el nombre de Cortes, y aunque llamada para el solo y exclusivo objeto de proceder á la jura del príncipe de Asturias, que lo era el mismo que después reinó bajo el nombre de Fernando VII, quiso el rey su padre proceder á la revisión de lo hecho por su abuelo No gozaba por entonces el príncipe de Asturias de la mejor salud, y no teniendo á la sazón Carlos IV otro hijo varón, quiso asegurar la corona á la infanta doña María Amalia y á las demás hijas que pudiese haber, en vez de estar sujeto á lo que con arreglo á la ley sálica disponía el auto acordado, bajo cuyas prescripciones habría tenido la corona que pasar á los hermanos ó sobrinos del monarca reinante.

Según los usos todavía vigentes, aquellas modestas Cortes se reunieron en el palacio morada del rey, quien se dignó asistir á su apertura el día 19 de febrero de 1789. El 23 del mismo fué jurado Fernando como príncipe de Asturias y el día 30 el conde de Campomanes, que presidía la reunión, hacía leer por el notario mayor de los reinos, delegado por el rey para dar testimonio de la resolución de las Cortes, la propuesta de dirigir

á S. M. una petición que, precedida de un corto preámbulo expositivo de sus fundamentos históricos, se hallaba concebida en los siguientes términos:

«Señor:

>>La ley dos, título 5.o, partida 2, declara lo que se ha observado de tiempo inmemorial y lo que debe observarse en la sucesión del reino, habiendo demostrado la experiencia la grande utilidad que ha resultado, supuesto que produjo la reunión de Castilla y de León y de la corona de Aragón por el orden de sucesibilidad señalada en dicha ley, pues lo contrario siempre ha producido guerras y grandes trastornos.

>> Por todas estas consideraciones suplican las Cortes á S. M. que á pesar de la innovación hecha por el auto acordado 5.o, título 7.o, libro V, ordene S. M. que se observe y cumpla perpetuamente en la sucesión de la monarquía la costumbre inmemorial consignada en dicha ley dos, título 5.o, partida 2, como lo ha sido en todo tiempo observada y guardada y como juraron los reyes vuestros predecesores; y que S. M. mande que se publique como ley y pragmática hecha y formada en Cortes, á fin de que conste esta resolución, así como la derogación de dicho auto acordado.>>

Aprobada sin discusión esta propuesta y presentada que fué la petición al rey por su ministro el conde de Floridablanca, expidióse un real decreto por el que se mandó extender la pragmática sanción de costumbre en semejante caso.

Encargóse empero muy escrupulosamente el secreto de lo actuado, votado y sancionado á cuantos habían tomado parte en tan importantísimo asunto, del que no se volvió á hablar ni hubo ocasión para ello, pues los extraordinarios sucesos á que dió lugar la revolución estallada en Francia aquel mismo año y que tan hondamente debía influir en la suerte del continente europeo, absorbieron por largo tiempo la atención de los gobiernos y de los pueblos.

Pero Fernando VII, que siempre suspiró por tener sucesión directa y cuya joven esposa se hallaba en cinta, quiso ir al encuentro de la eventua lidad de que no diese la reina á luz un varón y apeló al decisivo medio de publicar, dándole fuerza de ley, la pragmática sanción de su padre Carlos IV.

Aunque esta medida emanase, como todos los actos propios de la clase de gobierno que regía á España, de la privada y personal voluntad del rey, el restablecimiento de la legislación patria en materia de sucesión á la corona era de por sí un acontecimiento altamente trascendental, y vino en efecto á ser el punto de partida de una situación nueva; fué la primera tabla de salvación que se presentaba al partido liberal para dejar de verse reducido á la condición de paria, sirviendo en realidad de bandera y abriendo campo de reclutamiento contra los partidarios de don Carlos, símbolo de la intransigencia y de la negación de toda reforma en armonía con las necesidades del siglo.

Mas ínterin que la política interior de España influída por el dualismo

que el matrimonio del rey había suscitado en el seno de la real familia se preparaba á salir de la situación estrecha y perseguidora que caracterizó la restauración de 1824, como había caracterizado la de 1814, estallaba en la vecina Francia un suceso que debía poner término al predominio de las potencias que formaban la mal llamada Santa Alianza, y á cuyos golpes había sucumbido la libertad española como antes sucumbieron las del Piamonte y de Nápoles. La revolución de julio de 1830 que expulsó del trono á Carlos X y á su descendencia daba en tierra con la obra del congreso de Viena y brindaba esperanzas á las generaciones amamantadas al calor de las inspiraciones de libertad y de progreso, que el siglo XIX recibía como herencia y legado del siglo anterior.

La conmovedora novedad produjo en España un doble y encontrado efecto. La tendencia hacia la moderación, la parcial tolerancia que el rey comenzaba á mostrar, merced al interés que lo movía á acrecentar el número y calidad de los sostenedores de los derechos de su prole, cesaron y fueron reemplazados por la desconfianza y rigores desplegados contra los liberales cuyas aspiraciones no pudo menos de avivar, dándoles grandes proporciones, la revolución que acababa de triunfar en París.

Los emigrados constitucionales que en su gran mayoría residían en Inglaterra, corrieron presurosos á la capital de Francia, confiados en encontrar simpatías en sus correligionarios los vencedores de julio. Desgraciadamente llegaban los españoles divididos, como lo habían estado antes de emigrar. Mina, los francmasones y sus adictos formaban la aristocracia ó sea el lado derecho de los expatriados. El general Torrijos, Flórez Calderón y los que fueron comuneros, constituían el partido avanzado. Este último centro de acción revolucionaria, más activo y más confiado que el que constituían sus rivales, creía poder contar en España con partidarios resueltos á levantarse, auxiliados por las liberalidades de valiosos amigos con que siempre contó entre los ingleses la causa de la libertad peninsular. Torrijos y su junta habían enviado agentes del lado acá del Pirineo, y como siempre acaece en casos análogos estos agentes exageraban la verdadera disposición de los ánimos y hacían creer á Torrijos en la probabilidad de un poderoso alzamiento. Llevado de esta ilusión el general y su hombre civil don Manuel Flórez Calderón, no se detuvieron en París; temían presentarse tarde en España, donde ansiaban llegar antes que estallase la revolución, de la que eran los inspiradores y jefes. Llevados de esta persuasión, apenas hubieron conferenciado con Lafayette y algunos patriotas franceses, se apresuraron á seguir su camino á Gibraltar desde donde debían dirigir la triste campaña, en la que, víctimas de la negra falsía del general González Moreno, gobernador militar de Málaga, pagaron con su noble sangre tributo á su patriotismo y su candidez.

Diferente aunque no más próspera había antes sido la suerte de Mina y de sus amigos. Los momentos en que llegaron á París parecían deber ser los más propicios á sus planes, encaminados á obtener del recién establecido gobierno popular el apoyo y los auxilios que los pusiesen en situación de hostilizar al gobierno de Madrid, haciendo al efecto de los Pirineos la base de sus operaciones. En aquella frontera habían hallado los realistas alzados contra el régimen constitucional los elementos de triunfo, que

á su vez se creían nuestros emigrados con derecho á exigir de la Francia regenerada.

Luis Felipe y su primer gabinete se hallaban bastante perplejos respecto á la conducta que seguirían con la embarazosa clientela que se les metía por las puertas. Deseaban ante todo el reconocimiento del nuevo gobierno. por las potencias. Había obtenido Luis Felipe franca y espontáneamente el de Inglaterra. Aunque con alguna más reserva, Prusia y Austria siguieron el ejemplo dádoles por el gabinete de Londres, pero el de Madrid, que no admitía sino con incredulidad que las grandes potencias continentales renunciasen á hacer la guerra á la Francia revolucionaria, se mostraba reacio en reconocer al nuevo rey, lo que causando disgusto y resentimiento á este monarca y á sus ministros, los dispuso á prestar benevolo oído á las instancias de Mina y de sus amigos, no cerrando del todo la puerta á sus esperanzas.

Un emigrado de aquella época, cuyas Memorias, todavía inéditas, arrojarán viva luz sobre los sucesos á que nos referimos, hizo meritorios cuanto inútiles esfuerzos por que se estableciese buena inteligencia, concierto y unión entre las tres parcialidades en que se hallaban divididos los expatriados; la que capitaneaba Mina, la que seguía la bandera de Torrijos y la fracción catalana que reconocía por jefe al veterano general don Francisco Miláns. No habiéndose conseguido la apetecida unión, cada partido obró por su cuenta, dirigiéndose todos ellos á la frontera con medios del todo insuficientes para reclutar fuerzas capaces de intentar con medianas probabilidades de éxito su campaña contra el gobierno de Madrid.

La precipitada é imperfecta organización que se afanaron los emigrados por dar á sus fuerzas, cuya concentración más bien era tolerada que autorizada por el gobierno francés, lo reducido de las que llegaron á reunir, compuesta de algunos centenares de entre ellos mismos y de voluntarios franceses, absorbió las ocho ó nueve semanas transcurridas desde los primeros días de agosto hasta comenzada la segunda quincena de octubre. Mas antes de que hubiesen terminado los preparativos de los tres caudillos de la emigración, Fernando VII se había acogido á la benévola protección del gabinete inglés, de que era jefe lord Wellington, interesándolo á que obtuviese del de París la internación de nuestros emigrados, ofreciéndose Fernando en cambio á reconocer á Luis Felipe y á vivir en paz con la Francia de julio.

El gabinete francés se dividió acerca de las ofertas que hacía España apoyadas por Inglaterra; pero, secundadas por el rey, preponderó en el consejo la opinión de Guizot, del duque de Broglie y de Sebastiani sobre la del mariscal Gerard y la de Dupont de l'Eure, habiéndose Laffitte, Casimiro Perier y Bignón como ministros, sin cartera los dos primeros, abstenido de tomar parte empeñada en la deliberación.

Prevenidos Mina y demás caudillos, que se hallaban en lo más crítico de sus aprestos militares, de que los prefectos tenían órdenes terminantes para desarmar á su gente é internarla, sólo tomaron consejo de su desesperación, y exagerándose el influjo que creyeron ejercerían sus nombres y sus antecedentes sobre sus compatricios y formando además equivocado

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