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concepto respecto al estado del ánimo público en España, antes que desistir de su empresa, deponiendo las armas y alejándose de la frontera, resolvieron franquear la corta distancia que los separaba de la tierra de España, en la que penetraron por Vera, por Canfranc y por Perpiñán, á la cabeza de escasísimas fuerzas, pues el jefe que más llevaba, que lo era Mina, apenas reunía 700 hombres mal armados, y la fuerza de los demás caudillos no excedía de 300 hombres.

La historia de cuya continuación nos incumbe ocuparnos ha dicho lo bastante sobre aquella desgraciada y efímera campaña, para que, de lo que á ella hace, nos ocupemos en otro sentido que el de ligar la conexión que para la cabal inteligencia del reinado de doña Isabel II, tienen los hechos de carácter político acaecidos en el último reinado de su padre.

La tentativa de los emigrados, no obstante su mal éxito, conmovió los ánimos en España é indujo á los hombres más osados y resueltos á fraguar conspiraciones, entablando al efecto relaciones con los emigrados. De ello se apercibió prontamente la policía y se mostró no sólo inexorable al menor intento de trama liberal, sino que, exagerando la persecución y mostrándose implacable ante la menor sospecha, renovó los aciagos días de 1824, levantando con profusión los cadalsos y haciendo subir sus gradas á inofensivos industriales como el librero Miyar de Madrid, por el simple delito de cruzar cartas con los expatriados, y como la desgraciada doña Mariana Pineda, ajusticiada en Granada por haber, en el interior de su casa, entretenídose en bordar una bandera con símbolos de la época constitucional.

El rigor y sobre todo la duración de los suplicios que siguieron á las tentativas de los emigrados por las provincias del Norte y por las del Mediodía; las cruentas persecuciones con las que principalmente se quiso intimidar el creciente movimiento que en las ideas liberales había excitado la revolución de julio y sus consecuencias, encontraban su correctivo en la crisis originada por la cuestión política y esencialmente dinástica, creada por el dualismo que la sucesión á la corona había hecho surgir en el seno de la real familia.

Después de la promulgación de la pragmática sanción que abolía el principio de la ley sálica, introducido por Felipe V en la tradicional legislación del reino, las dos grandes parcialidades cuyo choque no podía menos de estallar el día en que se viesen en conflicto las aspiraciones de los partidarios de don Carlos y los de la sucesión directa, se encontraron frente á frente y hallaron campo en que iniciar los preludios de la guerra civil, que no debía tardar en dirimir la contienda entre los gastados elementos de la vieja monarquía y el orden de cosas destinado á crear la tácita alianza que entre el principio reformador y la situación oficial, representada por los derechos de la descendencia directa de Fernando VII, existía como consecuencia de la promulgación de la pragmática.

El decadente estado de salud en que se encontraba el rey, hizo crisis en el mes de setiembre de 1832 hasta el extremo de creer los médicos de la Real Cámara que la vida del monarca iba á extinguirse. Hallábase la corte en la Granja, acompañado el rey de su esposa y de sus dos hijas, residiendo también en el real sitio el infante don Carlos y su familia. Co

nocidos son, y no hay necesidad de reproducir, los pormenores del ruidoso suceso que arrancó á Fernando VII la casi furtiva declaración de que anulaba, como un sacrificio que le imponía el deber de preservar la tranquilidad del reino, la pragmática sanción de 19 de marzo de 1830, revocación por la que anulaba las disposiciones testamentarias sobre la sucesión á la corona, á la regencia y al gobierno de la monarquía.

Arrancado aquel acto por la intimidación ejercida sobre el ánimo de María Cristina y de su esposo, á quienes se hizo creer por sus ministros Calomarde y el conde de Alcudia y por los cortesanos allegados á don Carlos, que de no revocarse la pragmática sanción peligraba la existencia de la reina y de sus hijas, aunque al firmarla tomó el rey la precaución de ordenar que se guardase absoluta reserva sobre la existencia de dicha declaración que no debía ser publicada sino después que acaeciera su fallecimiento, la complicidad de los ministros fautores de la trama les hizo faltar al prescrito secreto, y llevados de su desleal parcialidad transmitieron á Madrid la anulación de la pragmática, á efecto de que produjese estado, tomándose razón por el Consejo de Castilla de la declaración regia, á lo que era consiguiente tuviese aquel acto la publicidad apetecida por sus autores. Pero el ministro de la Guerra, marqués de Zambrano, y el presidente de la Cámara, don José María Puig, que recibieron en Madrid la comunicación enviádoles por Calomarde, negándose á la exigencia de éste y de su compañero Alcudia, detuvieron las inmediatas consecuencias á que no hubiera podido menos de arrastrar la publicación del decreto.

Cortos debían ser los momentos que durase el júbilo que entre los familiares de don Carlos produjo la victoria que acababan de arrancar. La atribulada reina Cristina hacía sus preparativos de viaje con ánimo de salir del reino en cuanto expirase su esposo, cuando una inesperada reacción en la salud de Fernando VII vino á cambiar repentinamente en triunfo la derrota de la causa de la sucesión directa. Recobraba el monarca sus sentidos y mejoraba notablemente su dolencia, en los momentos en que llegaba á la Granja el ruidoso eco de los plácemes y felicitaciones con que en Madrid celebraban los carlistas la halagüeña perspectiva de verse pronto dueños de la situación, al mismo tiempo que llegaban las protestas del disgusto y las nuevas de la animación con que los amigos del rey y la parte más ilustrada de la corte y de la nación rechazaban el acto subrepticio arrancado á Fernando VII, mudanza de escena que vino á cambiar por un lado en temores y por otro en esperanzas la situación á que había dado lugar el síncope que hizo creer que el rey se hallaba en la agonía. El oportuno arribo á la residencia regia en aquellos críticos instantes de la infanta doña María Carlota y de su esposo el infante don Francisco de Paula, que regresaban de Andalucía, cambió radicalmente el estado de las cosas. Aquella enérgica princesa levantó el espíritu de su hermana la reina Cristina, é hizo ver al rey la enorme falta que había cometido. Llamó á su presencia al desleal ministro Calomarde, increpóle duramente, arrancó de sus manos el original del decreto por el que el rey había anulado la pragmática sanción, hizo pedazos el documento, y aun es fama que abofeteó al culpable.

Todo cambió desde aquel momento. Los realistas templados que se habían adherido á la causa de la sucesión directa, lo más escogido de la sociedad de Madrid y la mayoría del partido liberal que aprovechaba gozoso la oportunidad de venir en ayuda á los enemigos de su constante enemiga la implacable reacción personificada en los partidarios de don Carlos, alzaron estrepitosa bandera y formaron la numerosa colectividad que tomó el nombre de partido cristino en contraposición del de carlista, adoptado por los secuaces del infante. Desde aquel día vino á confundirse la causa de las reformas y del porvenir con la de la dinastía representada por doña Isabel. Apoderadas del ánimo del rey cuya mejoría progresaba, la reina y su hermana obtuvieron la exoneración de Calomarde y del conde de Alcudia, medida acompañada de un cambio total de gabinete en el que hubo precisión de incluir al ministro de Hacienda Ballesteros, no obstante sus incontestables buenos servicios y el excelente espíritu que lo animaba.

Dióse por jefe al nuevo ministerio don Francisco Cea Bermúdez, que á la sazón representaba á España en Inglaterra, y confiáronse las demás carteras á hombres de opiniones templadas, pero que no pasaban por de colorido liberal, ingrediente que se sabía repugnaba al rey y no ser más simpático á su nuevo primer ministro.

Investida la reina Cristina de la facultad de regir al reino, como encargada del despacho de los negocios durante la enfermedad de su esposo, comenzó á sentirse el benéfico influjo que la augusta señora debía ejercer en la suerte de España. Uno de sus primeros actos fué el de la apertura de las universidades cerradas hacía dos años, medida que no tardó en ser seguida por la de una amnistía para los expatriados y presos por motivos políticos, generosa inspiración recibida con estrepitoso júbilo, no obstante que por miramiento á los escrúpulos de Fernando VII se exceptuaba de ella á los diputados á Cortes que en 1823 votaron la regencia de Sevilla, como igualmente á los jefes militares que habían mandado cuerpos expedicionarios contra el gobierno del rey.

Ínterin vivió éste, encontraron duro freno los instintos liberales de María Cristina en la señalada repugnancia de Fernando á cuanto podía tener tendencias liberales propiamente dichas. y como su primer ministro Cea Bermúdez abundaba en las mismas antipatías, veíanse coartados los descos de la reina y de los más caracterizados jefes del partido cristino, en favor de un sistema que preparase el advenimiento de la era verdaderamente reformadora y liberal. Mas en medio de su resistencia á las ineludibles consecuencias á que debía conducir la inminente lucha entre los dos intereses dinásticos, el rey y Cea fomentaban inconscientemente los elementos que debían contribuir á hacer de todo punto imposible el utópico sistema de un despotismo ilustrado, peregrina invención del primer ministro y error que, aunque de pasajera duración, debía crear embarazos y preparar lamentables trastornos para la próxima minoría de la reina doña Isabel. Imaginaba Cea Bermúdez, y persuadió de ello á Fernando VII, que bastarían reformas administrativas para dar completa satisfacción á las necesidades morales de la época, y creyó llenarlas creando el ministerio de Fomento, estableciendo boletines oficiales, órganos de

publicidad oficial en las provincias, y echando mano para los cargos públicos de realistas moderados y de hombres que sin haber estado afiliados al liberalismo, de hecho simpatizaban con las progresivas aspiraciones de esta opinión.

Venía en cierto modo á dar pretexto á la teoría del despotismo ilustrado el favor que en los últimos años de Fernando VII obtuvieron las mejoras introducidas en la administración pública por su ministro Ballesteros, mejoras grandemente ayudadas por la participación que en los negocios públicos había logrado alcanzar el grupo de hombres hábiles y especiales, que procedentes del antiguo partido josefino, se habían unido al rey y á sus ministros.

El artificio financiero de que se habían valido los actores y sostenedores del singular sistema de crédito público ideado por los josefinos había producido sus efectos, no sólo en las plazas extranjeras donde se explotaba, sino también en España, donde el establecimiento de la Bolsa de Madrid, la reorganización del Banco de San Fernando y la regularidad del pago de los servicios públicos, debida á la mejorada gestión de la Hacienda, habían dado existencia en la corte y en los centros mercantiles de Cádiz, Barcelona y Bilbao á cierta atmósfera semiagiotista, contraria por su índole á los cambios radicales que originarse podían en perjuicio de los que medraban con lo existente.

Consistió el sistema financiero que acabamos de indicar, en no pagar los intereses de las antiguas deudas, tanto de la corona como de las creadas durante el régimen constitucional, y en proclamar como deuda privilegiada la procedente del empréstito de la regencia de Urgel y de las emisiones de renta perpetua que hacía en París el banquero Aguado por cuenta del gobierno español, emisiones destinadas á cubrir los déficits de los presupuestos, dorar el estado de la enferma Hacienda española y enriquecer á los promovedores y agentes de las operaciones bursátiles conducidas por aquel banquero y sus asociados. Resultado fué de dicho peregrino ardid financiero, que ínterin las deudas de los reinados anteriores á Felipe V, de este príncipe y de sus sucesores Fernando VI, Carlos III y Carlos IV eran, si no repudiadas, pospuestas indefinidamente, se pagaba con escrupulosa regularidad la flamante deuda perpetua, cuya boga en las bolsas extranjeras alimentaba el elevado interés que producía lo bajo del tipo de su emisión. Y como para disimular el contraste entre el abandono en que se dejaban las antiguas deudas del Estado, á fin de mejor atender á la favorecida por Fernando VII y sus allegados, se expidieron algunos decretos en los que, á manera de dedadas de miel, se hacían leves concesiones bajo forma de consolidación de antiguos créditos, halagando con ello á los tenedores de deuda interior; los que de estas medidas aprovechaban ponían buena cara á la tirantez de Cea Bermúdez contra las aspiraciones liberales.

Mas por bajo de aquella facticia atmósfera, alimentada por los temerosos y los satisfechos y alentada por el influjo oficial, elaborábase y crecían con fuerza en el seno de la nación, los ardientes sentimientos inspirados por la doble corriente que trabajaba los ánimos en toda Europa. El clero todavía rico y que tan mimado había sido en los últimos años, los

corifeos del realismo que habían figurado en la guerra civil durante la época constitucional, los voluntarios que en contraposición, pero imitando la institución de la milicia nacional, se habían multiplicado en toda España, y que organizados y con las armas en la mano obedecían á las jerarquías de su partido, se preparaban para la lucha burlándose interiormente, sin disimularlo en gran manera, de la utópica ilusión de Cea Bermúdez y de su confianza en que merced á su régimen de despotismo ilustrado aseguraría la sucesión directa á la corona, sin para ello tener que desprenderse de ninguno de los elementos en que se apoyaba la vieja monarquía, y sobre todo manteniendo á distancia á los temidos liberales.

No menos pronunciado pero más certero era el movimiento de opinión que cundía y se desarrollaba entre las clases ilustradas, entre la juventud escolar, entre la generalidad del comercio, entre la numerosa y viril población que había compuesto la extinguida milicia nacional, que tanto incremento tuvo de 1820 á 23, entre los lastimados compradores de bienes nacionales inicuamente despojados de sus adquisiciones sin que les hubie sen sido devueltos los créditos que habían entregado en pago, y por últi mo completaba la fuerza y el empuje de tan poderosos elementos, el carácter reivindicatorio que los deudos de tantas víctimas como el absolutismo había hecho y las familias de los perseguidos y de los expatriados, no podían menos de imprimir al cambio de situación á que irremediablemente empujaba la lid que al fallecimiento del rey tenía que estallar entre isabelinos y carlistas.

Si bien se comprende que en su amor de esposo, en su cariño de padre, en su obcecación de monarca absoluto y en su predominante personalismo, Fernando VII considerase posible que la fracción del partido realista que por él había peleado durante el régimen constitucional y ahora se declaraba por su hija, en vez de alistarse en la bandera de su hermano; que los españoles que le eran particularmente adictos; que el corto ejército existente en aquella época, y por último que el personal administrativo, suponiendo que todo él le fuese adicto, bastasen para defender los dere chos de su hija en la contienda que su muerte iba á legar al país; lo verdaderamente inconcebible es que un hombre de la experiencia y del buen sentido, que con justicia no podían negarse á don Francisco Cea Bermúdez, cegase hasta el punto de creer que, no solamente en vida del rey sino después de su fallecimiento, bastarían para la defensa del trono de su hija las fuerzas que dejamos enumeradas y que aquel ministro consideraba como suficientes para la lucha que se mostraba decidido á sostener contra el liberalismo, al mismo tiempo que contra don Carlos.

Aquella falsa apreciación del estado que ofrecería España el día en que el rey pasase á mejor vida, cundió lo bastante en la opinión para privar al gabinete y á su peregrino sistema de despotismo ilustrado, del apoyo de las fuerzas vivas de la nación no afiliadas al partido intransi gente; fuerzas sin cuyo auxilio no era razonablemente hacedero pudiese ser implantado y consolidado el régimen de transacción entre lo pasado, lo presente y lo venidero, único ideal razonable en que podía fundarse el régimen de justo medio, que era el objetivo sustancial de cuanto podía haber de sensato y de práctico en el sistema de Cea Bermúdez.

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