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Durante esta batalla extraviósele su querida cierva, de lo cual dedujo (entiéndese que para sus soldados) que se la habia arrebatado Diana, enojada por el poco ardor con que algunos se habian conducido en la refriega. Habiendo parecido despues y saludádole con sus acostumbradas caricias, dijo que venia á comunicarle de parte de la diosa que se reconciliaba con los españoles y los favoreceria siempre, con tal que ellos no volvieran á flaquear en los combates, como lo habian hecho por un momento el dia anterior. Asi sacaba partido el sagaz romano de la supersticiosa credulidad de los españoles.

En otro encuentro cerca de Segontia (Sigüenza), en que hubo choques sangrientos, y alternativas varias (que ya los reveses mismos habian enseñado á Pompeyo á vencer), hirió Sertorio con su propia lanza al viejo Metelo, á quien por fortuna suya pudieron salvar sus soldados cubriéndole con los escudos. Dió luego órden Sertorio á los suyos para que se disemináran en pequeñas partidas y fueran á reunírsele en Calahorra. Era un ardid de guerra. Súpose que irian á sitiarle alli los dos generales enemigos, y conveníale entretenerlos mientras por otro lado reclutaban sus oficiales nuevas fuerzas. Asi se verificó todo. Cuando le pareció oportuno, hizo una salida repentina de la ciudad, y dejó burlados á los sitiadores. Hízose el anciano Metelo la ilusion de que aquello era una retirada, atribuyólo á miedo de caer en sus manos, y

loco de alegría se decretó á sí mismo los honores del triunfo.

Preciso era que al buen anciano se le hubiera debilitado algo la razon con la edad, porque habiendo pasado á invernar á Córdoba, hacía que los pueblos de la Bética le dieran título y trato de emperador; presentábase en público coronada la cabeza y ataviado con las vestiduras triunfales; coros de jóvenes y doncellas cantaban sus victorias mientras comia, y entonaban himnos de alabanza compuestos por los mas hábiles poetas. Representábanse en su presencia dramas alegóricos que tenian por objeto celebrar sus hazañas. El humo de sus imaginarios triunfos llegó á desvanecerle hasta el punto que un dia se hizo erigir un trono recamado de oro y plata en un magnífico salon cubierto de tapicería: sentóse en él el infatuado general, y mientras se quemaba incienso en honor del héroe, una Victoria bajaba del cielo y se dignaba asentar una corona sobre su cabeza con propia mano. No sabemos qué admirar mas, si la fatuidad del que asi se hacia divinizar, ó la baja adulacion de los que cooperaban á la ridícula apoteosis. No quiso tampoco privarse de la gloria de poner su nombre á algunas ciudades, y entre ellas debió contarse la llamada Cecilia Metellina, acaso la moderna Medellin.

Mientras de este modo se hacía Metelo, con mengua y daño de su razon, tributar honores casi divinos, Sertorio reforzaba su ejército, le disciplinaba y

ejercitaba, y poníale en estado de reparar sus pasadas quiebras. Adoptando entonces un sistema de guerra semejante al de Viriato, á que ya antes habia mostrado aficion, por todas partes aparecian escuadrones y partidas sertorianas, que cayendo rápidamente sobre el enemigo le cortaban los víveres, le atajaban los desfiladeros, le interceptaban los caminos, y le hostigaban sin tregua ni descanso. Pompeyo y Metelo concertáronse para poner sitio á Palencia (75), ciudad que habia dado siempre mucho que hacer á los romanos. Disponíanse ya á asaltarla cuando apareció Sertorio. Huyeron los enemigos, á quienes persiguió hasta los muros de Calahorra, donde les mató hasta tres mil. No les dejaba respirar, ni les daba tiempo para avituallarse; redújoles asi á un estado de penuria insoportable á tropas regulares; aproximábase otro invierno, estacion en que comunmente nada se atrevian á emprender en España los romanos,`y todas estas causas reunidas movieron á Metelo á retirarse á su predilecto pais de la Bética; Pompeyo traspuso esta vez los Pirineos y no paró hasta la Galia Narbonense.

Desde alli escribió al senado aquella célebre carta en que le decia: «He consumido mi patrimonio y mi «crédito no me queda mas recurso que vos; si no «me socorreis, os lo prevengo, mal que me pese ten«dré que volver volver á Italia, y tras de mí irá todo «el ejército, y detrás de nosotros la guerra espa

loco de alegría se decretó á sí mismo los honores del triunfo.

Preciso era que al buen anciano se le hubiera debilitado algo la razon con la edad, porque habiendo pasado á invernar á Córdoba, hacía que los pueblos de la Bética le dieran título y trato de emperador; presentábase en público coronada la cabeza y ataviado con las vestiduras triunfales; coros de jóvenes y doncellas cantaban sus victorias mientras comia, y entonaban himnos de alabanza compuestos por los mas hábiles poetas. Representábanse en su presencia dramas alegóricos que tenian por objeto celebrar sus hazañas. El humo de sus imaginarios triunfos llegó á desvanecerle hasta el punto que un dia se hizo erigir un trono recamado de oro y plata en un magnífico salon cubierto de tapicería: sentóse en él el infatuado general, y mientras se quemaba incienso en honor del héroe, una Victoria bajaba del cielo y se dignaba asentar una corona sobre su cabeza con propia mano. No sabemos qué admirar mas, si la fatuidad del que asi se hacia divinizar, ó la baja adulacion de los que cooperaban á la ridícula apoteosis. No quiso tampoco privarse de la gloria de poner su nombre á algunas ciudades, y entre ellas debió contarse la llamada Cecilia Metellina, acaso la moderna Medellin.

Mientras de este modo se hacía Metelo, con mengua y daño de su razon, tributar honores casi divinos, Sertorio reforzaba su ejército, le disciplinaba y

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ejercitaba, y poníale en estado de reparar sus pasadas quiebras. Adoptando entonces un sistema de guerra semejante al de Viriato, á que ya antes habia mostrado aficion, por todas partes aparecian escuadrones y partidas sertorianas, que cayendo rápidamente sobre el enemigo le cortaban los víveres, le atajaban los desfiladeros, le interceptaban los caminos, y le hostigaban sin tregua ni descanso. Pompeyo y Metelo concertáronse para poner sitio á Palencia (75), ciudad que habia dado siempre mucho que hacer á los romanos. Disponíanse ya á asaltarla cuando apareció Sertorio. Huyeron los enemigos, á quienes persiguió hasta los muros de Calahorra, donde les mató hasta tres mil. No les dejaba respirar, ni les daba tiempo para avituallarse; redújoles asi á un estado de penuria insoportable á tropas regulares; aproximábase otro invierno, estacion en que comunmente nada se atrevian á emprender en España los romanos,`y todas estas causas reunidas movieron á Metelo á retirarse á su predilecto pais de la Bética; Pompeyo traspuso esta vez los Pirineos y no paró hasta la Galia Narbonense.

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Desde alli escribió al senado aquella célebre carta en que le decia: «He consumido mi patrimonio y mi <«<crédito no me queda mas recurso que vos; si no «me socorreis, os lo prevengo, mal que me pese ten«dré que volver á Italia, y tras de mí irá todo «el ejército, y detrás de nosotros la guerra espa

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