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ñola (1).» Este era aquel Pompeyo que habia venido á España con ínfulas de acabar con Sertorio en contados meses. Hubiera podido entonces Sertorio cruzar la Galia y los Alpes como otro Anibal, y mas contando con las simpatías de muchos pueblos de Italia. Pero Sertorio no queria dejar de ser romano. Amaba á su patria, donde tenia una madre á quien idolatraba, y de cuyo extraordinario amor filial no hay historiador que no haya hecho especial mérito. Su deseo era regresar á Italia pacíficamente, y que el senado revocára el decreto que le tenia proscrito. Con esta condicion proponia la paz, pero tuvo el dolor de ver rechazadas sus proposiciones.

Entretanto España se iba amoldando al gobierno y á las costumbres de aquella misma Roma que combatia: los españoles se llamaban ciudadanos romanos; Evora y Huesca eran ya ciudades ilustradas, que habian adoptado letras, artes, idioma y legislacion romanas: el mismo Sertorio se vanagloriaba de haber hecho una Roma española; de haber trasladado Roma á España (2).

La fama de las proezas de Sertorio habia llegado al Asia; y Mitridates, rey del Ponto, que buscaba en todas partes enemigos á Roma, al tiempo de renovar

(4) Sellust. Hist. lib. III. (2) Pensamiento que espresó el gran Corneille en una de sus tra

gedias con aquel célebre verso que
puso en boca de Sertorio:

Rome n'est plus dans Rome, elle est toute où je suis.
Roma no está ya en Roma, está donde estoy yo.

por tercera vez la guerra contra los romanos, despachó embajadores á Sertorio solicitando su alianza. Estos, despues de compararle á Pirro y Anibal, le ofrecieron á nombre de su rey una suma de tres mil talentos y cuarenta galeras equipadas para combatir á los romanos en España, con tal que él le enviára un refuerzo de tropas al mando de uno de sus mejores oficiales. Pero Sertorio, fiel á la causa de su patria, contestó con dignidad, y aun con algo de altivez: «No acrecentaré yo nunca mi poder con detrimento «de la república: decidle que guarde él la Bitinia y «la Capadocia que los romanos no le disputan, pero <«<en cuanto al Asia Menor no consentiré que tome «una pulgada de tierra mas de lo que se ha convenido «<en los tratados.» Cuando esta contestacion le fué comunicada á Mitridates, exclamó: «Si tales condiciones nos impone hallándose proscrito, ¿qué sería si fuese dictador en Roma?» Sin embargo aceptó el tratado con aquella cláusula, y envió á Sertorio los tres mil talentos y las cuarenta galeras, que él fué á recibir á Denia, ganando á Valencia de paso (74).

Pero estos eran los últimos resplandores de la gloria de Sertorio. Aquel Metelo que por pequeñas ó imaginadas victorias se habia hecho incensar como una divinidad, determinó deshacerse por la traicion de un enemigo á quien no obstante todas sus ilusiones no podia vencer. Pregonó entonces su cabeza, y púsola á precio, ofreciendo por su vida mil talentos de

plata y veinte mil arpentas de tierra. Y como esto coincidiese con haber recibido Pompeyo refuerzos que el senado le enviaba en virtud de su enérgica reclamacion, y con haberse empezado á notar desercion en las filas sertorianas de parte de los soldados romanos, que estaban viendo el instante en que se quedaban sin su gefe, mil negros presentimientos comenzaron á ennublecer y turbar la imaginacion ya harto melancólica y sombría de Sertorio. Recelando de la lealtad de los romanos, su mismo recelo le hacia tratarlos con aspereza y severidad. Habiendo confiado la guarda de su persona exclusivamente á españoles, esta preferencia excitó en aquellos el resentimiento y la envidia, y poco á poco le iban abandonando. Entonces pudo conocer de parte de quién estaba la lealtad, y cuán injusta habia sido la predileccion con que antes habia mirado á los romanos sobre los indígenas, pero era ya tarde.

Mortificado ademas con la perpetua ansiedad que le agitaba, obróse en su carácter un cambio completo.

El negro humor que le dominaba hízole áspero, duro,

caprichoso y cruel. Por simples y ligeras sospechas castigaba con inexorable rigor las ciudades que le estaban sometidas. Aprovechándose de esta disposicion sus tropas, vejaban los pueblos con todo género de violencias y estorsiones, pregonando que lo hacian de órden de su gefe. Y como el edicto de Metelo le hiciese ver en cada uno de los que le rodeaban un cons

pirador y un aspirante al premio de su muerte, á tal punto se extravió su razon, que hizo perecer en el suplicio una parte de los jóvenes nobles que se educaban en Huesca, vendiendo á otros como esclavos. Tan cruel desahogo de su exaltada bilis acabó de exacerbar los ánimos con gran satisfaccion de los que trabajaban por hacerle odioso, y muchas ciudades se entregaron á Metelo y Pompeyo, que con tal motivo caminaban boyantes y victoriosos.

No eran sin embargo infundadas las zozobras del inquieto y desatentado general. La conjuracion existia. El viejo Perpenna, que desde el principio se habia resignado mal á ocupar un segundo puesto en el ejército, era el alma de la conspiracion, en la cual habia hecho entrar á muchos oficiales. «Para honor de España, dice un escritor estrangero, hay que confesar que ninguno de los conjurados era español ; todos eran romanos. » El cobarde Perpenna discurrió ejecutar su abominable proyecto en un festin, pero era difícil hacer concurrir á él al melancólico y mal humorado Sertorio. Para conseguirlo fingió una carta en que uno de sus lugartenientes le noticiaba una victoria alcanzada sobre los enemigos, y díjole que para celebrarla se habia dispuesto un banquete. Asistió, pues, Sertorio. Los convidados se entregaron de propósito á una inmoderada alegría. En medio de ella dejó caer Perpenna una copa de vino: era la señal convenida: el que se sentaba al lado de Sertorio le atravesó con

su espada: quiso el desgraciado incorporarse, pero sujetándole el asesino al respaldo del sillon, cosiéronle á puñaladas los demas conjurados. Desastroso y no merecido fin del hombre á quien los españoles llamaban el Anibal romano, y que por espacio de ocho años habia estado haciendo dudar si la España seria romana, ó si Roma seria española (73).

Segun Velleyo Patérculo, esta trágica y horrorosa escena se verificó en Etosca, hoy Aytona, á algunas millas de Lérida.

Si en los traidores pudiera tener cabida el pundonor, debió Perpenna haber muerto de remordimiento y de bochorno, cuando abierto que fué el testamento de Sertorio se vió que le tenia nombrado heredero y sucesor suyo. Tan horrible pareció á todos entonces la perfidia, que faltó poco para que fuese despedazado. Reservábale no obstante Pompeyo el castigo que merecia su detestable hazaña. Apenas se posesionó de su ambicionado puesto de general en gefe de las tropas le atacó Pompeyo y le derrotó completamente. El cobarde Perpenna se habia escondido entre unos matorrales: de alli le sacaron unos soldados: el traidor quiso evitar la muerte presentando á Pompeyo las cartas cogidas á Sertorio, en las cuales se cree resultaban comprometidos muchos personages de Roma. Pompeyo con loable generosidad las hizo quemar sin leerlas, y mandó dar muerte al execrable traidor con algunos de sus cómplices. Uno de ellos, Aufidio, fué á Africa

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