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hombres que se han armado porque se ha querido que tengan armas, á pesar de los graves motivos que obligaban a quitarselas, y que están dirigidos y acaudillados por gefes cuyos prinipios, destructores de la felicidad pública, están en pugna con la sucesion directa, y que sin embargo eran protegidos, y considerados, mientras que los defensores de V. M. de todas clases y gerarquías, sin esceptuar las mas elevadas del Estado, se han visto desterrados, perseguidos, y tratados como fautores de la anarquía. Ese partido es el que, levantando el estandarte de la rebelion para afianzar su dominio, está cubriendo de sangre, de devastacion y luto el suelo de la desgraciada patria, y el que, pesar de su rebelion escandalosa, encuentra disculpa para sus actos, y no pocas veces proteccion para sus criminales caudillos.El otro partido, señora, es de los leales súbditos de la reina, que lo son cuantos hombres habitan en nuestro suelo, sin estar estraviados por errores groseros ó por intereses mezquinos. Para gloria de mi patria puedo decir que en este noble partido se halla todo el valiente ejército, el cual, á pesar de la indisculpable desorganizacion en que estaba al llegar la terrible crisis, ha sostenido y sostiene con sin igual bizarría los derechos de la legítima reina. En medio de sus filas vemos por todas partes aquellos antiguos militares, á quienes nuestras disensiones políticas habian alejado de ellas, que llenos de gratitud hacia V. M. por un benéfico decreto, espedido en la gloriosa época de su primer mando, corren presurosos á defender los derechos de la augusta hija de su excelsa bienhechora. Estos son los únicos partidos que vemos en España cuantos tenemos un interes en ver las cosas cuales son, y en decirlas cual las vemos. En medio del choque de las armas y de las mas violentas pasiones, viva Isabel Il y viva Carlos V. son las únicas voces que hasta ahora han resonado. ¿Dónde, pues, se halla esa faccion tan temible que arrastra con tal fuerza a hombres conocidos hasta ahora por su odio á toda exaltacion, y por la honradez de su conducta, y que los arrastra no solo á la traicion, sino tambien à la perfidia? ¿Cuál es el prestigio con que se les hace suponerse defensores del trono de Isabel, para destruirlo y fundar sobre sus ruinas el órden de cosas á que aspira su exaltada fantasia? Semejante inmoralidad no cabe en pechos españoles, y acredita que conoce poco á sus compatriotas el inventor de tan atroz calumnia. Hay en España, como en todas partes, hombres fanáticos en política, como los hay en religion: se hallan hombres oscuros y sin talento que desean desórdenes, porque saben que solo pueden medrar con ellos; y se encuentran tambien otros descontentos. Pero todos ellos no pueden inquietar á ningun gobierno ; jamás formarán un partido, ni mucho menos lograrán atraer a hombres cuyos principios han pasado por el crisol de pruebas las mas dificiles. "La verdad es, señora, que todos los leales desean ver consolidado el trono de la reina, y que para ello no divisan otro camino que el de la fiel observancia de nuestras antiguas leyes. No de unas leyes dic tadas por la arbitrariedad ó el capricho, sino de aquellas que, fi

jando los recíprocos deberes y derechos de los reyes y de los pueblos, evitaron los abusos del poder, afianzaron la paz y el reposo, y condujeron la nacion al mas alto grado de esplendor. Esas leyes, mejoradas cual ya lo exige el interes de todos, son las únicas que pueden salvarnos de la deshecha borrasca que estamos corriendo: ellas arrancarán de manos de los ministros no responsables el poder funesto de oprimir al pueblo, de vejarle y de consumar su ruina; desaparecerán para siempre esas pasiones injustas, esos destierros arbitrarios; y solo el crimen tendrá que temblar delante de la autoridad. Seguros entonces de que la propiedad está garantida y la seguridad individual afianzada, los españoles todos rodearán el trono de la tierna Isabel, y la gratitud mas viva y el amor mas sincero recompensarán los beneficios que les habrá dispensado su augusta madre.

Tales son, señora, los votos de la nacion entera: esc úchelos V.M.y sálvese y salvenos, cuando todavía es tiempo. Desoiga V. M. otros consejos: pues la esperiencia ha debido convencerla de que no son acertados, y que en poco tiempo han producido males que pasarán muchos años antes de que puedan ser remediados. DeSeche V. M. esos temores que la perfidia solo inspira, y arrójese confiada en brazos de la lealtad española que nunca se desmintió, y que reconoce y admira las virtudes y los talentos que adornan. á la ilustre Gobernadora del reino.-Asi lo suplica encarecidamente à V. M., etc.-Valladolid 8 de enero de 1834.-Señora.A. L. R. P. de V. M. -Vicente de Quesada.

ESPOSICION DEL CONSEJO DE MINISTROS

A S. M. LA REINA GOBERNADORA.

APENDICE NUMERO

SEÑORA:

Los infrascriptos secretarios de Estado y del Despacho tenemos la honra de llamar en este día la atencion de V. M. hacia el punto mas importante para la firmeza y esplendor del trono, y para la suerte futura de la nacion. A V. M. está reservada la gloria de restaurar nuestras antiguas leyes fundamentales, cuyo desuso ha causado tantos males por espacio de tres siglos, y cuyo restablecimiento por la augusta mano de V. M. será el mas próspero presagio para el reinado de su excelsa hija.

No sin razon establecieron nuestros mayores, con arreglo á los códigos mas antiguos, y siguiendo una costumbre inveterada que se pierde en la cuna de la monarquía, que al advenimiento al trono de un monarca, jurase este ante las Cortes del reino las leyes fundamentales del Estado, al propio tiempo que recibia de sus súbditos el debido homenage de fidelidad y obediencia: acto augus to, solemne, que sellaba, por decirlo asi, la alianza del trono con los pueblos, invocando como testigo y juez vengador al que tiene en su mano el destino de los reyes y de las naciones.

Con no menos prevision y sabiduría se tuvo como fuero y costumbre de España que, cuando el nuevo príncipe fuese menor, se celebrase igualmente aquel solemne acto; para que los guardadores del rey niño jurasen, no solo velar con lealtad y celo en custodia de tan sagrado depósito, sino observar fielmente las leyes, no enagenando ni departiendo el señorío, y antes bien, mirando en todas cosas por el procomunal de los reinos.

Aun prescindiendo de la justicia y conveniencia de cumplir al principio de un nuevo reinado con obligacion tan espresa, es una máxima fundamental de la legislacion española, sancionada por

una série de gloriosos príncipes, y atestiguada inviolablemente por el trascurso de los siglos, que «sobre los tales fechos grandes y ar»duos se hayan de ayuntar Cortes; y se faga con consejo de los »tres estados de nuestros reinos, segun que lo ficieron los reyes >>nuestros progenitores» como decia en una ley famosa el señor don Juan II: siendo cosa asentada que se hallan en nuestras crónicas y anales muchos y muy señalados testimonios, de que este concurso legal de voluntades y de esfuerzos, lejos de enflaquecer á la potestad soberana, le sirvieron de firmisimo apoyo en circuns tancias graves.

Fué tambien principio inconcuso del derecho público de España que no pudiesen imponerse contribuciones, pechos ni tributos, sin el prévio consentimiento de las Cortes del reino: institucion admirable que preserva á los pueblos de abusos y demasías, al paso que facilita à la corona mas recursos y medios para manifeslar á fas demas naciones su fuerza y poderio, y para atender sin estrechez ni angustia á las necesidades del Estado.

Verdad es que ambas leyes (cuya observancia hubiera preservado al trono de azares que lloramos, y á la nacion de tantas pérdidas y desventuras) se vieron suprimidas subrepticiamente en la última recopilacion de nuestras leyes; pero tan poderoso es el influjo de la costumbre, y tan arraigada estaba en el ánimo de los españoles la antigua creencia de que se requeria en varios casos el concurso de las Cortes del reino, que quedó como fórmula para dar fuerza y vigor á las leyes, cuando se promulgaban sin aquel requisito, el espresar que fuesen válidas, como si hubiesen sido publicadas en Cortes.

De cuyo origen procede igualmente el haberse conservado, como un mero recuerdo de la institucion abolida, la diputacion de los reinos, compuesta de un corto número de regidores enviados por las ciudades y villas de voto en Cortes, para vigilar el cumplimiento de las condiciones y pactos estipulados con la Corona al tiempo de la concesion de millones.

Si en todas épocas y circunstancias se reputaron las Cortes del reino como una institucion esencial para el buen régimen de la monarquía, mas vivamente se echó de ver la necesidad de convocarlas durante la minoría de los príncipes, en que la potestad real, aun cuando no se vea desconocida ni disputada, adquiere mas robustez y fuerzas rodeándose de los procuradores de la nacion.

Y si asi lo ha acreditado la esperiencia aun en aquellos tiempos bonancibles en que no amagaba ni el mas leve peligro al bajel del Estado, ¿qué diremos, señora, en la ocasion presente, en que un príncipe de la estirpe real (dolor causa el decirlo) intenta arrebatar el cetro á la hija de su propio hermano, y promueve la guerra civil, como preludio de la usurpacion? Mas por lo mismo que las Cortes del reino, convocadas de intento por el augusto esposo de V. M., reconocieron y juraron como heredera de su trono, á falta de hijo varon, á su augusta primogénita; por lo mismo que, apenas ocurrido el fallecimiento del señor don Fernando VII(Q. E. G. E.),

aclamó la nacion como reina legítima de España à la que deriva su derecho de las antiguas leyes, de las costumbres patrias, del prévio juramento de los pueblos, y de la esplicita voluntad del monarca; por lo mismo que, en medio de la aciaga lucha que han promovido la ingratitud y la perfidia, y que alimentan la miseria y la ignorancia, se ostentan casi todas las provincias del reino cada dia mas fieles y sumisas al cetro suave de la reina nuestra señora; es no menos justo que político y conveniente quitar hasta el último asomo de esperanza á la faccion aleve, que proclama la usurpaciou para satisfacer sus siniestras pasiones.

Ante las Cortes generales del reino, con el libro de la ley en la mano, de la manera mas solemne de que se halle ejemplo en los fastos de la monarquía, se espondrá á la faz de la nacion y del mundo la conducta del mal aconsejado príncipe que, promoviendo la discordia civil y aspirando á usurpar el trono, provoca mas y mas cada dia las medidas severas que puede emplear legitimamente la nacion para su resguardo y defensa.

La reunion de las Cortes del reino es el único medio legal, reconocido, sancionado por la costumbre inmemorial en semejantes casos, para acallar pretensiones injustas, quitar armas á los partidos, y pronunciar un fallo irrevocable que sirva de prenda y de fianza a la paz futura del Estado.

Tantas y tan poderosas razones, que fuera inútil desenvolver ante la penetración y sabiduría de V. M., han grabado en nuestro ánimo el íntimo convencimiento de que el medio mas eficaz para afirmar en cimientos indestructibles el trono de la reina nuestra señora, á cuya sombra crecen tantas y tan halagüeñas esperanzas, es que se digne V. M. restituir su fuerza y vigor á las leyes fundamentales de la monarquía, empezando por convocar las Cortes generales del reino.

Mas de qué manera deberán convocarse? Compuesto este vasto imperio de la agregacion sucesiva de tantos y tan distintos Estados, ¿cuál es la forma que habrá de preferirse para que sirva de modelo? ¿Se convocarán las Cortes como en el antiguo reino de Aragon, como en la provincia de Valencia, ó como en el Principado de Cataluña? ¿Se elegirán por tipo las de Navarra, ó se antepondrán las de Castilla? Y aun circunscribiéndonos á este último reino, ¿qué modo de congregar las Cortes se ha de restablecer ahora, en medio de la indecible variedad que se echa de ver en este punto, segun los tiempos, la ocasion y las circunstancias? Inútil empeño seria obstinarse en buscar una pauta constante y segura del modo con que se reunian las Cortes en Castilla, cuando esta materia ha prestado vastísimo campo á las interminables disputas de sábios y eruditos. Ni produciria gran ventaja, aun cuando asequible fuera, el determinar á punto fijo la manera y forma con que se congregaban las antiguas Cortes; porque no debe ser el blanco principal de un gobierno desenterrar las antiguas instituciones, como pudieron convenir á nuestros mayores allá en siglos remotos y en circunstancias diferentes; sino aplicar con discernimiento y

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