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HISTORIA

DE LAS INDIAS.

LIBRO TERCERO.

CAPÍTULO XXV.

Explanado queda lo que tuvimos entendido de la isla de Cuba, y de lo que en ella hallamos, y de las gentes que la mo. raban ó habitaban, resta ya referir de la pasada que á ella hicimos los cristianos, puesto que yo no pasé con él, sino despues, desde á cuatro ó cinco meses, en otro viaje. Partió Diego Velazquez con sus 300 hombres de la villa de la Cabana, desta isla Española, en fin, á lo que creo, del año de 1511, y creo que fué, si no me he olvidado, á desembarcar á un puerto llamado de Palmas, que era en la tierra, ó cerca della, donde reinaba el señor que dije haberse huido de esta isla y llamarse Hatuey, y que habia juntado su gente y mostrádoles lo que amaban los cristianos como á señor propio, que era el oro, como pareció en el cap. 21. Sabida la llegada de los nuestros, y entendido que de su venida no podia resultarles sino la servidumbre y tormentos y perdicion, que en esta Española habian ya muchos dellos visto y experimentado, acordaron de tomar el remedio, que la misma razon dicta en los hombres que deben tomar, y la naturaleza áun á los animales y á las TOMO IV.

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y

cosas insensibles que no tienen cognoscimiento alguno enseña, que, contra lo que corrompe y deshace su ser, deban tomar, éste es la defension. Pusiéronse, pues, en defensa con sus barrigas desnudas y pocas y débiles armas, que eran los arcos y flechas, que poco más son que arcos de niños, donde no hay hierba ponzoñosa como allí no la hay, ó no las tiran de cerca á cincuenta ó sesenta pasos, lo que pocas veces se les ofrece hacer, sino de léjos, porque la mayor arma que ellos tienen es huir de los españoles, y así conviéneles siempre no pelear de cerca con ellos. Los españoles, los que alcanzaban, no era menester animallos ni mostralles lo que habian de hacer. Guarecióles mucho á los indios ser toda la provincia montes y por allí sierras, donde no podian servirse de los caballos, y porque luego que los indios hacen una vez cara con una gran grita, y son de los españoles lastimados con las espadas, y peor cuando de los arcabuces y alcanzados de los caballos, su remedio no está sino en huir y desparcirse por los montes donde se pueden esconder, así lo hicieron éstos, los cuales, hecha cara en algunos pasos malos, esperando á los españoles algunas veces, y tiradas sus flechas sin fruto, porque ni mataron ni creo que hirieron jamás alguno, pasados en ésto dos ó tres meses, acordaron de se esconder; siguióse luégo, como siempre se suele seguir, andar los españoles á cazallos por los montes, que llaman ellos ranchear, vocablo entre ellos muy famoso y entre ellos muy usado y celebrado, y donde quiera que hallaban manada de indios, luégo, como daban en ellos, mataban hombres y mujeres, y áun niños, á estocadas y cuchilladas, los que se les antojaba, y los demas ataban, y llevados ante Diego Velazquez, repartíaselos á uno tantos y á otro tantos, segun él juzgaba, no por esclavos, sino para que le sirviesen perpétuamente como esclavos y áun peor que esclavos, sólo era que no los podian vender, al ménos á la clara, que de secreto y con sus cambalaches hartas veces se há en estas tierras usado. Estos indios así dados, llamaban piezas por comun vocablo, diciendo: «yo no tengo sino tantas piezas y hé menester para que me sirvan tantas », de la misma

manera que si fueran ganado. Viendo el cacique Hatuey que pelear contra los españoles era en vano, como ya tenia larga experiencia en esta isla por sus pecados, acordó de ponerse en recaudo huyendo y escondiéndose por las breñas, con hartas angustias y hambres, como las suelen padecer los indios cuando de aquella manera andan, si pudiera escaparse. Y sabido de los indios que tomaban quién era (porque lo primero que se pregunta es por los señores y principales para despachallos, porque, aquellos muertos, fácil cosa es á los demas sojuzgallos), dándose cuanta priesa y diligencia pudieron en andar tras él muchas cuadrillas para tomallo, por mandado de Diego Velazquez, anduvieron muchos dias en esta demanda, y á cuantos indios tomaban á vida interrogaban con amenazas y con tormentos, que dijesen del cacique Hatuey dónde estaba; dellos decian que no sabian, dellos, sufriendo los tormentos, negaban, dellos, finalmente, descubrieron por dónde andaba, y al cabo lo hallaron. El cual, preso como á hombre que habia cometido crímen lesæ majestatis, yéndose huyendo desta isla á aquella, por salvar la vida de muerte y persecucion tan horrible, cruel y tiránica, siendo Rey y señor en su tierra sin ofender á nadie, despojado de su señorío, dignidad y estado, y de sus súbditos y vasallos, sentenciáronlo á que vivo lo quemasen, y para que su injusta muerte la divina justicia no vengase sino que la olvidase, acaeció en ella una señalada y lamentable circunstancia: cuando lo querian quemar, estando atado al palo, un religioso de Sant Francisco, le dijo como mejor pudo que muriese cristiano y se baptizase; respondió, que ¿para qué habia de ser como los cristianos, que eran malos? Replicó el Padre, porque los que mueren cristianos van al cielo y allí están viendo siempre á Dios y holgándose; tornó á preguntar si iban al cielo cristianos, dijo el Padre que sí iban los que eran buenos: concluyó diciendo que no queria ir allá, pues ellos allá iban y estaban. Esto acaeció al tiempo que lo querian quemar, y así luégo pusieron á la leña fuego y lo quemaron. Esta fué la justicia que hicieron de quien tanta contra los españoles tenia para des

truillos y matallos como á injustísimos y crueles enemigos capitales, no por más de porque huia de sus inícuas é inhumanas crueldades; y ésta fué tambien la honra que á Dios se dió, y la estima de su bienaventuranza que tiene para sus predestinados, que con su sangre redimió, que sembraron en aquel infiel, que pudiera quizá salvarse, los que se llamaban y arreaban de llamarse cristianos. ¿Qué otra cosa fué decir que no queria ir al cielo, pues allá iban cristianos, sino argüir que no podia ser buen lugar, pues á tan malos hombres se les daba por eterna morada? En ésto paró el Hatuey, que, cuando supo que para pasar desta isla á aquella los españoles se aparejaban, juntó su gente para la avisar por qué causa les eran tan crueles y malos, conviene á saber, por haber oro, que era el Dios que mucho amaban y adoraban. Bien parece que los cognoscia, y que con prudencia y buena razon de hombre temia venir á sus manos, y que no le podia venir dellos otra utilidad, otro bien, ni otro consuelo, al cabo, sino el que le vino.

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