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Cuando el talle esbelto agitan
Ligeras undulaciones,

Heridos de amor palpitan

Mil corazones.

Es su divisa

Tierna sonrisa;

El dulce aliento

De estas palomas

Esparce al viento

Suaves aromas,

Que enardecen las pasiones,

Y sucumben en la lid

Mil corazones.

¡Viva!

¡Viva la sal de Madrid!

Mientras don Eduardo estaba walsando con la marquesita, presentose don Agapito, que por efecto de generosa delicadeza de parte de su rival, habia sido uno de los primeros en la lista de los convidados.

Despues de saludar al duque y á otras muchas personas conocidas, particularmente á las señoras mas notables por sus títulos de nobleza, fué á sentarse en una de dos sillas, únicas que halló vacantes, y mientras duró el wals tuvo clavados los ojos á través de su lente, sobre la marquesita de Verde-Rama, y parecíale mas bella, mas linda, mas interesante, mas encantadora que nunca.

No se le ocultó á don Eduardo la avidez con que el poeta contemplaba á su futura, y como esto no dejaba de mortificarle, aunque levemente, quiso tomar venganza aprovechando cuantas ocasiones se presentasen de dar tortura á su rival, contra quien era acaso mas severo de lo que le dictaban sus nobles sentimientos, por la antipatía que le inspiraba la necia presuncion de un pedante que pasaba entre los aristocratas por un profundo literato, solo porque hablaba mitológicamente y escribia en términos campanudos que nadie entendia, y que únicamente los necios celebraban.

Al terminar el wals, dirigiose don Eduardo, conduciendo de la mano á la marquesita, hácia la silla vacante junto á la que ocupaba don Agapito.

Este, como es natural, levantose para saludar á la hermosa jóven; y aun tuvo la generosa amabilidad de ofrecer, con repetidas instancias, su asiento á don Eduardo. Aparentó este no querer mostrarse menos caballero, y obligó á don Agapito á permanecer junto á la que entrambos amaban.

El objeto del duquecito era castigar el atrevimiento con que el poeta habia enristrado el lente y le habia mantenido largo rato fijo recreándose en los encantos de la marquesita, haciéndole oir los piropos que con apasionado acento iba á dirigir el primero al bello objeto de su flamante cuanto afortunada conquista.

-¡Qué hermosa está usted, Elisa!-decíale don Eduardo con ternura.

-Es lisonja de usted, Eduardo-respondió la marquesita mirando tiernamente á su galanteador;-pero no importa, las lisonjas de usted me llenan de orgullo y de placer; con todo..... soy tan ambiciosa, que no me satisface aun el parecerle á usted bonita... desearia me digese usted algo mas...

-Todo mi afan se reduce á complacer á usted; ¿qué desea que le diga?

usted

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Estas palabras las pronunció la hermosa jóven fingiendo un caudor angelical.

-No puedo satisfacer á usted-contestó con amable sonrisa don Eduardo.

-¿Cómo así?-replicó alarmada la marquesita.

-Porque prefiero decir á usted... que la adoro.

Al oir esto, levantose bruscamente don Agapito, en ademan de alejarse.

-Quieto, quieto-díjole con ironía don Eduardo deteniéndole.-Estás perfectamente.

-Perdona, amigo mio-replicó don Agapito fingiendo extraordinaria alegría.-Veo allí en frente una hermosa mascarilla á quien hace rato que aguardaba. Es una niña agraciada con quien estoy en amorosas relaciones..... Apenas cuenta quince abriles y

es hechicera como Licosia, la mas hermosa de las tres Sirenas. Eso ya es otra cosa..... Anda, chico, anda á camelar á tu Sirena de quince abriles y mira de no tener que dar esta vez el salto de Léucade.

Ya supondrá el lector que lo que acababa de decir don Agapito en voz bastante alta para que pudiese oirlo la marquesita, era una falsedad hija de los celos.

Sentada en frente de la jóven marquesa, habia en efecto una máscara que llevaba un riquísimo trage de valenciana de la Huerta. Un aderezo de hermosísimos brillantes se armonizaba perfectamente con la blancura de su erguido cuello de cisne. Su pecho divinamente contorneado, contrastaba con su reducida cintura, que al menor movimiento, mecíase de un modo flexible y graciosamente voluptuoso.

Don Agapito no conocia á esta encantadora máscara; pero para vengarse de la inaudita ingratitud de la marquesita, afectaba mostrarse muy complacido á su lado. No la abandonaba un momento, bailaba con ella cuanto la música tocaba, y esmerábase por darla gusto en todo, con tan ardiente entusiasmo, que no parecia sino que estuviese frenéticamente enamorado de ella.

Entretanto, la marquesita y don Eduardo curábanse poco de las extravagancias del poeta, ambos embebidos en su amorosa

conversacion.

Y no se crea que don Eduardo estuviese enamorado de la marquesita. Nada de eso. Habíale dicho que la adoraba, únicamente por dar celos á su rival; pero no era así. Gustábale aquella hermosa jóven; mas estaba muy lejos de amarla. Notaba en ella algunos defectos, y como eran susceptibles de fácil correccion, no queria oponerse al deseo de su padre, mayormente cuando tantas ventajas resultaban de los dos matrimonios, segun hemos indicado ya en otro capítulo.

El duquecito queria hacerse ilusion, pretendia engañarse á sí mismo, y con este objeto continuaba prodigando galanteos á la marquesita.

Eran ya las altas horas de la noche, y se acercaba el término del baile, cuando mas animada estaba la conversacion de estos

amantes.

-No necesita usted adornos para estar hermosa-le decia mostrándose cada vez mas amartelado; pero sin embargo, sabe usted hacer uso de ellos con tanta elegancia, que añaden, si es posible, nuevos atractivos á los muchos que usted atesora.

-Será así; pero con todo... me falta una joya que seria para mí la mas preciosa... la mas querida.

-¿Una joya?

-Si tuviera el retrato de usted...

¡Mi retrato!

-¿Lo estraña usted?

-Como yo no poseo el de usted.....

-No repetirá usted semejante escusa—dijo la marquesita entregando su miniatura á don Eduardo.

-Parecido es; pero no tan bello como el original.

-¿Puedo contar ya con el de usted?

-Nada mas fácil, Elisa. Solo tardará usted en poseerle los dias que el pintor necesite para retratarme.

Gracias, amigo mio, gracias. Crea usted que le llevaré siempre junto al corazon, porque dentro del corazon solo cabe el original.

-Es usted tan amable como hermosa.

Don Agapito á su vez no habia estado menos galante con la Sirena de los quince abriles. Toda la noche obsequiándola por todos estilos, sin dejar de bailar un wals ni una sola contradanza con su graciosa valenciana.

-¿Por qué no te quitas la careta, amable mascarilla?-deciale con afan.

-No, que soy muy fea-le respondió la máscara.

-¡Oh!.... es imposible!.... Ese cuello de alabastro.... esos ojuelos donde se anida el Dios vendado..... ese pecho virginal que se eleva encantador á semejanza del trono de Venus... esa angosta

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cintura flexible como las palmas, candoroso emblema de la virginidad, anuncian otras mil perfecciones que anhelo conocer, y que solo tú, linda mascarilla, y la diosa de Citeres poseeis en tan alto grado.

¿No has dicho que me acompañarias á mi casa?

-Y lo repito.

-Pues bien, allí verás mi rostro.

-¿A qué fin dilatar el momento feliz de admirar tus bellas facciones?

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Porque tal vez has andado algo ligero en elegirme por el objeto predilecto de tus amores. Quién sabe si al quitarme la mascarilla dejarás de amarme.

-No por cierto; entonces mas que nunca..... ¡oh!..... juro amarte como amaba Adonis á la enamorada Venus bajo la sombra de los altísimos cedros del Líbano.

La gentil mascarilla quitose de improviso la careta.

Don Agapito lanzó un grito de horror y abandonó despavorido el baile, huyendo á ocultar en su lecho la vergüenza y desesperacion que le ahogaban.

Entretanto reíase de una manera horrible la vieja tarasca, que habia ocultado hasta entonces los estragos de medio siglo y tres lustros, bajo el pintado carton que velaba su rostro de mandril.

De repente un prolongado murmullo cautivó la atencion del dueño de la casa.

Todos los concurrentes se agolpaban ansiosos en torno de una máscara que con andar lento y magestuoso atravesaba el salon. Todos la contemplaban atónitos y le dejaban libre el paso. Parecia una sombra.

Era sin embargo una linda gitana vestida con sin igual dono

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