Imágenes de páginas
PDF
EPUB

che, no me era del todo insípido. Pero señor, ahora estamos en España, y para que el calor corporal sea duradero, prefiero cenar á la española, intercalando unas sopas caldositas y un buen guisado con algunos tragos de Valdepeñas.

-Tú siempre has sido un tragon. ¿A que te gustaba mas la comida en Francia que en Inglaterra?

-No he pasado malos ratos en los restaurants de París. A lo menos no se comia en ellos la carne cruda como en Londres. -Siempre has sido mas amigo de los franceses que de los ingleses.

-¿Yo amigo de los franceses? Bien sabe usted que tengo, como usted mismo, muy poderosos motivos para odiarlos.

-Pues ese casacon y esa peluca con que apareces tan respetable á los ojos de todo el mundo, es trage oriundo de la restauracion francesa.

-Me he aclimatado á él sin intencion, y á mi edad no es cosa de ir en pos de los figurines para acicalarme á la moda. Con que ¿no se anima usted á cenar?

-No, tomaré, como he dicho antes, una taza de té.

¿ En la cama?

-No... Aquí mismo.

-Voy por ella. Hay agua caliente... no tengo mas que echarle algunas hojas de té, y Cristo con todos.

Mientras Ambrosio fué en busca del té, quitose el duque el frac y se puso un leviton con pieles que al efeto habia dejado Ambrosio en el respaldo de un sillon, lo mismo que una gorrita de paño con visera como á la sazon solían usarse. Zapatillas de pieles sustituyeron á los zapatos de charol.

Hechas estas evoluciones de trage, sentose el duque en un sillon junto á la mesa.

No tardó en reaparecer Ambrosio con el té.

-Déjalo ahí, que yo me lo arreglaré á mi gusto-le dijo el duque.

-Como usted mande.

-Ahora toma asiento.

El criado no se hizo de rogar y ocupó el mismo sillon junto á la lumbre donde poco antes habia echado un breve sueño.

Mientras el duque iba echando terroncitos de azúcar en la taza del té, entabló con su fiel criado la conversacion siguiente:

-¿Ha vuelto Eduardo?

-Hace dos horas que duerme... Tampoco ha querido cenar. Sin embargo, tiene mas juicio que su padre. Rara es la noche que á las once no esté ya en casa.

-Demasiado juicioso en efecto.... Siempre se me antoja que está triste, y esto aumenta mi desazon. Así no podemos vivir. Esto parece un palacio encantado... todo respira melancólica soledad. Yo no he nacido para vivir aislado, Ambrosio... Aquí solo... me consumo... Las noches que no paso en acerbo insomnio, asáltanme horribles pesadillas.

-Es un castigo de Dios.

-Si Dios es justo, no debe castigarme tan severamente.
-La falta de usted ha sido muy grave.

-¿Grave?

-Sí señor, gravísima.

-Propia de todos los jóvenes.

-De los libertinos.

-Entonces pocos dejan de serlo.

-Desgraciadamente es positivo.

—Pues si tan grave era mi falta ¿por qué me ayudaste?

-Creí que las intenciones de usted eran mas honradas. ¿Hablas de veras?

-No es la primera vez que hablo á usted en estos términos. -Y te vas haciendo insufrible.

-Porque no apruebo la conducta de usted.

-¿Tan mala fué?

-Perversa. ¡Seducir á una pobre niña, de humilde condicion, sacarla del hogar paterno, establecerla en un palacio, y despues de haberla hecho dos veces madre, abandonarla sin pie

dad! No tiene usted derecho á quejarse si es usted toda su vida. infeliz.

-Tú mismo dices que abandoné á esa muger, y ahí empezó mi arrepentimiento.

-Ahí empezó lo mas horroroso del crímen que ha de exacerbar incesantemente los sinsabores que hacen á usted desgraciado. -¡Ambrosio !-gritó con imperio el duque.

—Señor, alegó el criado con dignidad—si le ofende á usted mi franqueza, arrójeme de su lado como arrojó á la pobre señorita: iré á pedir limosna; pero estará tranquila mi conciencia. Llamaré á todas las puertas para pedir pan, menos á la del palacio del duque de la Azucena. Su dueño tiene un corazon empedernido. - Eres muy cruel!-exclamó con abatimiento el duque. ¡Muy ingrato! Cuando yo te colmo de beneficios, parece que tú hallas singular placer en lacerar mi corazon.

[ocr errors]

-Mas desgarrado tengo yo el mio, por haberse mostrado usted siempre sordo á mis consejos.

-¿Y qué me aconsejabas tú, Ambrosio?

-Le aconsejaba á usted, que en vez de abandonar á la cándida jóven que habia seducido, la hiciera su esposa, devolviéndole con tan noble proceder el honor que villanamente le habia usted arrebatado.

-¡Ambrosio !-gritó otra vez el duque, destellando marcado

enojo.

-Fuí su cómplice de usted para seducir á la inocencia, esto nos hace iguales siempre que se trata de un crímen perpetrado entre los dos, y esta igualdad me autoriza á vituperar su conducta de usted. Cuando ya no hay en el mundo mas que una sola persona que esté en el horrible secreto, ¿quiere usted que esta persona enmudezca y no le arroje á usted continuamente en rostro su ini– quidad? Esto seria hacer tambien á Dios cómplice de nuestro crímen; Dios no puede permitir que viva usted tranquilo, y por eso exalta mi fantasía hasta el frenesí con el recuerdo de la desastrosa muerte que sufrió mi señorita. Si usted no la hubiera abandonado,

si la hubiera usted hecho su esposa, viviria aun... y acaso los dos

serian ustedes felices.

-Eso era imposible.

-¡Imposible!

-Tan solo el imaginarlo era delirar.

-¡Delirar! ¿Por qué razon?

-Ya te lo dige entonces. Tú no entiendes de estas cosas, buen Ambrosio.

- Demasiado las entiendo. Los grandes señores, los hombres que atesoran riquezas bien ó mal adquiridas, créense autorizados para cometer impunemente todo linage de escesos. Ven á una linda jóven, y les basta saber que es pobre para no arredrarse por los medios de seducirla. Le juran ternezas, prodigan el oro, la fascinan con promesas de fingida honradez..... cede la incauta niña á tantos halagos, se perpetra el crímen, y Cristo con todos. Satisfecho ya el brutal apetito, las molestias del hastío reemplazan los gérmenes de la pasion que se marchita á la par que la purpurina rosa del honor de la niña.

-Tu elocuencia es impertinente, Ambrosio... Cesa ya de una vez... Me martirizas con esos recuerdos.

-No es mia esta elocuencia... Me la inspira Dios... porque si los ricos no hallan en este mundo quien castigue sus demasías, la justicia de Dios alcanza á todos.

-Demasiado lo sé, Ambrosio, y te juro que mi arrepentimiento es sincero.

-Ahora es tarde ya.... ¡No existe la desgraciada! ¡ Yo la ví morir! Cuando vivia podia usted haberla desagraviado.

-No era posible.

-¿Por que era pobre?

-Pobre y de humilde condicion.

-Era virtuosa.

-Pero no era noble.

¿Y por qué no reparó usted en todos esos inconvenientes,

antes de seducirla?

...

Qué sé yo........... Confieso mi falta; pero hace tanto tiempo que la estoy expiando!... Tú mismo ves que son espantosas las pesadillas que de contínuo me atormentan!........ Ellas............ y tú....... he Ellas..... aquí mis torturas! Tú, Ambrosio, á quien he querido siempre como hermano.... me estás martirizando.... Ten, por Dios, compasion de mí....

El duque se levantó, se acercó á su criado y pronunció con tanta emocion sus últimas palabras, estrechando fraternalmente entre las suyas las manos de Ambrosio, que el anciano se enterneció, y despues de enjugarse una lágrima, dijo en tono consolador:

—Dios quiera apiadarse como yo de ese arrepentimiento, que aunque tardío es un destello de virtud.

El duque volvió á su asiento.

-Sí, mi buen Ambrosio, Dios se apiadará de mí.

-Y yo tendré en ello una verdadera satisfaccion.
-Lo sé, amigo mio, lo sé.

-Conozco, señor, que soy insoportable cuando me abandono á ciertas reflexiones, que no debiera ya alimentar, pues se trata al fin de un desliz de la juventud, que no tiene remedio. Dice usted bien, me llena usted de beneficios, y le pago con ingratitudes. Desde ahora prometo enmendarme y no molestar á usted mas con intempestivas reconvenciones.

-Mucho te agradezco tu resolucion, Ambrosio.

Este virtuoso anciano habia nacido en casa del duque, habia sido su compañero en la niñez y su confidente en las travesuras de la juventud. Era fiel depositario de todos sus secretos, y solo por estas poderosas razones sufria el duque, á pesar de su genio altivo, las impertinentes reconvenciones del sexagenario regañon.

¿De veras, cree usted vivir tranquilo ?—Preguntó con afecto el viejo Ambrosio á su amo.

-Confio en Dios que se acabarán pronto estos padecimientos.
-¿Cómo así, señor?

-Tú que has sido siempre el confidente único de todos mis

« AnteriorContinuar »