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cian. Mas no debieron hacerlo con demasiada precaucion ni disimulo, puesto que no era un secreto ni un misterio para nadie que en el real sitio de San Lorenzo se formaba la nube que brevemente habia de lanzar sus rayos sobre el edificio constitucional, y lo que ántes era solo recelo ó presentimiento se convirtió en conviccion, y casi en evidencia de la conspiracion que existia. Con este motivo habia exaltacion en el partido liberal, prevencion en los ministros contra el rey y la córte, irritacion y ódio en el monarca y sus consejeros secretos contra el gobierno y los constitucionales; y como la irritacion es siempre mala consejera, la precipitacion y la imprudencia estuvieron esta vez de parte del rey y de los cortesanos.

Una semana hacia solamente que se habian cerrado las Córtes, cuando se presentó al capitan general de Castilla la Nueva don Gaspar Vigodet el general don José Carvajal (16 de noviembre, 1820) con una carta autógrafa del rey, en que S. M., ordenaba al primero entregase á Carvajal el mando de Castilla la Nueva, para el que habia sido nombrado. Como la órden no iba refrendada por ningun ministro, circunstancia indispensable para ser obedecida segun el artículo 225 de la Constitucion, rehusó Vigodet cumplimentarla; porfiaba Carvajal por que lo fuese, y despues de una viva polémica resolvieron pasar los dos al ministerio de la Guerra. Era entonces ministro de este ramo el célebre marino don Cayetano Valdés,

muy reputado por su probidad y por su síncera adhesion á los principios constitucionales. Sorprendió al ministro el nombramiento, y sobre todo la forma; convencióse de su ilegalidad, y puesto en conocimiento de los demas secretarios del Despacho un suceso que descorria ya el velo á anteriores sospechas, acordaron no dar cumplimiento al mandato inconstitucional.

Pudo el gobierno haber procurado ocultar el hecho, y aun pasar al Escorial á fin de obtener la revocacion de aquella órden funesta, y de no haberlo ejecutado así le hicieron algunos, entonces y después, un cargo grave: movieron al gobierno á obrar de otro modo consideraciones de gran peso. En primer lugar lo miró como un acto premeditado de parte del rey, como una provocacion, resultado de un plan preconcebido, como un guante que se le arrojaba, y que no podia excusarse de recoger. Temia en segundo lugar que traspirando el suceso en el público, sin poderlo evitar, pudiese él mismo pasar por cómplice de planes reaccionarios á los ojos del partido exaltado que ya censuraba su moderacion y su templanza, y del cual habia de tener que valerse para resistir la conjuracion absolutista que asomaba ya por todas partes, y de que él mismo habia de ser la primera víctima. Ello es que se divulgó el suceso por la poblacion de Madrid, y con él se difundió la agitacion, y cundió instantáneamente la alarma, y se llenaron de gente aca

á

lorada las sociedades patrióticos á pesar de su supresion oficial: la Fontana volvió á abrir sus sesiones y levantar su tribuna, y el pueblo envió diferentes mensajes á la diputacion permanente de Córtes, que presidia el señor Muñoz Torrero, excitando su patriotismo, como encargada por la Constitucion de velar por las leyes fundamentales del Estado.

Entretanto los hombres mas ardientes y de opiniones extremas lanzábanse á las calles, concitaban los ánimos con discursos incendiarios, y pedian la cabeza de Carvajal. La milicia y la guarnicion se pusieron sobre las armas, pero ni impedian el motin, ni parecian mostrarse inquietas por el desórden; los ministros dejaban obrar, y sus amigos más promovian que contrariaban el bullicio. Los papeles habian cambiado en muy pocos dias; recientemente los patriotas fogosos y los cortesanos se habian entendido para trabajar contra los ministros de la corona; ahora los ministros de la corona y los revolucionarios ardientes se armaban en contra de la córte y de los consejeros privados del rey. El ayuntamiento, influido por aquella calurosa atmósfera, elevaba al rey sus quejas en términos poco mesurados. La Diputacion permanente se decidió á escribir al rey manifestándole lealmente el verdadero estado de la capital, y pidiéndole apartase de su lado á los consejeros que le extraviaban y comprometian, que volviese cuanto ántes á la córte á fin de calmar la efervescencia de los ánimos, y que convocára

cuanto ántes Córtes extraordinarias. Aterrado el rey con la tempestad que veia haberse levantado, y sin valor sus cortesanos para arrostrar las consecuencias del mal paso en que le habian metido, retrocedieron todos, y el rey contestó á la Diputacion, que daria gusto á la heróica villa y un nuevo testimonio de su ilimitada gratitud á la nacion entera, regresando á la capital, pero que la dignidad y el decoro de la corona no consentian que un rey se presentase en medio de un pueblo alborotado, y así solo esperaba á que se restableciera la tranquilidad; que más doloroso le era el sacrificio que habia hecho de separar á su mayordomo mayor y á su confesor (1), que era una de las peticiones de aquél, aunque protestaba no haberse mezclado nunca en negocios agenos á sus atribuciones; y que respecto á convocar Córtes extraordinarias, estaba pronto á ello siempre que se dijera cuál era el objeto único para que debian congregarse.

Trasmitió el secretario de la Diputacion (2) el contenido de esta respuesta al ministro de la Gobernacion, y púsose luego en conocimiento del pueblo, exhortándole al restablecimiento del órden, y esperándolo así de su cordura. En efecto, en la tarde del 21 (noviembre, 1820) se resolvió el rey á hacer su entra

(1) El mayordomo mayor era el conde de Miranda; el confesor don Victor Saez.

(2) Lo era don Vicente Sancho, hombre de muy claro talento y uno de nuestros mas ilus

tres políticos, á quien el autor de esta historia tuvo por compañero en la comision de Constitucion en las Cortes Constituyentes de 1854 á 1856.

da pública en Madrid. Numerosos grupos habian salido á esperarle á media legua de distancia, pero este acompañamiento, que le siguió hasta la entrada en palacio, no debió serle muy agradable por el género de vivas con que atronaban sus oidos, y la clase de canciones que le entonaban. Asomóse no obstante el rey al balcon á presenciar el desfile de las tropas, y entonces la apiñada multitud prorumpió en la más frenética gritería, y en las más descompuestas é irreverentes demostraciones, no habiendo linaje de insultos que no le prodigára. Mientras unos con sus roncas voces atronaban el espacio, otros subiéndose en hombros de la plebe levantaban el brazo y agitaban el libro de la Constitucion, y le enseñaban al rey en ademan de amenaza, y luego le apretaban al corazon ó le aplicaban los lábios. Sobre los hombros de otros se vió elevado un niño de corta edad: «¡Viva el hijo de Lacy! ¡Viva el vengador de su padre!» gritaban las desaforadas turbas.

Retiróse el rey del balcon, lacerado con tales escenas su corazon, encendido su rostro y brotando de sus ojos el despecho y la ira. De los de la reina corrian las lágrimas en abundancia; consternados estaban los infantes sus hermanos; y fuera del palacio fué fácil pronosticar, sin necesidad de discurrir mucho, que, fuese la culpa de unos ó de otros ó de todos, no habia que esperar ya sino funestos resultados, violentos choques, y una pugna abierta y lamentable en

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