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un engaño en que he estado todo el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he tenido por discreto y prudente en todas vuestras acciones; pero ahora veo que estáis tan lejos de serlo, como lo está el cielo de la tierra. ¡Cómo! ¿que es posible que cosas de tan poco momento, y tan fáciles de remediar, puedan tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el vuestro, y tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores? A la fe, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad lo que digo? Pues estadme atento, y veréis cómo en un abrir y cerrar de ojos confundo todas vuestras dificultades, y remedio todas las faltas que decís que os suspenden y acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro famoso Don Quijote, luz y espejo de toda la caballería andante.

-Decid, le repliqué yo, oyendo lo que me decía: ¿de qué modo pensáis llenar el vacío de mi temor, y reducir a claridad el caos de mi confusión?

A lo cual él dijo:

-Lo primero en que reparáis, de los sonetos, epigramas o elo gios que os faltan para el principio, y que sean de personajes gra ves y de título, se puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos; y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Empe rador de Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido, y hubiere algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan, y murmuren desta verdad, no se os de dos maravedís, porque ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes.

>En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino hacer de manera que vengan a peio algunas sen. téncias o latines que vos sepáis de memoria, o a lo menos, que os cueste poco trabajo el buscallos, como será poner, tratando de libertad y cautiverio:

Non bene pro toto libertas venditur auro.

y luego en el margen citar a Horacio, o a quien lo dijo.
>Si tratáredes del poder de la muerte, acudir luego con

...Pallida mors æquo pulsat pede
Pauperum tabernas, regumque turres.

>Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al ene migo, entraros luego al punto por la Escritura Divina (que lo podéis hacer con tantico de curiosidad), y decir las palabras, por lo menos, del mismo Dios: Ego autem dico vobis: diligite inimicos vestros.

Si tratáredes de malos pensamientos, acudid con el Evangelio: De corde exeunt cogitationes mala. Si de la instabilidad de los ami gos, ahí está Catón, que os dará su dístico:

Donec eris felix, multos numerabis amicos;
Tempora si fuerint nubila, solus eris.

►Y con estos latinicos, y otros tales, os tendrán siquiera por gramático; que el serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy.

En lo que toca al poner anotaciones al fin del libro, segura mente lo podéis hacer desta manera. Si nombrais algún gigante en vuestro libro, hacelde que sea el gigante Golías; y con sólo esto, que os costará casi nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: El gigante Golíus o Goliat fué un filisteo, a quien el pastor David mató de una gran pedrada, en el valle de Terebinto, según se cuenta en el libro de los Reyes... en el capítulo que vos halláredes que se escribe.

>Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo cómo en vuestra historia se nombre el río Tajo, y veréisos luego con otra famosa anotación, poniendo: El río Tajo fué así dicho por un rey de las Españas: tiene su nacimiento en tal lugar, y muere en el mar Océano, besando los muros de la famosa ciudad de Lisboa, y es opinión que tiene las arenas de oro, etc.

>Si tratáredes de ladrones, yo os daré la historia de Caco, que la sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el Obispo de Mondo fñedo, que os prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de crueles, Ovidio os entregará a Medea; si de encantadoras y hechiceras, Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el mesmo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dará mil Alejandros.

►Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas; y si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia.

En resolución, no hay más sino que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas hitsorias en la vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes, y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.

>Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprove chado en la simple y sencilla historia vuestra; y cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro; y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o no los seguistes, no yéndole nada en ello: cuanto más que, si bien caigo en la cuenta, este vues tro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le faltan, porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada san Basilio, ni alcanzó Cicerón, ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la astrología; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene que aprove charse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo; pintando, en todo lo que alcan záredes y fuere posible, vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos, sin intricarlos y escurecerlos, Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado pосо».

Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía; y de tal manera se imprimieron en mí sus razones, que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por buenas, y de ellas mismas quise hacer este Prólogo, en el cual verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso Don Quijote de la Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel, que fué el más casto enamorado y el más valiente caballero que de muchos años a esta parte se vió en aquellos contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan notable y tan honrado caballero; pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas. Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no olvide. Vale.

De la condición y ejercicio del famoso hidalgo
Don Quijote de la Manoha.

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mismo, y los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años: era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben); aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad. Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año), se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le pare. cían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de amoríos, donde en muchas partes hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal >manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra >fermosura». Y también cuando leía: «Los altos cielos, que de vues. >tra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen >>merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza».

Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que D. Belianís daba y recebía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aven tura: y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y dalle fin, al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.

Tuvo muchas veces competencia con el Cura de su lugar (que era hombre docto, graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas Maese Nicolás, barbero del mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era Don Galaor, hermano de Amadis de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro de manera, que vino a perder el juicio. Llenósele la fan tasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruiz Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encan tado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado.

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