D. FRANCISCO DE MONCADA 1586-1635 No es mucho lo que se sabe de este autor. Nació en Ronda; tuvo cargos honoríficos en España, fué Mayordomo Mayor de la Infanta Isabel Clara Eugenia y Generalísimo de los ejércitos de Flandes, donde murió. Escribió Antigüedades del Santuario de Monserrate, Genealogía de la casa de los Moncadas y Expedición de catalanes y aragoneses contra turcos y griegos. En esta última obra, que es un compendio de la Crónica de Muntaner, y a la que debe Moncada su nombre como escritor y el ser contado entre las Autoridades de la Lengua, usa de un estilo llano y sencillo, que en más de una ocasión llega a ser desaliñado. DE LA «EXPEDICIÓN DE CATALANES Y ARAGONESES CONTRA TURCOS Y GRIEGOS» PROEMI0 Mi intento es escribir la memorable expedición y jornada que los catalanes y aragoneses hicieron a las provincias de levante, cuando su fortuna y valor andaban compitiendo en el aumento de su poder y estimación; llamados por Andrónico Paleólogo, Emperador de griegos, en socorro y defensa de su imperio y casa; favorecidos y estimados en tanto que las armas de los turcos le tuvieron casi oprimido, y temió su perdición y ruina: pero, después que por el esfuerzo de los nuestros quedó libre dellas, maltratados y perse· guidos con gran crueldad y fiereza bárbara, de que nació la obliga. ción natural de mirar por su defensa y conservación, y la causa de volver sus fuerzas invencibles contra los mismos griegos y su Príncipe Andrónico; las cuales fueron tan formidables, que causaron temor y asombro a los mayores príncipes de Asia y Europa, perdición y total ruina a muchas naciones y provincias, y admiración a todo el mundo. Obra será ésta, aunque pequeña, por el descuido de los antiguos, largos en hazañas, cortos en escribirlas, llena de varios y extraños casos, de guerras continuas en regiones remotas y apartadas, con varios pueblos y gentes belicosas, de sangrientas batallas y victorias no esperadas, de peligrosas conquistas acabadas con dichoso fin por tan pocos y divididos catalanes y aragoneses, que al principio fueron burla de aquellas naciones, y después instrumento de los grandes castigos que Dios hizo en ellas. Vencidos los turcos en el primer aumento de su grandeza otomana, desposeídos de grandes y ricas provincias de la Asia Menor, y a viva fuerza y rigor de nuestras espadas encerrados en lo más áspero y desierto de los montes de Armenia; después, vueltas las armas contra los griegos, en cuyo favor pasaron, por librarse de una afrentosa muerte, y vengar agravios que no se pudieran disimular sin gran mengua de su estimación y afrenta de su nombre; ganados por fuerza muchos pueblos y ciudades; desbaratados y rotos poderosos ejércitos; vencidos y muertos en campo reyes y príncipes; grandes provincias destruídas y desiertas; muertos, cautivos o desterrados sus moradores (venganzas merecidas más que lícitas); Tracia, Macedonia, Tesalia y Beocia penetradas y pisadas, a pesar de todos los príncipes y fuerzas del Oriente; y últimamente, muerto a sus manos el Duque de Atenas con toda la nobleza de sus vasallos y de los socorros de franceses y griegos, ocupado su estado, y en él fundado un nuevo señorío. En todos estos sucesos no faltaron traiciones, crueldades, robos, violencias y sediciones; pestilencia común, no sólo de un ejército colectivo y débil por el corto poder de la suprema cabeza, pero de grandes y poderosas monarquías. Si como vencieron los catalanes a sus enemigos, vencieran su ambición y codicia, no excediendo los límites de lo justo, y se conservaran unidos, dilataran sus armas hasta los últimos fines del Oriente, y viera Palestina y Jerusalén segunda vez las banderas cruzadas. Porque su valor y disciplina militar, su constancia en las adversidades, sufrimiento en los trabajos, seguridad en los peligros, presteza en las ejecuciones, y otras virtudes militares, las tuvieron en sumo grado, en tanto que la ira no las pervirtió; pero el mismo poder que Dios les entregó para castigar y oprimir tantas naciones, quiso que fuese el instrumento de su propio castigo. Con la soberbia de los buenos sucesos, desvanecidos con su prosperidad, llegaron a dividirse en la competencia del gobierno; divididos, a matarse; con que se encendió una guerra civil tan terrible y cruel, que causó sin comparación mayores daños y muertes que las que tuvieron con los extraños. Parte de Sicilia la armada, y qué gente y milioia fué Embarcóse toda la gente en el puerto de Mesina, y antes de salir del Faro, se tomó muestra general, y se hallaron, según Muntaner, efectivos mil quinientos hombres de cabo para el servicio de la armada, sin los oficiales, y cuatro mil infantes almugávares. Nicéforo Gregoras, autor poco fiel en alguno destos sucesos, dice que Roger pasó sólo mil hombres a Grecia; pero George Pachimerio ya concuerda con Muntaner, y afirma que fueron ocho mil los que pasaron. Éste, a mi parecer, es el verdadero número; porque seis mil y quinientos soldados de paga es cierto que llegaron hasta el número de ocho mil con los criados y familias de los capitanes y ricoshombres. Y aunque estos dos autores no concordaran, la fe de Nicéforo fuera siempre dudosa; porque a Roger, siendo capitán de solos mil hombres, no me puedo persuadir que Andrónico le hiciera megaduque, y le casara con su nieta sin haber precedido servicios. No parecerá ajeno del intento, pues toda nuestra infantería fué de almugávares, decir algo de su origen. La antigüedad, madre del olvido, por quien han perecido claros hechos y memorias ilustres, entre otras que nos dejó confusas, ha sido el origen de los almugávares; pero según lo que yo he podido averiguar, fué de aquellas naciones bárbaras que destruyeron el imperio y nombre de los romanos en España, y fundaron el suyo, que largo tiempo conservaron con esplendor y gloria de grande majestad, hasta que los sarracenos en menos de dos años le oprimieron, y forzaron a las reliquias deste universal incendio que entre lo más áspero de los montes buscasen su defensa, donde las fieras muertas por su mano les dieron comida y vestido. Pero luego, su antiguo valor y esfuerzo, que el regalo y delicias tenían sepultado, con el trabajo y fatiga se restauró, y les hizo dejar las selvas y bosques, y convertir sus armas contra moros, ocupadas antes en dar muerte a fieras. Con la larga costumbre de ir divagando, nunca edificaron casas ni fundaron posesiones; en la campaña y en las fronteras de enemigos tenían su habitación y el sustento de sus personas y familias; despojos de sarracenos, en cuyo daño perpetuamente sacrificaban las vidas, sin otra arte ni oficio más que servir pagados en la guerra, y cuando faltaban las que sus reyes hacían, con cabezas y caudillos particulares, corrían las fronteras; de donde vinieron a llamar los antiguos el ir a las correrías, ir en almugavería. Llevaban consigo hijos y mujeres, testigos de su gloria o afrenta; y, como los alemanes en todos tiempos lo han usado, el vestido de pieles de fieras, abarcas y antiparas de lo mismo. Las armas, una red de hierro en la cabeza a modo de casco, una espada, y un chuzo algo menor de lo que se usa hoy en las compañías de arcabuceros; pero la mayor parte llevaban tres o cuatro dardos arrojadizos. Era tanta la presteza y violencia con que los despedían de sus manos, que atravesaban hombres y caballos armados; cosa al parecer dudosa, si Desclot y Muntaner no lo refirieran, autores graves de nuestras historias, adonde largamente se trata de sus hechos, que pueden igualar con los muy celebrados de romanos y griegos. Carlos, Rey de Nápoles, puestos ante su presencia algunos prisioneros almugávares, admirado de la vileza del traje, y de las armas, al parecer inútiles contra los cuerpos de hombres y caballos armados, dijo con algún desprecio que si eran aquellos los soldados con que el Rey de Aragón pensaba hacer la guerra. Replicóle uno dellos, libre siempre el ánimo para la defensa de su reputación: «Señor, si tan viles te parecemos, y estimas en tan poco nuestro poder, escoge un caballero de los más señalados de tu ejército, con las armas ofensivas y defensivas que quisiere; que yo te ofrezco, con sola mi espada y dardo, de pelear en campo con él. Carlos, con |