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-¿Garbanzos con luto? ¿Quién se les habrá muerto?

Mi amo fué el que se encajó una cuenta, y, al mascarla, se quebró un diente. Los viernes nos solía enviar unos huevos, a fuerza de pelos y canas suyas, que podían pretender corregimiento o abogacía. Pues meter badil por cucharón, enviar una escudilla de caldo empedrada, era ordinario. Mil veces topé yo sabandijas, palos y estopa de la que hilaba, en la olla, y todo lo metía para que hiciese presencia en las tripas y abultase.

Pasamos este trabajo hasta la Cuaresma que vino, y a la entrada de ella estuvo muy malo un compañero. Cabra, por no gastar, detuvo el llamar al médico hasta que ya él pedía confesión más que otra cosa. Llamó entonces a un practicante, el cual le tomó el pulso, y dijo que el hambre le había ganado por la mano en matar a aquel hombre. Diéronle el Sacramento, y el pobre, cuando lo vió (que había un día que no hablaba), dijo:

-¡Señor mío Jesucristo, necesario ha sido el veros entrar en esta casa para persuadirme que no es el infierno!

Imprimiéronseme estas razones en el corazón. Murió el pobre mozo, enterrámosle muy pobremente, por ser forastero, y quedamos todos asombrados. Divulgóse por el pueblo el caso atroz: llegó a oídos de Don Alonso, y como no tenía otro hijo, desengañóse de las crueldades de Cabra y comenzó a dar más crédito a las razones de dos sombras, que ya estábamos reducidos a tan miserable estado. Vino a sacarnos del pupilaje, y, teniéndonos delante, nos preguntaba por nosotros; y tales nos vió, que, sin aguardarse más, trató muy mal de palabra al Licenciado Vigilia. Mandónos llevar en dos sillas a casa; despedímonos de los compañeros, que nos seguían con los deseos y con los ojos, haciendo las lástimas que hace el que queda en Argel viendo venir rescatados sus compañeros.

(Сар. III).

Entramos en casa de Don Alonso, y echaronnos en dos camas con mucho tiento, porque no se nos desparramasen los huesos de puro roídos del hambre. Trajeron exploradores que nos buscasen los ojos por toda la cara, y a mí, como había sido el trabajo mayor y la hambre imperial (al fin me trataban como a criado), en buen rato no me los hallaron. Trajeron médicos, y mandaron que nos limpiasen con zorros el polvo de la boca, como a retablos; y bien lo éramos de duelos. Ordenaron que nos diesen sustancias y pistos. ¿Quién podrá contar a la primera almendrada y a la primera ave las luminarias que pusieron las tripas de contento? Todo les hacía novedad. Mandaron los doctores que por nueve días no hablase nadie recio en nuestro aposento, porque, como estaban huecos los estómagos, sonaba en ellos el eco de cualquier palabra.

Con estas y otras prevenciones comenzamos a volver y cobrar algún aliento; pero nunca podían las quijadas desdoblarse que estaban negras y alforzadas; y así, se dió orden que cada día nos las ahormasen con la mano de un almirez. Levantámonos a hacer pinicos dentro de cuatro días, y aún parecíamos sombras de otros hombres; y en lo amarillo y flaco, simiente de los Padres del yermo. Todo el día gastábamos en dar gracias a Dios por habernos rescatado de la cautividad fierisima de Cabra, y rogábamos al Señor que ningún cristiano cayese en sus crueles manos. Si acaso comiendo alguna vez nos acordábamos de las mesas del mal pupilero, se nos aumentaba el hambre tanto, que acrecentábamos la costa aquel día.

Solíamos contar a Don Alonso cómo al sentarse a la mesa nos decía males de la gula (no habiéndola él conocido en toda su vida), y reíase mucho cuando le contábamos que en el Mandamiento de No matarás metia perdices y capones y todas las cosas que no quería darnos, y, por el consiguiente, la hambre, pues parecía que tenía por pecado, no sólo el matarla, sino el criarla, según recataba el

comer.....

(Cap. IV).

De las orueldades del ama y travesuras que yo hice.

Haz como vieres dice el refrán, y dice bien. De puro considerar en él vine a resolverme de ser bellaco con los bellacos, y más, si pudiese, que todos. No sé si salí con ello; pero yo aseguro a vuesa merced que hice todas las diligencias posibles. Lo primero, yo puse pena de la vida a todos los cochinos que se entrasen en casa y los pollos del ama que del corral pasasen a mi aposento. Sucedió, que un día entraron dos puercos del mejor garbo que vi en mi vida; yo estaba jugando con los otros criados, y oíalos gruñir, y dije a uno:

-Vaya y vea quién gruñe en nuestra casa.

Fué, y dijo que dos marranos. Yo que lo oí, me enoje tanto, que salí allá diciendo que era mucha bellaquería y atrevimiento venir a gruñir a casas ajenas, y, diciendo esto, envaséle a cada uno, a puerta cerrada, la espada por los pechos, y luego los acogotamos; y, porque no se oyese el ruido que hacían, todos a la par dábamos gran. dísimos gritos como que cantábamos; y así, expiraron en nuestras manos. Sacamos los vientres, recogimos la sangre, y, a puros jergones, los medio chamuscamos en el corral; de suerte, que cuando vinieron los amos ya estaba hecho, aunque mal, si no eran los vien. tres, que no estaban acabadas de hacer las morcillas, y no por falta de prisa, que en verdad que, por no detenernos, las habíamos dejado la mitad de lo que ellas se tenían dentro. Supo, pues, Don Diego y el Mayordomo el caso, y enojáronse conmigo de manera que obligaron a los huéspedes, que de risa no se podían valer, a volver por mí. Preguntábame Don Diego qué había de decir si me acusaban y me prendía la justicia. A lo cual respondi yo que me llamaría a hambre, que es el sagrado de los estudiantes, y si no me valiese, diría:

-Como se entraron sin llamar a la puerta, como en su casa, entendí que eran nuestros.

Riéronse todos de la disculpa. Dijo Don Diego:
-A fe, Pablos, que os hacéis a las armas.

Era de notar ver a mi amo tan quieto y religioso, y a mí tan travieso, que el uno exageraba al otro o la virtud o el vicio.

No cabía el ama de contento, porque éramos los dos al mohino; habíamonos conjurado contra la despensa. Yo era el despensero Judas, que desde entonces heredé no sé qué amor a la sisa en este oficio. La carne no guardaba en manos del ama la orden retórica, porque siempre iba de más a menos, y la vez que podía echar cabra o oveja, no echaba carnero, y si había huesos, no entraba cosa magra; y así, hacía unas ollas tísicas, de puro flacas; unos caldos que, a estar cuajados, se podían hacer sartas de cristal dellos. Las dos Pascuas, por diferenciar, para que estuviese gorda la olla, solía echar unos cabos de velas de sebo. Ella decía, cuando yo estaba delante, a mi amo:

-Por cierto, que no hay servicio como el de Pablicos, si él no fuese travieso; consérvele vuesa merced que bien se le puede sufrir el ser travieso por la fidelidad; lo mejor de la plaza trae.

Yo, por el consiguiente, decía della lo mismo, y así teníamos engañada la casa. Si se compraba aceite de por junto, carbón o tocino, escondíamos la mitad, y cuando nos parecía decíamos el ama y yo:

-Modérense vuesas mercedes en el gasto, que en verdad, si se dan tanta priesa, no baste la hacienda del rey. Ya se ha acabado el aceite o el carbón. Pero tal priesa se han dado. Mande vuesa merced comprar más, y a fe que se ha de lucir de otra manera; denle dineros a Pablicos.

Dábanmelos, y vendíamosle la mitad sisada, y, de lo que comprábamos, la otra mitad; y esto era todo. Y si alguna vez compraba yo algo en la plaza por lo que valía, reñíamos adrede el ama y yo. Ella decía como enojada:

-¡No me digáis a mí, Pablicos, que éstos son dos cuartos de ensaladal

Yo hacía que lloraba, daba muchas voces, y íbame a quejar a mi señor y apretábale para que enviase el Mayordomo a saberlo para que callase el ama, que adrede porfiaba. Iba, y sabíalo, y con esto asegurábamos al amo y al Mayordomo, y quedaban agradecidos, en mí, a las obras, y en el ama, al celo de su bien. Decíale don Diego, muy satisfecho de mí:

-Así fuese Pablicos aplicado a virtud como es de fiar; toda esta es la lealtad. ¿Qué me decís vos dél?

Tuvímoslos desta manera, chupándolos como sanguijuelas; yo apostaré que vuesa merced se espanta de la suma del dinero al cabo del año. Ello mucho debió ser, pero no obligaba a restitución, porque el ama confesaba y comulgaba de ocho a ocho días, y nunca le vi rastro ni imaginación de volver nada ni hacer escrúpulo, con ser, como digo, una santa. Traía un rosario al cuello siempre, tan grande, que era más barato llevar un haz de leña a cuestas. Dél colgaban muchos manojos de imágenes, cruces y cuentas de perdones. En todas decía que rezaba cada noche por sus bienechores. Contaba ciento y tantos abogados suyos, y en verdad que había menester todas estas ayudas para desquitarse de lo que pecaba. Acostábase en un aposento encima del de mi amo, y rezaba más oraciones que un ciego. Entraba por el Justo Juez y acababa con el Conquibules, que decía ella, y en la Salve Rehila. Decía las oraciones en latín, adrede, por fingirse inocente; de suerte, que nos despedazábamos de risa todos...

Pensará vuesa merced que siempre estuvimos en paz, pues ¿quién ignora que dos amigos, como sean codiciosos, si están juntos se han de procurar engañar el uno al otro? Sucedió que el ama criaba gallinas en el corral; yo tenía gana de comerla una; tenía doce o trece pollos grandecitos, y un día, estando dándoles de comer, comenzó a decir: plo, pio, y esto muchas veces. Yo, que oí el modo de llamar, comencé a dar voces, y dije:

-¡Oh, cuerpo de Dios, ama! ¿No hubiérades muerto un hombre o hurtado moneda al Rey, cosa que yo pudiera callar, y no haber hecho lo que habéis hecho, que es imposible dejarlo de decir? ¡Malaventurado de mí y de vos!

Ella, como vió hacer extremos con tantas veras, turbóse algún tanto, y dijo: -Pues, Pablos, ¿yo qué he hecho? Si te burlas, no me aflijas más. -¿Cómo burlas? ¡pesia tal! Yo no puedo dejar de dar parte a la Inquisición, porque si no, estaré descomulgado.

-¿Inquisición!-dijo ella, y empezó a temblar-; pues ¿yo he hecho algo contra la fe?

-Eso es lo peor-decía yo-; no os burléis con los inquisidores; decid que fuísteis una boba y que os desdecís, y no neguéis la blas femia y desacato.

Ella, con el miedo, dijo:

-Pues, Pablos, y si me desdigo, ¿castigaránme?
Respondile:

-No, porque sólo os absolverán.

-Pues yo me desdigo, dijo; pero dime tú de qué, que no lo sé

yo; así tengan buen siglo las ánimas de mis difuntos.

L

-¿Es posible que no advertisteis en qué? No sé cómo lo diga, que el desacato es tal que me acobarda. ¿No os acordáis que dijisteis a los pollos pío, pío, y es Pío nombre de los Papas, Vicarios de Dios y cabezas de la Iglesia? ¡Papaos el pecadillo!

Ella quedó como muerta, y dijo:

-Pablos, yo lo dije, pero no me perdone Dios si fué con malicia. Yo me desdigo; mira si hay camino para que se pueda excusar el acusarme, que me moriré si me veo en la Inquisición.

-Como vos juréis en una ara consagrada que no tuvisteis malicia, yo, asegurado, podré dejar de acusaros; pero será necesario que esos dos pollos que comieron, llamándoles con el santísimo nombre de los pontífices, me los deis para que yo los lleve a un familiar que los queme, porque están dañados, y tras esto habéis de jurar de no reincidir de ningún modo.

Ella, muy contenta, dijo:

-Pues, llévatelos, Pablos, agora, que mañana juraré.
Yo, por más asegurarla, dije:

-Lo peor es, Cipriana (que así se llamaba) que yo voy a riesgo, porque me dirá el familiar si soy yo, y entre tanto me podrá hacer vejación. Llevadlos vos, que yo, pardiez que temo.

-¡Pablos, decía cuando me oyó esto, por amor de Dios que te duelas de mí y los lleves, que a tí no te puede suceder nada!

Dejéla que me lo rogase mucho, y al fin, que era lo que quería, determinéme, tomé los pollos, escondílos en mi aposento, hice que iba fuera, y volví diciendo:

-Mejor se ha hecho que yo pensaba; quería el familiarcito venir tras mí a ver la mujer, pero lindamente le he engañado y negociado.

Dióme mil abrazos y otro pollo para mí, y yo fuíme con él adonde había dejado sus compañeros, y hice hacer en casa de un pastelero una cazuela, y comímelos con los demás criados. Supo el ama y Don Diego la maraña, y toda la casa la celebró en extremo. El ama llegó tan al cabo de pena que por poco se muriera, y de enojo no estuvo a dos dedos, a no tener por qué callar, de decir mis sisas.

Yo que me vi ya mal con el ama, y que no la podía burlar, busqué nuevas trazas de holgarme, y dí en lo que llaman los estudiantes correr o rebatar. En esto me sucedieron cosas graciosísimas; porque yendo una noche a las nueve, que ya anda poca gente, por la calle Mayor, vi una confitería y en ella un cofín de pasas sobre el tablero, y tomando vuelo, vine, agarréle, dí a correr; el confitero dió tras mí, y otros criados y vecinos. Yo, como iba cargado, vi que, aunque les llevaba ventaja, me habían de alcanzar, y al volver una esquina sentéme sobre él, y envolví la capa a la pierna de presto, y empecé a decir con la pierna en la mano:

-¡Ay! Dios se lo perdone, que me ha pisado.

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