DE LA HISTORIA DE LOS MOVIMIENTOS, SEPARACIÓN Y GUERRA DE CATALUÑA EN TIEMPO DE FELIPE IV Muerte del Marqués de Sta. Coloma. Había el Santa Coloma dado cuenta por muchas veces al Rey de la turbación de aquella provincia; había significado sus quejas, ofreciendo uno de dos medios para moderarla: eran, o aliviar los moradores de los alojamientos y contribuciones, a que no se acomodaban y no podían llevar, o también que las tropas se engrosasen a tal número, que los soldados fuesen superiores a los naturales, porque su temor los tubiese obedientes. No dejó de causar novedad en los ministros del Rey Católico el estilo del Santa Coloma; algunos llegaron a presumir que representaba el segundo remedio, porque considerándole extraño e imposible, su dificultad los obligase a usar del primero, que era sin falta el más conforme a su deseo. El Espínola también, al lado del Conde-Duque, le hacía entender que su industria había ya facilitado todas las dudas del país, y que el Santa Coloma las volvía a platicar, porque se conociese que en todas las acciones y finezas del Principado tenía parte. Llevados de este discurso, y siempre con incredulidad de su mayor daño, le respondían sin determinar el fin de las cosas; antes con modos y palabras generales, llenas de duda o artificio, llegaban, cuando mucho, a decirle castigase los culpados sin excepción de dignidad o fuero; que averiguase los delitos por jueces desapasionados. Dejábanle en mayor confusión las respuestas que su misma duda. Entonces los diputados de la provincia, persuadidos de su celo y obligaciones, con acuerdo de los más prácticos en la república, entendieron que por razón de su oficio les tocaba acudir por la generalidad, oprimida de diferentes excesos. Ofrecióse por parte del Principado delante el Virrey el diputado militar Francisco de Tamarit, voz de la nobleza catalana; representó las ofensas y opresiones recibidas, pidió el remedio, protestó por los daños comunes, y con brío no desigual al comedimiento enseñó, como desde lejos, algunas misteriosas razones, que todas se aplicaban a mostrar la gran autoridad de la unión y poder público. Recibióle el Santa Coloma con severidad, respondió gravemente, y poco después aumentó su turbación la segunda embajada de Barcelona, una y otra encaminada a un mismo fin, fundadas ambas en unas mismas quejas, adornadas con las propias razones y ministradas de un semejante espíritu. Creció con la ocasión su desplacer, y juzgando que si desde los principios no cortaba las raices a aquella planta de la libertad, que ya tenía nacida, podría ser después durísima de arrancar, y cuya sombra causaría abrigo a una miserable sedición en la patria, resolvió mandar a la prisión, ejecutándolo luego, al diputado Tamarit, como persona principal en el magistrado, y por la ciudad a Francisco de Vergos y Leonardo Serra, entrambos votos del concejo de Ciento; y que contra el diputado eclesiástico procediesen los jueces del breve apostólico impetrado a este fin, porque la riguridad usada con los mayores excusase el castigo de los pequeños. Sintiólo interiormente la ciudad, aunque sin voces, que las más veces el silencio suele ser efecto del mayor dolor. Cualquiera guardaba en su ánimo la afrenta de su república, como si él solo fuese el ofendido, proponiendo consigo mismo el desagravio común, que porque le deseaban igual a la injuria, ninguno se determinaba a vengarse por sí solo. Dió el Santa Coloma aviso al Rey de la demostración hecha en Barcelona, y, no sin vanidad de lo obrado, decía del silencio en que la ciudad se hallaba a vista de su resolución, y cómo ya ninguno osaría a declararse en favor de la república; que procedía en formar el proceso y averiguar la culpa; que el castigo podría quedarse al arbitrio real. Llegó a entender que en esta acción cobraba todo el crédito dudoso al juicio de los otros ministros, que no le podrían argüir flojedad alguna que no satisfaciese la deliberación de haber castigado los más poderosos: en fin, esta diligencia en su ánimo fué más sacrificada a la lisonja que a la equidad. No dejó de agrade. cérsela el Rey, ordenándole que unos y otros reos fuesen reducidos a prisión áspera mientras se pensaba el castigo conveniente, o se pasaban al castillo de Perpeñán. Satisfízose su mandamiento, volviendo a renovar entonces la provincia las antiguas llagas de su afrenta; y como desde el corazón se comunica la vida o la muerte a las más partes del cuerpo, así desde Barcelona, como corazón del Principado, se derivaba el veneno de la injuria por todas sus regiones en cartas y avisos, con tanta prontitud, que en breves días el ánimo de todos parecía gobernado de una sola pasión. Estiman los catalanes notablemente sus magistrados, y sobre todos, aquellos que representan la autoridad suprema de la república, como los romanos a sus dictadores; no podían mirar sin lágrimas sus mayores arrastrando los hierros, en que los oprimía la violencia de su señor; lloraban su libertad como perdida, y todos temían el castigo a proporción de su fortuna. Encendíase con cada acción el mortal odio contra la persona del Virrey; entendían que la gracia común lo había subido a la dignidad; cuanto más lo juzgaban obligado, tanto más ingrato les parecía; mirábanle con ceño de parricida, y todo su pensamiento se empleaba en cómo les sería posible arrojar de su gobierno aquel hombre que tan mal había usado de sus aplausos. De este vivísimo deseo de venganza resultaron miserables efectos en toda Cataluña, porque siendo ya común el odio entre natu rales y soldados, ninguno buscaba otra razón para dañar al contrario que el ser de éstos o aquéllos. Llegábase el tiempo de disponer las cosas de la guerra aquel año, y las tropas se comenzaban a revolver en sus cuarteles para marchar donde les era señalado; pero los catalanes, que ya pensaban eran públicos sus propósitos, mostraban temerlas como enemigas. De la misma suerte los solda dos, sin aguardar otra averiguación más del temor de los naturales, los ofendían y robaban sin piedad alguna. Marchaban las compañías de unos lugares a otros, y salían a recibirlas armados los paisanos, como a gente contraria; en otras partes los agasajaban feamente contra las leyes naturales, y como en la casa de Thiéstes, desde la mesa pasaban a la sepultura: unos pueblos pagaban tal vez la insolencia de otros con incendios, muertes y vituperios; corrían por todo el país ríos de sangre, cuyo movimiento no obedecía a ningún poder o industria. Bien procuraba el Santa Coloma impedir los excesos, aunque no sabía de todos (ésta es la primera calamidad que padecen los males de la repú blica); empero no se hallaba medicina de tan fuerte virtud, que templase el poder de la malicia común; y los accidentes, llevados de la violencia de otros, venían a hacer una sucesión de desastres, como cosa natural e infalible. Hállome ahora obligado a dar alguna noticia de Cataluña, para que mejor se entienda lo que habré de decir después, tocando en sus antigüedades, del natural y costumbres de sus moradores, y otras cosas que pertenecen a mi historia; todo procuraré hacer en cortisima digresión. No ofenda mi brevedad la grandeza de esta provincia, ni mi juicio embarace la noticia de los más bien informados; bien que yo en procurarlas certísimas de lo que no vi he cumplido con mi obligación, y quizá con mi deseo. Es Cataluña la provincia más oriental de España, puesta por los romanos en la Citerior, después en la Tarraconense, nombre derivado a su tercera parte de la antigua ciudad de Tarragona, famosa en aquellas edades, y en ésta célebre por sus militares acontecimientos. De los pueblos celtas o celtíberos fué llamada Celtiberia; pero en siglos más próximos, entre godos y alanos, que la ocuparon, mudó el primer nombre, llamándose de las naciones dominantes, Gotia Alania o Gocia Alonia, y ahora Catalunia o Cataluña, obedeciendo a los tiempos en la variedad de los nombres como en la del imperio. Tiene a levante la Galia dicha Narbonense, de quien la dividen los Pirineos, famosos montes de Europa, que unos denominan de «Pyr», voz griega que significa fuego, y le fué aplicada por su memorable incendio; otros de un antiguo rey en España llamado Pyrros. A poniente confina con Aragón y parte de Valencia: apártalos en ciertos lugares el río Ebro; pero en otros pasan allende sus aguas algunos pueblos de Cataluña. Por el septentrión la toca Navarra y el Bearne, y se acaba en el mar Mediterráneo por el lado que mira a mediodía. Divídese toda la tierra en cinco provincias diferentes, que algunas de ellas tuvieron diferente señorío; las más célebres son Cataluña, de quien habemos dicho; Rosellón, llamado Rhusino; Cerdaña, que es la antigua Sardonum, después Conflent y Ampurdán. Ahora se comprehenden todas en el condado de Bar. celona, cuyo estado, según las historias, tuvo principio en Ludovico Pío, hijo de Carlo-Magno, año del Señor 814; si bien aquella ciudad, con algunas otras de su dominio, se cuentan entre las dudosas fundaciones de Hércules, o Amilcar Barcino, como otros dicen: juntas sus provincias, hacen un principado, siéndoles común a sus naturales una lengua, un hábito y unas costumbres, en que se diferencian poco de los narbonenses o lenguadoques, de quienes se han derivado. Son los catalanes por la mayor parte hombres de durísimo natural; sus palabras pocas, a que parece les inclina también su propio lenguaje, cuyas cláusulas y dicciones son brevísimas; en las injurias muestran gran sentimiento, y por eso son inclinados a venganza; estiman mucho su honor y su palabra; no menos su exención, por lo que entre las más naciones de España son amantes de su libertad. La tierra, abundante de asperezas, ayuda y dispone su ánimo vengativo a terribles efectos con pequeña ocasión; el quejoso o agraviado deja los pueblos y se entra a vivir en los bosques, donde en continuos asaltos fatigan los caminos; otros, sin más ocasión que su propia insolencia, siguen a estotros; éstos y aquellos se mantienen por la industria de sus insultos. Llaman comúnmente andar en trabajo aquel espacio de tiempo que gastan en este modo de vivir, como en señal de que le conocen por desconcierto; no es acción entre ellos reputada por afrentosa, antes al ofendido ayudan siempre sus deudos y amigos. Algunos han tenido por cosa política fomentar sus parcialidades, por hallarse poderosos en los acontecimientos civiles: con este motivo han conservado siempre entre sí los dos famosos bandos de Narros y Cadells, no menos celebrados y dañosos a su patria que los Güelfos y Gibelinos de Milán, los Pafos y Médicis de Florencia, los Beamonteses y Agramonteses de Navarra, y los Ganboinos y Ofñasinos de la antigua Vizcaya. |