D. ANTONIO DE SOLİS 1610-1686 Nació en Alcalá de Henares. A los diez y siete años escribió una comedia, Amor y Obligación, a la que siguieron, años después, algunas otras. También cultivó la poesía lírica; pero su verdadera vocación era de historiador. Nombrado por la Reina Gobernadora, D. Mariana de Austria, Cronista de Indias, escribió su famosa Historia de la Conquista, Población y progresos de la América Septentrional, conocida con el nombre de Nueva España. Es sin disputa el primer escritor en prosa del calamitoso período de Carlos II. Cierto que su estilo no puede llamarse perfecto; que lo alambicado y excesivamente poético de la dicción le hacen aparecer amanerado y un poco pretencioso; que falta a la verosimilitud en los discursos que pone, no sólo en boca de los españoles, pero en la de los mismos indios a quienes hace hablar por demasiado culta y refinada manera. Pero en cambio no se le ha de negar distinción y urbanidad incomparables, corrección continua, elegancia frecuente y de buena ley, ausencia de toda flojedad y desmayo, y rectitud y firmeza de criterio para no dejarse inficionar de los grandes vicios literarios de su época. Con él termina la serie gloriosa de nuestros historiadores artistas, que no se había de reanudar hasta un siglo más tarde con D. Juan Bautista Muñoz. A los cincuenta y siete años se ordenó de presbítero, y fué hasta su muerte ejemplar y digno sacerdote. t DE LA «HISTORIA DE LA CONQUISTA DE NUEVA-ESPAÑA» Dase ouenta de lo mal que se recibió en Méjico la porfia de Cortés; de quién era Motezuma, la grandeza de su imperio, y el estado en que se hallaba su monarquia ouando llegaron los españoles. Causó grande turbación en Méjico la segunda instancia de Cortés. Enojóse Motezuma y propuso, con el primer impetu, acabar con aquellos extranjeros, que se atrevían a porfiar contra su resolución; pero entrando después en mayor consideración, se cayó de ánimo, y ocupó el lugar de la ira la tristeza y la confusión. Llamó luego a sus ministros y parientes, hiciéronse misteriosas juntas, acudióse a los templos con públicos sacrificios, y el pueblo empezó a desconsolarse de ver tan cuidadoso a su Rey y tan asustados a los que tenían por su cuenta el gobierno; de que resultó el hablarse con poca reserva en la ruina de aquel imperio, y en las señales y presagios de que estaba, según sus tradiciones, amenazado. Pero ya parece necesario que averigüemos quién era Motezuma, qué estado tenía en esta sazón su monarquía, y por qué razón se asustaron tánto él y sus vasallos con la venida de los españoles. Hallábase entonces en su mayor aumento el imperio de Méjico, cuyo dominio reconocían casi todas provincias y regiones que se habían descubierto en la América Septentrional, gobernadas enton. ces por él y por otros régulos o caciques tributarios suyos. Corría su longitud de oriente a poniente más de quinientas leguas, y su latitud de norte a sur llegaba por algunas partes a doscientas; tierra poblada, rica y abundante. Por el oriente partía sus límites con el mar Atlántico, que hoy se llama del Norte, y discurría sobre sus aguas aquel largo espacio que hay desde Panuco a Yucatán. Por el occidente tocaba con el otro mar, registrando el Océano Asiático, o sea el golfo de Anián, desde el cabo Mendocino hasta los extremos de la Nueva-Galicia. Por la parte del mediodía se dilataba más, corriendo sobre el mar del Sur desde Acapulco a Guatemala, y llegaba a introducirse por Nicaragua en aquel istmo o estrecho de tierra que divide y engarza las dos Américas. Por la banda del norte se alargaba hacia la parte de Panuco hasta comprender aquella provincia, pero se dejaba estrechar considerablemente de los montes o serranías que ocupaban los chichimecas y otomies, gente bárbara, sin república ni policía, que habitaba en las cavernas de la tierra o en las quiebras de los peñascos, sustentándose de la caza y frutas de árboles silvestres; pero tan diestros en el uso de sus flechas y en servirse de las asperezas y ventajas de la montaña, que resis tieron varias veces a todo el poder mejicano; enemigos de la suje ción, que se contentaban con no dejarse vencer, y aspiraban sólo a conservar entre las fieras su libertad. Creció este imperio de humildes principios a tan desmesurada grandeza en poco más de ciento y treinta años; porque los mejicanos, nación belicosa por naturaleza, se fueron haciendo lugar con las armas entre las demás naciones que poblaban aquella parte del mundo. Obedecieron primero a un capitán valeroso que los hizo soldados, y les dió a conocer la gloria militar; después eligieron rey, dando el supremo dominio al que tenía mayor crédito de valiente; porque no conocían otra virtud que la fortaleza, y si conocían otras, eran inferiores en su estimación. Observaron siempre esta costumbre de elegir por su rey al mayor soldado, sin atender a la sucesión; aunque en igualdad de hazañas, preferían la sangre real; y la guerra que hacían los reyes iba poco a poco ensanchando la monarquía. Tuvieron al principio de su parte la justicia de las armas, porque la opresión de sus confinantes los puso en términos de inculpable defensa, y el cielo favoreció su causa con los primeros sucesos; pero creciendo después el poder, perdió la razón y se hizo tiranía. Veremos los progresos de esta nación y sus grandes conquistas, cuando hablemos de lo serio de sus reyes y esté menos pendiente la narración principal. Fué el undécimo de ellos, según lo pintaban sus anales, Motezuma, segundo de este nombre, varón señalado y venerable entre los mejicanos aun antes de reinar. Era de la sangre real, y en su juventud siguió la guerra, donde se acreditó de valeroso y esforzado capitán con diferentes hazañas que le dieron grande opinión. Volvió a la corte algo elevado con estas lisonjas de la fama; y viéndose aplaudido y estimado como el primero de su nación, entró en esperanzas de empuñar el cetro en la primera elección; tratándose en lo interior de su ánimo como quien empezaba a coronarse con los pensamientos de la corona. Puso luego toda su felicidad en ir ganando voluntades, a cuyo fin se sirvió de algunas artes de la política: ciencia que no todas veces se desdefña de andar entre los bárbaros, y que antes suele hacerlos, cuando la razón que llaman de estado se apodera de la razón natural. Afectaba grande obediencia y veneración a su rey, y extraordinaria modestia y compostura en sus acciones y palabras, cuidando tanto de la gravedad y entereza del semblante, que solían decir los indios, que le venía bien el nombre de Motezuma, que en su lengua significa principe sañudo, aunque procuraba tempiar esta severidad, forzando el agrado con la liberalidad. Acreditábase también de gran observante en el culto de su religión, poderoso medio para cautivar a los que se gobiernan por lo exterior; y con este fin labró en el templo más frecuentado un apartamiento, a manera de tribunal, donde se recogía muy a la vista de todos, y se estaba muchas horas entregado a la devoción del aura popular o colocando entre sus dioses el ídolo de su ambición. Hízose tan venerable con este género de exterioridades, que, cuando llegó el caso de morir el Rey su antecesor, le dieron su voto sin controversia todos los electores, y le admitió el pueblo con gran aclamación. Tuvo sus ademanes de resistencia, dejándose buscar para lo que deseaba, y dió su aceptación con especies de repugnancia; pero apenas ocupó la silla imperial, cuando cesó aquel artificio en que traía violentado su natural, y se fueron conociendo los vicios que andaban encubiertos con nombres de virtudes. La primera acción en que manifestó su altivez, fué despedir toda la familia real, que, hasta él, se componía de gente mediana y plebeya; y con pretexto de mayor decencia, se hizo servir de los nobles hasta en los ministerios menos decentes de su casa. Dejábase ver pocas veces de sus vasallos, y solamente, lo muy necesario, de sus ministros y criados, tomando el retiro y la melancolía como parte de la majestad. Para los que conseguían el llegar a su presencia, invento nuevas reverencias y ceremonias, extendiendo el respeto hasta los confines de la adoración. Persuadióse que podía mandar en la libertad y en la vida de sus vasallos, y ejecutó grandes crueldades para persuadirlo a los demás. Impuso nuevos tributos sin pública necesidad, que se repar tían por cabezas entre aquella inmensidad de súbditos; y con tanto rigor, que hasta los pobres mendigos reconocían miserablemente el vasallaje, trayendo a sus erarios algunas cosas viles, que se recibían y se arrojaban en su presencia. Consiguió con estas violencias que le temiesen sus pueblos; pero como suelen andar juntos el temor y el aborrecimiento, se le rebelaron algunas provincias, a cuya sujeción salió personalmente, por ser tan celoso de su autoridad, que se ajustaba mal a que mandase otro en sus ejércitos, aunque no se le puede negar que tenía inclinación y espíritu militar. Sólo resistieron a su poder y se mantuvieron en su rebeldía las provincias de Mechoacán, Tlascala y Тереаса, у solía decir él que no las sojuzgaba, porque había, menester aquellos enemigos para proveerse de cautivos que aplicar a los sacrificios de sus dioses: tirano hasta en lo que sufría o en lo que dejaba de castigar. Había reinado catorce años cuando llegó a sus costas Hernán Cortés, y el último de ellos fué todo presagios y portentos de grande horror y admiración, ordenados o permitidos por el cielo para quebrantar aquellos ánimos feroces, y hacer menos imposible a los |