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rubias espigas; los de hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre goda; los que en Pisuerga se bañan, famoso por la mansedumbre de su corriente; los que su ganado apacientan en las exten. didas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido curso; los que tiemblan con el frío del silvoso Pirineo y con los blancos copos del levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en sí contiene y encierra.

¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada una con maravillosa presteza los atributos que le pertenecían, todo absorto y empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos! Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras, sin hablar ninguna, y de cuando en cuando volvía la cabeza, a ver si veía los caballeros y gigantes que su amo nombraba, y como no descubría a ninguno, le dijo:

-Señor, encomiendo al diablo, si hombre ni gigante ni caballero, de cuantos vuestra merced dice, parece por todo esto; a lo menos yo no los veo; quizá todo debe ser encantamento, como las fantasmas de anoche.

-¿Cómo dices eso? respondió Don Quijote. ¿No oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los atambores? -No oigo otra cosa, respondió Sancho, sino muchos balidos de ovejas y carneros.

Y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños. --El miedo que tienes, dijo Don Quijote, te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas, porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes, retirate a una parte y déjame solo; que solo basto a dar la vitoria a la parte a quien yo diere mi ayuda.

Y diciendo esto, puso las espuelas a Rocinante, y puesta la lanza en el ristre, bajó de la costezuela como un rayo.

Dióle voces Sancho, diciéndole:

-Vuéivase vuestra merced, señor Don Quijote; que voto a Dios, que son carneros y ovejas las que va a embestir. Vuelvase ¡desdichado del padre que me engendró! ¿Qué locura es ésta! Mire que no hay gigante, ni caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es lo que hace, pecador soy yo a Dios!

Ni por esas volvió Don Quijote; antes en altas voces iba diciendo:

-Ea, caballeros, los que seguís y militáis debajo de las banderas del valeroso emperador Pentapolín del arremangado brazo, seguidme todos; veréis cuán fácilmente le doy venganza de su enemigo Alifanfarón de la Trapobana.

Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas, y comenzó de alanceallas con tanto coraje y denuedo, como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos, que con la manada venían, dábanle voces que no hiciese aquello; pero viendo que no aprovechaban, desciñéronse las hondas y comenzaron a saludalle los oídos con piedras como el puño.

Don Quijote no se curaba de las piedras; antes, discurriendo a todas partes, decia:

-¿Adónde estás, soberbio Alifanfarón? Vente a mí; que un caballero solo soy, que desea de solo a solo probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena de la que das al valeroso Pentapolín Garamanta.

Llegó en esto una peladilla de arroyo, y, dándole en un lado, le sepultó dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda que estaba muerto o mal ferido, y acordándose de su licor, sacó su alcuza y púsosela a la boca, y comenzó a echar licor en el estómago; mas antes que acabase de envasar lo que a él le parecía que era bastante, llegó otra almendra, y dióle en la mano y en el alcuza tan de lleno, que se la hizo pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y muelas de la boca, y machucándole malamente dos dedos de la mano. Tal fué el golpe primero y tal el segundo, que le fué forzoso al pobre caballero dar consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los pastores, y creyeron que le habían muerto; y así, con mucha priesa recogieron su ganado, y cargaron con las reses muertas, que pasaban de siete, y sin averi. guar otra cosa, se fueron.

Estábase todo este tiempo Sancho sobre la cuesta, mirando las locuras que su amo hacía, y arrancabase las barbas, maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se le había dado a conocer. Viéndole, pues, caído en el suelo, y que ya los pastores se habían ido, bajó de la cuesta y llegóse a él, y hallóle de muy mal arte, aunque no había perdido el sentido, y díjole:

-¿No le decía yo, señor Don Quijote, que se volviese; que los que iba a acometer no eran ejércitos, sino manadas de carneros?

-Como eso puede desaparecer y contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo. Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren; y este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vió que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de ovejas. Si no, haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te des. engañes y veas ser verdad lo que te digo. Sube en tu asno y síguelos bonitamente, y verás cómo, en alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su ser primero, y dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos, como yo te los pinté primero. Pero no vayas agora, que he menester tu favor y ayuda: llégate a mí y mira cuántas muelas y dientes me faltan; que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca.

Llegóse Sancho tan cerca, que casi le metía los ojos en la boca; y fué a tiempo que ya había obrado el bálsamo en el estómago de Don Quijote; y al tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que una escopeta, cuanto dentro tenía, y dió con todo ello en las barbas del compasivo escudero.

-¡Santa María! dijo Sancho: y ¿qué es esto que me ha sucedido? Sin duda este pecador está herido de muerte, pues vomita sangre por la boca. Pero, reparando un poco más en ello, echó de ver, en la color, sabor y olor, que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza, que él le había visto beber; y fué tanto el asco que tomó, que, revolviéndosele el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo señor, y quedaron entrambos como de perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar de las alforjas con qué limpiarse y con qué curar a su amo; y como no las halló, estuvo a punto de perder el juicio. Maldijose de nuevo, y propuso en su corazón de dejar a su amo, y volverse a su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido y las esperanzas del gobierno de la prometida ínsula.

Levantóse en esto Don Quijote, y puesta la mano izquierda en la boca, porque no se le acabasen de salir los dientes, asió con la otra las riendas de Rocinante, que nunca se había movido de junto a su amo (tal era de leal y bien acondicionado), y fuése adonde su escu dero estaba, de pechos sobre su asno, con la mano en la mejilla, en guisa de hombre pensativo además; y viéndole Don Quijote de aquella manera, con muestras de tanta tristeza, le dijo:

-Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro: todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo, y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables; y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca: así, que no debes congojarte por las desgracias que a mí me suceden, pues a tí no te cabe parte dellas.

-¿Cómo no? respondió Sancho: por ventura el que ayer mantearon ¿era otro que el hijo de mi padre? y las alforjas que hoy me faltan, con todas mis alhajas, ¿son de otro que del mismo?

-¿Que te faltan las alforjas, Sancho? dijo Don Quijote.
-Sí que me faltan, respondió Sancho.

-Dese modo, no tenemos qué comer hoy, replicó Don Quijote.

-Eso fuera, respondió Sancho, cuando faltaran por estos prados las yerbas que vuestra merced dice que conoce, con que suelen suplir semejantes faltas los tan malaventurados caballeros andantes como vuestra merced es.

-Con todo eso, respondió Don Quijote, tomara yo ahora más aína un cuartal de pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe Dioscorides, aunque fuera el ilustrado por el Doctor Laguna; mas, con todo esto, sube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mí; que Dios, que es pro. veedor de todas las cosas, no nos ha de faltar (y más andando tan en su servicio como andamos), pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua, y es tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los injustos y justos.

-Más bueno era vuestra merced, dijo Sancho, para predicador que para caballero andante.

-De todo sabían y han de saber los caballeros andantes, Sancho, dijo Don Quijote; porque caballero andante hubo en los pasados siglos, que así se paraba a hacer un sermón o plática en mitad de un camino real, como si fuera graduado por la Universidad de París: de donde se infiere que nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza.

-Ahora bien, sea así como vuestra merced dice, respondió Sancho: vamos ahora de aquí, y procuremos donde alojar esta noche; y quiera Dios que sea en parte donde no haya mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni moros encantados; que si los hay, daré al diablo el hato y el garabato.

-Pídeselo tú a Dios, hijo, dijo Don Quijote, y guía tú por donde quisieres; que esta vez quiero dejar a tu elección el alojarnos; pero dame acá la mano, y atiéntame con el dedo, y mira bien cuántos dientes y muelas me faltan deste lado derecho de la quijada alta; que allí siento el dolor.

Metió Sancho los dedos, y estándole atentando, le dijo:
-¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener en esta parte?
-Cuatro, respondió Don Quijote, fuera de la cordal, todas ente-

ras y muy sanas.

-Mire vuestra merced bien lo que dice, señor, respondió Sancho.

-Digo cuatro, si no eran cinco, respondió Don Quijote; porque en toda mi vida me han sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caído, ni comido de neguijón ni de reuma alguna.

-Pues en esta parte de abajo, dijo Sancho, no tiene vuestra merced más de dos muelas y media; y en la de arriba, ni media ni ninguna; que toda está rasa como la palma de la mano.

-¡Sin ventura yol dijo Don Quijote, oyendo las tristes nuevas que su escudero le daba; que más quisiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el de la espada; porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante; mas a todo esto estamos sujetos los que profesamos la estrecha Orden de la caballería. Sube, amigo, y guía; que yo te seguiré al paso que quisieres.

Hízolo así Sancho, y encaminóse hacia donde le pareció que podía hallar acogimiento, sin salir del camino real, que por allí iba muy seguido. Yéndose, pues, poco a poco, porque el dolor de las quijadas de Don Quijote no le dejaba sosegar ni atender a darse priesa, quiso Sancho entretenelle y divertille diciéndole alguna cosa, y entre otras que le dijo, fué lo que se dirá en el siguiente capítulo.

(Ibid., cap. XVIII).

De las disoretas razones que Sanoho pasaba con su amo, y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos.

-Paréceme, señor mío, que todas estas desventuras que estos días nos han sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado cometido por vuestra merced contra la Orden de su caballería, no habiendo cumplido el juramento que hizo de no comer pan a mante les..... con todo aquello que a esto se sigue y vuestra merced juró de cumplir, hasta quitar aquel almete de Malandrino, o como se llama el moro; que no me acuerdo bien.

-Tienes mucha razón, Sancho, dijo Don Quijote; mas, para decirte verdad, ello se me había pasado de la memoria; y también puedes tener por cierto que, por la culpa de no habérmelo tú acordado en tiempo, te sucedió aquello de la manta; pero yo haré la enmienda; que modos hay de composición en la Orden de la caballería para todo.

-Pues ¿juré yo algo, por dicha? respondió Sancho.

-No importa que no hayas jurado, dijo Don Quijote; basta que yo entiendo que de participantes no estás muy seguro; y, por sí o por no, no será malo proveernos de remedio.

-Pues si ello es así, dijo Sancho, mire vuestra merced no se le torne a olvidar esto como lo del juramento; quizá les volverá la gana a las fantasmas de solazarse otra vez conmigo, y aun con vuestra merced, si le ven tan pertinaz.

En estas y otras pláticas les tomó la noche en mitad del camino, sin tener ni descubrir donde aquella noche se recogiesen; y lo que no había de bueno en ello era que perecían de hambre; que, con la falta de las alforjas, les faltó toda la despensa y matalotaje; y para acabar de confirmar esta desgracia, les sucedió una aventura, que sin artificio alguno, verdaderamente lo parecía. Y fué que la noche cerró con alguna escuridad; pero, con todo esto, caminaban, creyendo Sancho que, pues aquel camino era real, a una o dos leguas de buena razón hallaría en él alguna venta. Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el escudero hambriento, y el amo con gana de comer, vieron que por el mismo camino que iban, venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino

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