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ablandaban los cascos los encantadores! y ¿qué mayor temeridad y disparate que querer pelear por fuerza con leones!».

Destas imaginaciones y deste soliloquio le sacó Don Quijote, diciéndole:

-¿Quién duda, señor Don Diego de Miranda, que vuesa merced no me tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa; pues, con todo esto, quiero que vuesa merced advierta que no soy tan loco ni tan menguado como debo de haberle parecido. Bien parece un gallardo caballero, a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro; bien parece un caballero, armado de resplandecientes armas, pasear la tela en alegres justas delante de las damas; y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios militares, o que lo parezcan, entretienen y alegran, y (si se puede decir) honran las cortes de sus príncipes; pero sobre todos éstos parece mejor un caballero andante, que por los desiertos, por las soledades, por las encrucijadas, por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas aventuras, con intención de darles dichosa y bien afortunada cima, sólo por alcanzar gloriosa fama y duradera. Mejor parece, digo, un caballero andante socorriendo a una viuda en algún despoblado, que un cortesano caballero requebrando a una doncella en las ciudades. Todos los caballeros tienen sus particulares ejercicios: sirva a las damas el cortesano, autorice la corte de su rey con libreas, sustente los caballeros pobres con el espléndido plato de su mesa, concierte justas, mantenga torneos, y muestrese grande, liberal y magnífico, y buen cristiano sobre todo, y desta manera cumplirá con sus precisas obligaciones; pero el andante caballero busque los rincones del mundo, éntrese en los más intricados laberintos, acometa a cada paso lo imposible, resista en los páramos despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y de los hielos; no le asombren leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos; que buscar éstos, acometer aquéllos, y vencerlos a todos, son sus principales y verdaderos ejercicios. Yo, pues, como me cupo en suerte ser uno del número de la andante caballería, no puedo dejar de acometer todo aquello que a mí me pareciere que cae debajo de la juridición de mis ejercicios; y así, el acometer los leones que ahora acometí, derechamente me tocaba, puesto que conocí ser temeridad exorbitante; porque bien sé lo que es valentía, que es una virtud que está puesta entre dos extremos viciosos, como son la cobardía y la temeridad; pero menos mal será que el que es valiente toque y suba al punto de temerario, que no que baje y toque en el punto de cobarde; que así como es más fácil venir el pródigo a ser liberal, que el avaro, así es más fácil quedar el temerario en verdadero valiente, que no el cobarde subir a la verdadera valentía; y en esto de acometer aventuras, créame vuesa merced, señor Don Diego, que antes se ha de perder por carta de más que de menos; porque mejor suena en las orejas de los que lo oyen el tal caballero es temerario y atrevido, que no el tal caballero es tímido y cobarde».

-Digo, señor Don Quijote, respondió Don Diego, que todo lo que vuesa merced ha dicho y hecho va nivelado con el fiel de la misma razón, y que entiendo que si las ordenanzas y leyes de la caballería andante se perdiesen, se hallarían en el pecho de vuesa merced como en su mismo depósito y archivo; y démonos priesa, que se hace tarde, y lleguemos a mi aldea y casa, donde descansará vuesa merced del pasado trabajo; que si no ha sido del cuerpo, ha sido del espíritu, que suele tal vez redundar en cansancio del cuerpo.

-Tengo el ofrecimiento a gran favor y merced, señor Don Diego, respondió Don Quijote. Y picando más de lo que hasta entonces, serían como las dos de la tarde cuando llegaron a la aldea y a la casa de Don Diego, a quien Don Quijote llamaba el Caballero del Verde Gabán.

(Ibid., cap. XVII).

De la sabrosa plática que la Duquesa y sus doncellas pasaron oon Sanoho Panza, digna de que se lea y de que se note.

Cuenta, pues, la historia que Sancho no durmió aquella siesta, sino que, por cumplir su palabra, vino en comiendo a ver a la Duquesa; la cual, con el gusto que tenía de oirle, le hizo sentar junto a sí en una silla baja; aunque Sancho, de puro bien criado, no quería sentarse; pero la Duquesa le dijo que se sentase como gober. nador y hablase como escudero, puesto que por entrambas cosas merecía el mismo escaño del Cid Rui Díaz Campeador. Encogió Sancho los hombros, obedeció y sentóse, y todas las doncellas y dueñas de la Duquesa le rodearon, atentas con grandísimo silencio a escuchar lo que diría; pero la Duquesa fué la que habló primero diciendo:

-Ahora que estamos solos, y que aquí no nos oye nadie, querría yo que el señor Gobernador me asolviese ciertas dudas que tengo, nacidas de la historia que del gran Don Quijote anda ya im. presa. Una de las cuales dudas es, que pues el buen Sancho nunca vió a Dulcinea (digo a la señora Dulcinea del Toboso), ni le llevó la carta del señor Don Quijote, porque se quedó en el libro de memoria en Sierra Morena, ¿cómo se atrevió a fingir la respuesta y aquello de que la halló aechando trigo, siendo todo burla y mentira, y tan en daño de la buena opinión de la sin par Dulcinea, cosas que no vienen bien con la calidad y fidelidad de los buenos escuderos?.

A estas razones, sin responder con alguna, se levantó Sancho de la silla, y con pasos quedos, el cuerpo agobiado y el dedo puesto sobre los labios, anduvo por toda la sala, levantando los doseles; y luego, esto hecho, se volvió a sentar, y dijo:

- Ahora, señora mía, que he visto que no nos escucha nadie de solapa, fuera de los circunstantes, sin temor ni sobresalto res. ponderé a lo que se me ha preguntado, y a todo aquello que se me preguntare. Y lo primero que digo es, que yo tengo a mi señor Don Quijote por loco rematado; puesto que algunas veces dice cosas que, a mi parecer, y aun de todos aquellos que le escuchan, son tan discretas y por tan buen carril encaminadas, que el mesmo Satanás no las podría decir mejores; pero con todo esto, verdaderamente y sin escrúpulo, a mí se me ha asentado que es un mentecato. Pues, como yo tengo esto en el magín, me atrevo a hacerle creer lo que no lleva pies ni cabeza, como fué aquello de la respuesta de la carta, y lo de habrá diez y seis o diez y ocho días, que aún no está en historia; conviene a saber, lo del encanto de mi señora Doña Dulcinea: que le he dado a entender que está encantada, no siendo más verdad que por los cerros de Ubeda.

Rogóle la Duquesa que le contase aquel encantamento o burla; y Sancho se lo contó todo del mesmo modo que había pasado, de que no poco gusto recibieron los oyentes; y prosiguiendo en su plática, dijo la Duquesa.

-De lo que el buen Sancho me ha contado, me andaba brincando un escrúpulo en el alma, y un cierto susurro llega a mis oídos, que me dice: «Pues Don Quijote de la Mancha es loco, menguado y mentecato, y Sancho Panza, su escudero, lo conoce, y con todo eso, le sirve y le sigue, y va atenido a las vanas promesas suyas, sin duda alguna debe de ser él más loco y tonto que su amo; y siendo esto así, como lo es, mal contado te será, señora Duquesa, si al tal Sancho Panza le das ínsula que gobierne; porque el que no sabe gobernarse a sí, ¿cómo sabrá gobernar a otros?».

-Por Dios, señora, dijo Sancho, que ese escrúpulo viene con parto derecho; pero dígale vuesa merced, que hable claro o como quisiere; que yo conozco que dice verdad; que si yo fuera discreto, días ha que había de haber dejado a mi amo; pero ésta fué mi suerte y ésta mi malandanza. No puedo más, seguirle tengo: somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiéreme bien, es generoso, dióme sus pollinos, y, sobre todo, yo soy fiel; y así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y el azadón. Y si vuestra altanería no quisiere que se me dé el prometido gobierno, de menos me hizo Dios; y podría ser que el no dármele redundase en pro de mi conciencia; que magüera tonto, se me entiende aquel refrán de «por su mal le nacieron alas a la hormiga»; y aun podría ser que se fuese más aína Sancho escudero al cielo, que no Sancho gobernador. Tan buen pan hacen aquí como en Francia; y de noche todos los gatos son pardos; y asaz de desdichada es la persona que a las dos de la tarde no se ha desayunado; y no hay estómago que sea un palmo mayor que otro, el cual se puede llenar, como suele decirse, de paja y de heno; y las avecitas del campo tienen a Dios por su proveedor y despensero; y más calientan cuatro varas de paño de Cuenca que otras cuatro de limiste de Segovia; y al dejar este mundo y meternos la tierra adentro, por tan estrecha senda va el príncipe como el jornalero; y no ocupa más pies de tierra el cuerpo del papa que el del sacristán, aunque sea más alto el uno que el otro; que al entrar en el hoyo, todos nos ajustamos y encogemos, o nos hacen ajustar y encoger, mal que nos pese, y a buenas noches. Y torno a decir que si vuestra señoría no me quisiere dar la insula por tonto, yo sabré no dárseme nada por discreto; y yo he oído decir que detrás de la cruz está el diablo, y que no es oro todo lo que reluce, y que de entre los bueyes, arados y coyundas sacaron al labrador Wamba para ser rey de España, y de entre los brocados, pasatiempos y riquezas sacaron a Rodrigo para ser comido de culebras, si es que las trovas de los romances antiguos no mienten.

-Y ¿cómo que no mienten! dijo a esta sazón Doña Rodríguez, la dueña, que era una de las escuchantes; que un romance hay que dice que metieron al rey Rodrigo, vivo vivo, en una tumba llena de sapos, culebras y lagartos, y que de allí a dos días dijo el Rey desde dentro de la tumba con voz doliente y baja:

Ya me comen, ya me comen
Por do más pecado había.

Y según esto, mucha razón tiene este señor en decir que quiere más ser labrador que rey, si le han de comer sabandijas.

No pudo la Duquesa tener la risa, oyendo la simplicidad de su dueña, ni dejó de admirarse en oir las razones y refranes de Sancho, a quien dijo:

-Ya sabe el buen Sancho que lo que una vez promete un caballero, procura cumplirlo, aunque le cueste la vida. El Duque, mi señor y marido, aunque no es de los andantes, no por eso deja de ser caballero; y así, cumplirá la palabra de la prometida ínsula, a pesar de la invidia y de la malicia del mundo. Esté Sancho de buen ánimo; que, cuando menos lo piense, se verá sentado en la silla de su ínsula y en la de su estado, y empuñará su gobierno, que con otro de brocado de tres altos lo deseche. Lo que yo le encargo es que mire cómo gobierna sus vasallos, advirtiendo que todos son leales y bien nacidos.

-Eso de gobernarlos bien, respondió Sancho, no hay para qué encargármelo, porque yo soy caritativo de mío, y tengo compasión de los pobres; y a quien cuece y amasa no le hurtes hogaza; y para mi santiguada, que no me han de echar dado falso; soy perro viejo, y entiendo todo tus, tus, y sé despabilarme a sus tiempos, y no consiento que me anden musarañas ante los ojos, porque sé donde me aprieta el zapato; digolo porque los buenos tendrán conmigo mano y concavidad, y los malos ni pie ni entrada. Y paréceme a mí que en ésto de los gobiernos todo es comenzar; y podría ser que a quince días de gobernador me anduviesen las manos tan bien en el oficio, que supiese más dél que de la labor del campo, en que me he criado.

-Vos tenéis razón, Sancho, dijo la Duquesa; que nadie nace enseñado, y de los hombres se hacen los obispos, que no de las piedras. Pero volviendo a la plática que poco ha tratábamos del encanto de la señora Dulcinea, tengo por cosa cierta y más que averiguada, que aquella imaginación que Sancho tuvo de burlar a su señor, y darle a entender que la labradora era Dulcinea, y que si su señor no la conocía, debía de ser por estar encantada, toda fué invención de alguno de los encantadores que al señor Don Quijote persiguen; porque real y verdaderamente yo sé de buena parte que la villana que dió el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea del Toboso, y que el buen Sancho, pensando ser el engañador, es el engañado; y no hay poner más duda en esta verdad que en las cosas que nunca vimos; y sepa el señor Sancho Panza que también tenemos acá encantadores que nos quieren bien, y nos dicen lo que pasa por el mundo, pura y sencillamente, sin enredos ni máquinas; y créame Sancho, que la villana brincadora era y es Dulcinea del Toboso, que está encantada como la madre que la parió; y cuando menos nos pensemos, la habemos de ver en su propia figura, y entonces saldrá Sancho del engaño en que vive.

-Bien puede ser todo eso, dijo Sancho Panza; y agora quiero creer lo que mi amo cuenta de lo que vió en la cueva de Montesinos, donde dice que vió a la señora Dulcinea del Toboso en el mesmo traje y hábito que yo dije que la había visto cuando la encanté por solo mi gusto; y todo debió de ser al revés, como vuesa merced, señora mía, dice; porque de mi ruin ingenio no se puede ni debe presumir que fabricase en un instante tan agudo embuste, ni creo yo que mi amo es tan loco que, con tan flaca y magra persuasión como la mía, creyese una cosa tan fuera de todo término. Pero, sefñora, no por esto será bien que vuestra bondad me tenga por malévolo, pues no está obligado un porro como yo a taladrar los pensamientos y malicias de los pésimos encantadores. Yo fingi aquello por escaparme de las riñas de mi señor Don Quijote, y no con intención de ofenderle; y si ha salido al revés, Dios está en el cielo, que juzga los corazones.

-Así es la verdad, dijo la Duquesa; pero dígame agora Sancho qué es esto que dice de la cueva de Montesinos, que gustaría saberlo.

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