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Del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho Panza.

Pensar que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado, es pensar en lo excusado; antes parece que en ella anda todo en redondo, digo, a la redonda. A la primavera sigue el verano, al verano el estío, al estío el otoño, y al otoño el invierno, y al invierno la primavera; y así torna a andarse el tiempo con esta rueda continua. Sola la vida humana corre a su fin, ligera más que el viento, sin esperar renovarse, si no es en la otra, que no tiene términos que la limiten. Esto dice Cide Hamete, filósofo mahomé. tico; porque esto de entender la ligereza e instabilidad de la vida presente, y de la duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la luz natural, lo han entendido; pero aquí nuestro autor lo dice por la presteza con que se acabó, se consumió, se deshizo, se fué como en sombra y humo el gobierno de Sancho.

El cual, estando la décimaséptima noche de los días de su gobierno en su cama, no harto de pan ni de vino, sino de juzgar y dar pareceres, y de hacer estatutos y pragmáticas, cuando el sueño, a despecho y pesar de la hambre, le comenzaba a cerrar los párpados, oyó tan gran ruido de campanas y de voces, que no parecía sino que toda la insula se hundía. Sentóse en la cama, y estuvo atento y escuchando por ver si daba en la cuenta de lo que podía ser la causa de tan grande alboroto; pero, no sólo no lo supo, sino que, añadiéndose al ruido de voces y campanas el de infinitas trompetas y atambores, quedó más confuso y lleno de temor y espanto; y levantándose en pie, se puso unas chinelas, por la humedad del suelo, y sin ponerse sobrerropa de levantar ni cosa que se le pareciese, salió a la puerta de su aposento a tiempo cuando vió venir por unos corredores más de veinte personas con hachas encendidas en las manos y con las espadas desenvainadas, gritando todos a grandes voces: «¡Arma, arma, señor Gobernador! ¡Arma! ¡que han entrado infinitos enemigos en la ínsula, y somos perdidos si vuestra industria y valor no nos socorre!»

Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, atónito y embelesado de lo que oía y veía; y cuando llegaron a él, uno le dijo.

-Armese luego vuestra señoría, si no quiere perderse y que toda esta insula se pierda.

-¿Qué me tengo de armar, respondió Sancho, ni qué sé yo de armas ni de socorros! Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo Don Quijote, que en dos paletas las despachará y pondrá en cobro; que yo ¡pecador fuí a Dios! no se me entiende nada destas priesas.

-¡Ah, señor Gobernador! dijo otro, ¿qué relente es ése? Armese vuesa merced; que aquí le traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa plaza, y sea nuestra guía y nuestro capitán; pues de derecho le toca el serlo, siendo nuestro gobernador.

-Armenme norabuena, replicó Sancho. Y al momento le truje. ron dos paveses (que venían proveídos dellos), y le pusieron encima de la camisa, sin dejarle tomar otro vestido, un pavés delante y otro detrás, y por unas concavidades que traían hechas, le sacaron los brazos, y le liaron muy bien con unos cordeles, de modo que quedó emparedado y entablado, derecho como un huso, sin poder doblar las rodillas ni menearse un solo paso. Pusiéronle en las manos una lanza, a la cual se arrimó para poder tenerse en pie. Cuando así le tuvieron, le dijeron que caminase y los guiase y animase a todos; que siendo él su norte, su lanterna y su lucero, tendrían buen fin sus negocios.

-¿Cómo tengo de caminar ¡desventurado yo! respondió Sancho, que no puedo jugar las choquezuelas de las rodillas, porque me lo impiden estas tablas, que tan cosidas tengo con mis carnes! Lo que han de hacer es llevarme en brazos, y ponerme atravesado o en pie en algún postigo; que yo le guardaré o con esta lanza o con mi cuerpo.

-Ande, señor Gobernador, dijo otro; que más el miedo que las tablas le impide el paso: acabe y menéese; que es tarde, y los enemigos crecen, y las voces se aumentan, y el peligro carga.

Por cuyas persuasiones y vituperios probó el pobre Gobernador a moverse, y fue dar consigo en el suelo tan gran golpe, que pensó que se había hecho pedazos. Quedó como galápago encerrado y cubierto con sus conchas, o como medio tocino metido entre dos artesas, o bien así como barca que da al través en la arena; у no por verle caído aquella gente burladora le tuvieron compasión alguna; antes, apagando las antorchas, tornaron a reforzar las voces y a reiterar el jarma! con tan gran priesa, pasando por encima del pobre Sancho, dándole infinitas cuchilladas sobre los paveses, que si él no se recogiera y encogiera, metiendo la cabeza entre los paveses, lo pasara muy mal el pobre Gobernador; el cual, en aquella estrecheza recogido, sudaba y trasudaba, y de todo corazón se encomendaba a Dios, que de aquel peligro le sacase.

Unos tropezaban en él, otros caían, y tal hubo que se puso encima un buen espacio, y desde allí, como desde atalaya, gobernaba los ejércitos, y a grandes voces decía:

-¡Aquí de los nuestros, que por esta parte cargan más los enemigos! ¡Aquel portillo se guarde; aquella puerta se cierre; aquellas escalas se tranquen! ¡Vengan alcancías de pez y resina, y calderas de aceite ardiendo! ¡trinchéense las calles con colchones!

En fin, él nombraba con todo ahinco todas las baratijas e instrumentos y pertrechos de guerra, con que suele defenderse el asalto de una ciudad; y el molido Sancho, que lo escuchaba y sufría todo, decía entre sí: «¡Oh, si mi Señor fuese servido que se acabase ya de perder esta insula, y me viese yo o muerto o fuera desta grande angustia!»

Oyó el cielo su petición; y cuando menos lo esperaba, oyó voces que decían:

-¡Vitoria, vitoria! ¿Los enemigos van de vencida! ¡Ea, señor Gobernador, levántese vuesa merced, y venga a gozar del vencimiento, y a repartir los despojos que se han tomado a los enemigos por el valor dese invencible brazo!

-Levántenme, dijo con voz doliente el dolorido Sancho.
Ayudáronle a levantar, y puesto en pie dijo:

-El enemigo que yo hubiere vencido, quiero que me le claven en la frente; yo no quiero repartir despojos de enemigos, sino pedir y suplicar a algún amigo, si es que le tengo, que me dé un trago de vino, que me seco, y me enjugue este sudor, que me hago agua.

Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle los paveses, sentóse sobre su lecho, y desmayóse del temor, del sobresalto y del trabajo. Ya les pesaba a los de la burla de habérsela hecho tan pesada; pero el haber vuelto en sí Sancho les templó la pena que les había dado su desmayo. Preguntó qué hora era; respondiéronle que ya amanecía. Calló, y sin decir otra cosa, comenzó a vestirse, todo sepultado en silencio; y todos le miraban, y esperaban en qué había de parar la priesa con que se vestía.

Vistióse, en fin, y poco a poco, porque estaba molido y no podía ir mucho a mucho, se fué a la caballeriza, siguiéndole todos los que allí se hallaban; y llegándose al rucio, le abrazó y le dió un beso de paz en la frente, y no sin lágrimas en los ojos, le dijo:

-Venid vos acá, compañero mío y amigo mío y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenía con vos, y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé, y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos.

Y en tanto que estas razones iba diciendo, iba asimismo enalbar. dando el asno, sin que nadie nada le dijese. Enalbardado, pues, el rucio, con gran pena y pesar subió sobre él, y encaminando sus palabras y razones al Mayordomo, al Secretario, al Maestresala y a Pedro Recio el Doctor y a otros muchos, que allí presentes estaban, dijo:

--Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad; dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser gobernador

ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y sarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma: quiero decir, que bien se está cada uno usando el oficio para que fué nacido. Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre, y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre sábanas de Holanda y vestirme de martas cebollinas. Vuesas mercedes se queden con Dios, y digan al Duque mi señor que desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano: quiero decir, que sin blanca entré en este gobierno, y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los gobernadores de otras insulas. Y apártense, déjenme ir, que me voy a bizmar; que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los enemigos que esta noche se han paseado sobre mí.

-No ha de ser así, señor Gobernador, dijo el Doctor Recio; que yo le daré a vuesa merced una bebida contra caídas y molimientos, que luego le vuelva en su prístina entereza y vigor; y en lo de la comida, yo prometo a vuesa merced de enmendarme, dejándole comer abundantemente de todo aquello que quisiere.

-Tarde piache, respondió Sancho; así dejaré de irme como volverme turco. No son estas burlas para dos veces. Por Dios, que así me quede en éste, ni admita otro gobierno, aunque me le diesen entre dos platos, como volar al cielo sin alas. Yo soy del linaje de los Panzas, que todos son testarudos, y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares, a pesar de todo el mundo. Quédense en esta caballeriza las alas de la hormiga, que me levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros pájaros, y volvámonos a andar por el suelo con pie llano; que si no le adornaren zapatos picados de cordobán, no le faltarán alpargatas toscas de cuerda: cada oveja con su pareja, y nadie tienda más la pierna de cuanto fuere larga la sábana; y déjenme pasar, que se me hace tarde.

A lo que el mayordomo dijo:

-Señor Gobernador, de muy buena gana dejáramos ir a vuesa merced, puesto que nos pesará mucho de perderle, que su ingenio y su cristiano proceder obligan a desearlo; pero ya se sabe que todo gobernador está obligado, antes que se ausente de la parte donde ha gobernado, a dar primero residencia; déla vuesa merced de los diez y siete días que ha que tiene el gobierno, y váyase a la paz de Dios.

-Nadie me la puede pedir, respondió Sancho, si no es quien ordenare el Duque mi señor; yo voy a verme con él, y a él se la daré de molde; cuánto más, que saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal para dar a entender que he gobernado como un ángel.

-Par Dios, que tiene razón el gran Sancho, dijo el Doctor Recio, y que soy de parecer que le dejemos ir, porque el Duque ha de gustar infinito de verle.

Todos vinieron en ello, y le dejaron ir, ofreciéndole primero compañía y todo aquello que quisiese para el regalo de su persona y para la comodidad de su viaje. Sancho dijo que no quería más de un poco de cebada para el rucio, y medio queso y medio pan para él; que pues el camino era tan corto, no había menester mayor ni mejor repostería. Abrazáronle todos; y él, llorando, abrazó a todos, y los dejó admirados, así de sus razones como de su determinación tan resoluta y tan discreta.

(Ibid., cap. LIII).

De cosas sucedidas a Sancho en el camino, y otras,
que no hay más que ver.

El haberse detenido Sancho con Ricote no le dió lugar a que aquel día llegase al castillo del Duque, puesto que llegó media legua dél, donde le tomó la noche, algo escura y cerrada; pero, como era verano, no le dió mucha pesadumbre; y así, se apartó del camino con intención de esperar la mañana; y quiso su corta y desventurada suerte que, buscando lugar donde mejor acomodarse, cayeron él y el rucio en una honda y escurísima sima que entre unos edificios muy antiguos estaba; y al tiempo del caer, se encomendó a Dios de todo corazón, pensando que no había de parar hasta el profundo de los abismos. Y no fué así; porque, a poco más de tres estados, dió fondo el rucio, y él se halló encima dél, sin haber recebido lisión ni daño alguno. Tentose todo el cuerpo y recogió el aliento, por ver si estaba sano o agujereado por alguna parte; y viéndose bueno, entero, y católico de salud, no se hartaba de dar gracias a Dios Nuestro Señor de la merced que le había hecho; porque sin duda pensó que estaba hecho mil pedazos. Tentó asimismo con las manos por las paredes de la sima, por ver si sería posible salir della sin ayuda de nadie; pero todas las halló rasas y sin asidero alguno, de lo que Sancho se congojó mucho, especialmente cuando oyó que el rucio se quejaba tierna y dolorosamente; y no era mucho ni se lamentaba de vicio; que, a la verdad, no estaba muy bien parado.

«¡Ay! dijo entonces Sancho Panza, y ¡cuán no pensados sucesos suelen suceder a cada paso a los que viven en este miserable mundo! ¿Quién dijera que el que ayer se vió entronizado, gobernador de una insula, mandando a sus sirvientes y a sus vasallos, hoy se había de

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