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nunca vieron ántes, desmayaron, y desparcidos cada cual huyendo tabajaba de salvarse; á los cuales aprovechó poco, porque dan tras ellos los de caballo, y dellos á lanzadas, y dellos atajándolos, para que llegasen los de pié con las espadas, fueron muy pocos los que dellos, de muertos ó captivos, se escaparon. Hicieron más nuestros cristianos, que á muchos aperrearon echando á los perros que los despedazasen, otros Espinosa mandó ahorcar, á otros co. tar las narices, y á otros las manos, de manera que en pocos dias que anduvo Espinosa por aquella comarca, cuasi toda la destruyó, que no dejó, al ménos no parecia, viva alma; fué el espíritu Espinosa de Pedrárias y el furor de Dios encerrado en ambos. En esta jornada iba con Espinosa y esta gente un religioso de Sant Francisco, llamado fray Francisco de Sant Roman; éste escribió una carta al padre fray Pedro de Córdoba que en esta isla estaba, de quien arriba queda mucho tratado y se tratará, que por amor de Dios hablase é hiciese consciencia á los religiosos de Sant Hierónimo, que habian venido á esta isla entónces á reformar estas partes, sobre que proveyesen de remedio para aquella tierra firme, que la destruian aquellos tiranos, y esta carta me dió á mí el dicho Padre, varon sancto, y la llevé á Castilla, para á quien conviniese mostralla, y despues, el año de 48, salió de la tierra firme y fué á España el dicho padre fray Francisco de Sant Roman, y, llegado á Sevilla, afirmó en el colegio de Sancto Tomás, de la órden de Sancto Domingo, que allí está, que habia visto por sus ojos meter á espada y echar á perros bravos, en este viaje de Espinosa, sobre 40.000 ánimas. Y estando la corte en Zaragoza, el año 18, me lo escribieron á mí por esta misma manera los dichos colegiales, y llevé la carta á mostrar al gran Canciller, á quien por entónces el Rey D. Cárlos (como placiendo á Dios se dirá más largo), habia dado cargo del remedio y reformacion destas Indias, y él me encargó que de su parte visitase al obispo de Búrgos, que á la sazon estaba enfermo, y le mostrase la dicha carta, cuasi como que se cognosciese y áun confundiese por haber mal gobernado estas tierras, porque habian pasado mu

chas y notables cosas sobre esta materia. Yo lo hice así, visitélo de su parte y mostréle la carta, y respondióme: «Decid á su señoría que ya le hé yo dicho, que es bien que echemos aquel hombre de allí.» Esto dijo por Pedrárias. Así que fueron extrañas las matanzas y destrucciones y número de esclavos, que aquel licenciado Espinosa en aquella su salida hizo; por lo referido y por lo que se referirá, será lo dicho bien entendido. Destruido Comogre y Pocorosa y todos los demás de aquellas provincias, pasó Espinosa, y con él el espíritu de Pedrárias, á la tierra del cacique Chirú, y por tomar descuidado al cacique Natá y prendelle, fuése adelante con la mitad de la gente, y dió en su pueblo de noche, y huyó el Cacique; recogió su gente y vino á resistirles con grande alarido, pero vistos los caballos que nunca habian vido, pensando que los habian de despedazar y comellos, pónense todos en huida. Mandó luégo hacer Espinosa en la plaza del pueblo un palenque de madera, que para contra indios era como Salsas para contra franceses; viendo el triste Natá que allí hacian asiento y que no bastaban ya sus fuerzas para resistilles, vínose sin armas á poner en su poder acompañado con unos pocos de indios. Teniendo nuevas de dónde y cómo estaba el cacique Escolia, envió á un Bartolomé Hurtado, con 50 hombres, para que de noche lo saltease y prendiese, y así lo hizo. Estos ansí tenidos, el uno preso, y el otro á más no poder venido, dejó las espaldas seguras, y caminó para la tierra de Cutara ó Paris, y llegó á un rio de Cocavira, donde le decian que tenia el oro allegado que habian tomado á Badajoz para restituírselo, porque, diz que, le decian sus mujeres que, por volver á ló cobrar, los cristianos habian de destruille. Iba Diego Albitez, con 90 hombres, delante descubriendo la tierra, y vido estar á la entrada de un monte obra de 20 indios con sus armillas, y arremetió á herillos; los indios pelearon contra ellos varonilmente, aunque desgarrados con las espadas. Salen luego del monte, á lo que juzgaban, sobre 4.000 indios, y el cacique Paris ó Cutara delante dellos, con grandísima grita; dan los unos en los otros y matan dellos con las espadas muchos, y ellos hieren de los

nuestros no pocos; unas veces los retraian hasta el monte, otras los indios ganábanles tierra, hasta que Espinosa con todo su caudal de gente vino, pero luego que vieron los caballos y soltaron los perros, no quedó hombre, que como si vieran al mismo diablo, que no huyese.

TOMO LXV.

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CAPÍTULO LXXIII.

Siguió Valenzuela con sus 130 hombres tras Espinosa, por montes y valles, con grandes trabajos, sin saber dónde andaba, los cuales, yendo muy afligidos y desconsolados, un dia en un monte ó çabana toparon con estiércol de caballos, el cual, segun se dijo, por la grande alegría que de vello rescibieron, todos lo besaron. Desde á pocos dias tiraron una noche ciertas escopetas que llevaban, y oyólo Bartolomé Hurtado, que habia enviado Espinosa á robar comida y todo lo demas que les faltaba, estando la tierra de Paris, como toda la gente de la provincia andaba, huyendo y puesta en armas. Fué Hurtado al sonido de las escopetas, y finalmente se encontraron, y fué inestimable el gozo que unos de otros recobraron. Fueron á juntarse todos con Espinosa, donde de principio lo renovaron, estimando que ya eran tan poderosos que, para ręsistirles cosa que quisiesen acometer, toda la gente de la tierra firme no bastaba. Tenian nueva que en el pueblo ó tierra del cacique Quema, que debia ser vasallo de Paris, tenia el oro que habia tomado á Badajoz, guardado, para lo cual, mandó Espinosa á Diego Albitez que con 60 hombres fuese á buscallo; saliéronles á resistir los súbditos de Quema, muy feroces, haciendo de sus alharacas, pero Diego Albitez díjoles que no venia á hacelles mal, sino á tratar amistad con ellos, por tanto que dejasen las armas. Persuadidos por sus palabras, creyéronlo y vinieron luégo dellos tres capitanes sin armas; rescebidos con amor y placer, preguntóles que dónde estaba ó tenian el oro que Paris á Badajoz habia tomado, dijeron que no sabian y que no tenian tal, llevólos consigo á Espinosa, el cual, in— terrogándolos con dulces palabras, y ellos negando, no supe que los atormentasen, pero era ésto tan ordinario que nin

guna duda me quedó de que á tormentos les hicieron decir dónde el oro estaba. Envió con ellos 20 hombres, y, en obra de dos horas, tornaron con el oro llenas cinco petacas; díjose que cabrian en ellas 80.000 castellanos. Todavía Espinosa, deseoso de haber lo que faltaba, pasó adelante á la tierra del cacique Chicacotra, donde no ménos estragos creo que hizo, segun la costumbre y fin que llevaba. Estuvo por allí hasta que pasaron todas las aguas, que es, como se dijo, el invierno de aquella patria, porque hallaron en aquella provincia de bastimentos grande abundancia; de donde comenzó á poner en obra su tornada para el Darien, con su presa tan deseada y amada. Trujo, como dije, 80.000 pesos de oro de lo que Badajoz habia robado, y Cutara ó Paris le habia justamente despojado; por entónces bien, segun creo, faltaron más de 50.000 castellanos, de los cuales, despues, más de los 30.000 se recobraron, como se dirá, y al cabo no dudo todos no haberse escapado de nuestras manos. Trujo tambien consigo Espinosa y metió en el Darien más de 2.000 esclavos, con la justicia hechos que andaba las gentes pacíficas, quietas en sus casas, inquietando, robando y cruelmente matando. Y para que ésto ansí parezca, sin que de mí sólo salga, quiero aquí referir las palabras que Tobilla dice, seglar, y uno dellos, que anduvo despues en aquellos pasos, como dije, y que asaz favorece aquellas entradas, en una historia que quiso hacer y llamó Barbárica, y que parece haber muerto en aquella simplicidad no sancta. Este dice así hablando de Espinosa en aquella jornada, y tocando de los esclavos: «Traia largos 2.000 captivos, que, para llevarlos los mercadantes á la Española, valian entónces muchos dineros, de donde nasció la tan presta como miserable caida que estas infinitas gentes dieron, pues, con la cudicia del mucho oro que por ellos en el Darien los tractantes les daban, todo el tiempo que fuera de sus muros se veian, así al de paz como al de guerra ponian en hierros; andando tan sin freno esta osadía entre los compañeros y los mismos Capitanes, que así compraban las mercaderías con sus aprisionadas gargantas, como si fueran la

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