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jando mapas, departiendo con los capitanes de los buques portugueses, coleccionando noticias de todas partes, al corriente de los descubrimientos hechos en Asia desde Marco Polo, leyendo una y otra vez la Imago Mundi de Pedro de Alliaco, las obras de los geógrafos antiguos, en particular de Ptolomeo, y algunas traducciones latinas de autores árabes: de todos estos materiales, relacionándolos y combinándolos una y mil veces mediante profundas y largas meditaciones, surge en su mente la idea de la esfericidad y pequeñez de la tierra con la posibilidad dei viaje al Occidente, y surge viva, brillante, arrebatadora, no como agena, sino como propia, como inspirada, y la abraza con todo el fuego de su alma ardiente y se consagra á comprobarla con toda la energía de su voluntad invencible. Nada le arredra, nada le detiene: ni los desdenes de las cortes, ni las privaciones y apuros á que le condena la falta de recursos. Colón, anunciando al mundo la esfericidad de la tierra y la facilidad de ir por el Oeste á las regiones orientales de Asia, es como un revelador, un profeta (1);

(1) En esto se distingue esencialmente el proyecto de Colón, de los concebidos por los demás navegantes de su tiempo. Colón, tomando por base la esfericidad de la tierra, trata de ir derechamente á las costas orientales de Asia, teniendo este camino por más corto que el que buscaban los portugueses al mismo punto por el Sur. De aquí la avidez con que acogía todos los day noticias que convergían á acortar la distancia entre Europa y Asia. Los otros navegantes, contemporáneos suyos, limitaban su pensamiento á las islas del Atlántico, cuya existencia les im

tos

lanzándose al mar para probar al mundo la verdad de su doctrina, es un héroe de incomparable altura.

Hay que guardarse, sin embargo, de desligar á Colón de sus precursores los geógrafos griegos y romanos, los escritores del renacimiento, los viajeros al Asia, en particular Marco Polo, y los navegantes portugueses, sin los que no hubiera concebido el proyecto de surcar el Atlántico ni de salir siquiera de su patria para fines de exploración. No es Colón una figura aislada, surgida como por ensalmo, sin precedentes, sino el término de una larga y admirable serie de actores y de empresas; y en esta serie hay que verlo, sin separarle un ápice de su puesto, si no se quiere salir del terreno de la realidad para caer en el de la ficción y del milagro. Sin los cosmógrafos antiguos y los cosmógrafos modernos, no hubiese pensado Colón que la tierra es redonda; sin la pléyade de viajeros al Asia, no hubiese conocido la existencia de los

ponían como indubitable la tradición, la multitud de objetos que las olas arrojaban á las costas y el testimonio engañoso de la vista, llegando el que más, como Hernán Dulmo, á abrigar la idea de una remota posibilidad de llegar á un continente. Es decir, que el proyecto de Colón era científico; el de los que podemos llamar sus émulos, empírico. De aquí, la dificultad de que le comprendieran sus contemporáneos, fuera de las primeras lumbreras de la ciencia, como Toscanelli, por ejemplo, que había llegado por el raciocinio á la misma concepción del mundo que Colón había alcanzado por intuición, y que contribuyó no poco, con la autoridad de su opinión y con sus consejos, á que Colón fijase sus ideas, concretase su plan y se resolviese con alma y vida á realizarlo.

ricos países de Manghi, Cathay y Cipango ni sentido aquel poderoso estímulo, la sed de oro, que le impulsó con fuerza casi incontrastable á realizar su empresa; sin las exploraciones de los portugue ses, no se le hubiese ocurrido la más remota idea de surcar el Atlántico; hasta sin los errores de Alfragan, no es probable que hubiese tenido alientos para lanzarse á una navegación tan larga y por un mar desconocido y pavoroso; en una palabra, sin sus precursores, Colón no hubiese existido.

Resulta ahora perfectamente demostrado, que al punto á que habían llegado las exploraciones y el renacimiento en el siglo XV, el paso que dió Colón era el que procedía dar en el doble y paralelo curso de los hechos y de las ideas, en términos que sin Colón, la América, intencionada ó casualmente, hubiese sido descubierta muy poco tiempo después, como necesaria consecuencia de haberse doblado el cabo de Buena Esperanza (1). Si alguna duda cupiese en este punto, ahí está para des. vanecerla la casual arribada de Alvarez Cabral á las costas del Brasil. Mas preciso es reconocer también, que el paso que dió Colón no fué un paso cualquiera, sino de mucha más importancia que el más importante de los dados anteriormente, y es seguro que Colón, por sus dotes personales (2), lo

(1) Fernández Duro, Nebulosa de Colón, págs. 119-121. Madrid, 1890.

(2) Estas dotes están patentes en los mismos escritos de Colón, que son, sin contar las cartas familiares, memoriales y

anticipó algún tiempo y lo facilitó, economizando á la humanidad los mayores esfuerzos que sin él hubiese costado. No es lícito poner en duda, en efecto, que las condiciones personales de Colón, su pronta y fina facultad de percibir, su facilidad de comprender y de sintetizar (1), el vigor y frescura de su fan

otros escritos breves de índole no literaria, las tres relaciones (que en rigor pueden reducirse á dos) de su primer viaje, las del tercero y cuarto y el libro de las Profecías. Nadie ha acertado á poner de relieve las facultades de Colón como A. de Humboldt, Cristobal Colón y el Desc. de Am., t. II, c. I y IX. Merece también citarse en este respecto el trabajo de Menendez Pelayo «De los historiadores de Colón», publicado en la Revista del Centenario y en El Posibilista de Sevilla, núms. del 8 al 16 de Diciembre de 1892.

(1) «Lo que más caracteriza à Colón, dice A. de Humboldt, (el que mejor ha puesto en su punto las privilegiadas dotes de Colón), es la penetración y extraordinaria sagacidad con que se hacía cargo de los fenómenos del mundo exterior, y tan notable es como observador de la naturaleza que como intrépido navegante. Al llegar á un mundo nuevo y bajo un nuevo cielo, nada se oculta á su sagacidad, ni la configuración de las tierras, ni el aspecto de la vegetación, ni las costumbres de los animales, ni la distribución del calor según la influencia de la longitud, ni las corrientes, ni las variaciones del magnetismo terrestre...» «Y no se limita á la observación de los hechos aislados, que también los combina y busca su mutua relación, elevándose algunas veces atrevidamente al descubrimiento de las leyes generales que reaccionan el mundo físico. Esta tendencia á generalizar los hechos observados es tanto más digna de atención cuanto que, antes del fin del siglo XV, y aun me atrevería á decir que casi antes del padre Acosta, no encontramos otro intento de generalización.» (Cristobal Colón y el Desc. de Am., t. II, págs. 15 y 18. Trad. Esp.)

tasía, su profundo sentimiento de la naturaleza (1), la fecundidad y alto vuelo de su intuición, la elo

(1) Excelente muestra de este sentimiento son las bellísimas descripciones que esmaltan sus escritos. Esta, por ejemplo: «Andando por el río, fué cosa maravillosa ver las arboledas y frescuras y el agua clarísima y las aves y amenidad que dice que le parecía que no quisiera salir de allí...» «La hermosura de las tierras que vieron ninguna comparación tienen con la campiña de Córdoba. Estaban todos los árboles verdes y llenos de fruta, y las hierbas todas floridas y muy altas; los aires eran como en Abril en Castilla; cantaba el ruiseñor como en España, que era la mayor dulzura del mundo...» «La isla Juana (Cuba) tiene montañas que parece que llegan al cielo; la bañan por todas partes muchos copiosos y saludables rios... Todas estas tierras presentan varias perspectivas llenas de mucha diversidad de árboles de inmensa elevación, con hojas tan reverdecidas y brillantes cual suelen estar en España en el mes de Mayo; unos colmados de flores, otros cargados de frutos, ofrecían todos la mayor hermosura y proporción del estado en que se hallaban. Hay siete ú ocho variedades de palmas, superiores á las nuestras en su belleza y altura; hay pinos admirables, campos y prados vastisimos...»

Con este cuadro idílico contrasta la sublime descripción de la tempestad que encontramos en la carta de su cuarto viaje, escrita desde Jamaica el 7 de Julio de 1503. «Allí se me refrescó del mal la llaga; nueve días anduve perdido sin esperanza de vida: ojos nunca vieron la mar tan alta, fea y hecha espuma: el viento no era para ir adelante, ni daba lugar para correr hacia algun cabo. Alli me detenía en aquella mar fecha sangre, herviendo como caldera por gran fuego. El cielo jamás fué visto tan espantoso; un dia con la noche ardió como forno; y así echaba la llama con los rayos que todos creíamos que me habian de fundir los navios. En todo este tiempo jamas cesó agua del cielo, y no para decir que llovia, salvo que resegundaba otro diluvio. La gente estaba ya tan molida, que deseaban la muerte para salir de tantos martirios. Los navios estaban sin anclas, abiertos y sin velas.»>

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