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Yo, como indicaba antes, nosotros todos, á mi entender, creemos que la complejidad de intéreses que representan los partidos modernos, exige mayor amplitud en estas nociones de la disciplina; por tanto, creemos, como indicaba antes, que podemos prestar, sin ocultar ni renegar de nuestras convicciones, importantes servicios al partido conservador; y yo abrigo la confianza de que podremos prestárselos todavía; pero esto, repito, no podemos hacerlo contra la voluntad y el criterio de los que dirigen ese partido. Una cosa puede consolarnos, y es que si nosotros conservamos esas convicciones, si nosotros no nos creemos en el caso de ocultarlas ni de desistir de ellas, es porque estamos muy ciertos, ó por lo menos muy convencidos, de que son una necesidad para la vida del partido conservador. (Muy bien).

Podrá llegar al poder por la anemia ó por la falta de vida del partido liberal, sin el concurso ni de esas opiniones ni de nuestras personas, y seguramente si llega al poder y lo ejerce, no le faltarán hombres importantes, de méritos y de servicios prestados, jóvenes de valía que le ayuden en su obra, y podrá prescindir sin graves daños de nuestro concurso personal; pero de lo que no podrá prescindir es del concurso de nuestras ideas y de ajustarse á lo que son los principios de conducta que nosotros deseamos para él; porque si de ellos prescinde, podrá llegar al poder, pero no podrá ejercerlo mucho tiempo, y seguramente no lo ejercerá en paz. (Aprobación). Los cumplirá seguramente; las exigencias de la opi nión se lo impondrán; hará todo eso que nosotros vemos, sin decirlo ahora, y entonces nosotros tendremos una satisfacción intima en apoyar á los que tal hagan.

Ya he tenido ocasión de decirlo otras veces: el concurso de las personalidades en la política es en estos períodos tranquilos, de mucha menos importancia que en los agitados y en los revolucionarios; cuando no hay pasiones que agitar y que conmover, cuando no hay problemas constituyentes que resolver en las calles ó en las Asambleas, por la agitación de las masas ó por la fuerza de los ejércitos, la importancia

de los hombres de Estado, de los grandes oradores y aun de los grandes Capitanes se amengua mucho, al par que crecen por las impresiones generales de la opinión pública, por los conceptos que en el país adquieren las soluciones que se dan, más que por los hombres que las defienden; y en ese período indudablemente nos encontramos. Nuestras personalidades significan poco; pero yo tengo cada día más fe en que significan mucho nuestros principios y nuestros procedimientos.

Estas son las líneas generales que creo bastan á determinar lo que es y lo que significa nuestra agrupación parlamentaria en esta legislatura. En lo demás, particularmente hablaremos de la formación de las Comisiones, proponiendo yo que, por regla general, salvo algún caso excepcional en que los interesados no quisieran seguir desempeñando sus cargos, sean reelegidos los que de una manera tan distinguida nos han representado en las diferentes Comisiones de carácter general en la legislatura pasada. Creo que todos aceptarán esta reelección; y únicamente tengo alguna indicación en contrario respecto del Sr. Comyn, del cual me permito, no obstante hallarse presente, hacer especial mención acerca de los singulares servicios que con tanto acierto prestó en la Comisión de actas, por la incesante labor de esa Comisión.

Ese cargo es demasiado pesado para imponerle como obligación debida á la amistad ó á la autoridad que él quiera prestarme á mí y á todos nosotros. Si insiste, pues, en declinar este cargo, yo hablaré con los amigos para designar la persona que habrá de sustituirle; pero no he querido, al comunicar esta indicación del Sr. Comyn, dejar de hacer la mención, que está en el ánimo de todos, acerca de la singular manera y del especial acierto con que desempeñó su cometido en la legislatura anterior. He dicho. (Grandes aplausos.)

A. S.

CRÓNICA EXTERIOR

Madrid 15 de Noviembre.

La muerte de Alejandro III, prevista por la ciencia y descontada por la política al fin de la pasada quincena, no ha sido por eso menos sentida por los amantes de la paz europea. Decíamos en nuestra última Crónica que el fallecimiento del caballeresco emperador sería una verdadera calamidad en el estado actual del mundo, y lo repetimos nuevamente después de ocurrido el triste suceso. No es momento oportuno el pre. sente en medio de la desolación de la familia imperial, cuando el cadáver del difunto Czar recorre en solemne triunfo la inmensa distancia comprendida entre Livadia y San Petersburgo, acompañado de sus hijos que lloran un padre y de las lágrimas de millones de hombres prosternados ante sus despojos que lamentan la pérdida de un buen monarca, entretenerse en hacer conjeturas acerca de la conducta que seguirá su heredero Nicolás II, enfrente de los problemas interiores y exteriores de la política rusa. Hacer cálculos en dicho sentido sería harto prematuro para todo el que se precie de prudente y casi rayaría en sacrilegio, cuando los príncipes con profundo amor filial conducen piadosamente en hombros el cadáver de su padre desde la estación de Moscou al Kremlin, entre el imponente rumor de las ovaciones del pueblo y el gigantesco y luctuoso tañido de las seis mil campanas de la

sagrada ciudad rusa doblando á muerto, para trasladarle luego al panteón de San Pedro y San Pablo en San Petersburgo.

Más que á descifrar el porvenir, cerrado á la corta previsión humana, cuyas costas son muy obscuras y difíciles de explorar, préstase la ocasión á resumir con breve concisión, y como si dijéramos en cifra, los hechos más culminantes del reinado de Alejandro III, la situación en que á su advenimiento al trono encontró el imperio y la situación en que le deja después de un reinado de trece años, empleados en el doble y glorioso objeto de reconstituir las energías interiores de su país y en mantener la tranquilidad de Europa.

Llegado al poder por el asesinato de su padre, natural parecía que Alejandro III iniciara dentro de Rusia una politica de enérgica represión contra el espíritu reformista de que su antecesor había dado ejemplo, y una política espectante en el exterior de no seguir la del primero, favorable á los intereses de Alemania. Inspirado en más altas ideas, penetrado de la necesidad de continuar el impulso progresivo del imperio que ha entrado con la emancipación de los siervos en el círculo cada vez más amplio de la civilización moderna, lejos de intimidarse ante la catástrofe del autor de sus días, emprendió la reorganización de las instituciones administrativas, dóciles aunque no serviles instrumentos de la autocracia. Y para dar inconcusa prueba de que ni los imperios europeos le asustaban, ni las democracias le daban miedo, buscó no diremos un aliado, pero sí un poderoso cooperador de su política exterior en la República francesa, de la que por tradición, por raza, por creencias, gobierno é intereses nacionales parecía deber estar alejado, contrapesando de esta suerte el predominio de Alemania, omnipotente en Europa durante los últimos veinte años.

Se dice que Rusia es una autocracia templada por el regicidio y la afirmación no es exacta. Se repite igualmente que el autócrata lo puede todo y nada hay tan distante de la verdad. Con exclusión de Alejandro II, muerto por los nihilistas, ninguno de los Czares rusos desde el entronizamiento

de los Romanoff, en 1612, es decir, en cerca de tres siglos, ha sucumbido victima de las revoluciones populares, sino antes bien de conjuras palaciegas, de atentados de familia, ó de suicidios deplorables, más o menos encubiertos por la hipocresía cortesana.

Cierto que desde el reinado de Pedro el Grande, los rusos capaces de formarse opinión sobre los asuntos públicos, se manifiestan divididos en dos grandes partidos; el contrario á las innovaciones y el favorable à las reformas; el enemigo de las novedades extranjeras, sean las que fueren, opuestas. al genio nacional y á las tradiciones moscovitas, heridas de muerte desde el día en que el célebre emperador antes citado trasladó la capital á San Petersburgo, y el partido menos numeroso sin duda, pero más ilustrado, amigo de las ideas y costumbres de Occidente, que han encontrado allí ancho campo donde librar el incesante combate del progreso con la reacción y empleado para obtener la victoria, á ejemplo de sus rivales, toda clase de armas, desde los motines soldadescos hasta el asesinato de los Czares, muertos unos como Pedro III, por ser demasiado alemán y partidario del rey de Prusia, otros como Pablo I, por sus exageradas simpatias hacia Francia, algunos como Alejandro I, envenenado no se sabe si por los apóstoles de la vieja Rusia ó por los fanáticos de la nueva, ó como Nicolás I, victima de su orgullo que no le permitía sucumbir á la humillación de verse vencido por los aliados en Crimea, y legó á su hijo con el trono el cuidado de hacer la paz con Europa, después de haber desencadenado sobre el país todos los males de una guerra desastrosa, regla de que ha sido única excepción Alejandro II destrozado por las bombas nihilistas, empeñados allí cual en muchas otras partes en la lucha tenaz é insensata contra los poderes constituídos.

El pueblo ruso, lo repetimos, carece de verdadera historia hasta la emancipación de los siervos hace treinta años, y este acto sólo pudo llevarlo á cabo un soberano cuyo poder autocrático descansa en iguales proporciones sobre la tra

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