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dición política que le atribuye la conquista de la tierra rusa recobrada palmo á palmo de razas enemigas, y sobre la tradición religiosa que ve siempre en el monarca la encarnación de algo divino y sobrenatural encargado de la misión de gobernar el pueblo ortodoxo.

Sólo así puede explicarse que la masa de las poblaciones rusas hayan permanecido fieles, sin distinción, á todos los Czares, bien fueran éstos audaces innovadores á semejanza de Pedro I, de Catalina II, y de Alejandro II, bien fueran, al contrario, adversos á toda reforma, á semejanza de Pablo I y de su hijo tercero Nicolás, declarado enemigo de las constituciones europeas y especie de arcángel armado de la reacción que favoreció siempre dentro y fuera del imperio con la férrea é indomable energía de su carácter.

Preciso es decirlo; más parte han tomado en la suerte de los modernos Czares las luchas de influencia entabladas en San Petersburgo por las diferentes naciones de Europa, Alemania, Inglaterra y Francia, que los partidos y las influencias verdaderamente rusas, limitadas hasta há poco á sufrir pacientemente antes que el peso de la autocracia, el de los grandes propietarios, primero, y el de la administración central después, convertida en abrumadora tirania que ha venido á reemplazarlos.

La autocracia ha sido hasta aquí, aunque parezca algo extraño á ciertas preocupaciones liberales, un instrumento de progreso en Rusia, la única fuerza capaz de imponerse al viejo espíritu tradicional aborrecedor de latinos y germanos, el único poder incontrastable ante la oligarquía territorial creadora de la servidumbre rusa, nacida en épocas de decadencia autócratica y más moderna de lo que se cree, la sola institución fuera de los municipios hija del genio nacional, dotada de suficiente virtud para poder ir transformando la organización del estado de absoluto en representativo, sin riesgo grave ó peligro inminente de naufragar á ejemplo de otras monarquías en las olas tempestuosas de las revoluciones populares.

El principal cuidado de los Czares reformadores ha sido, según esto, fortalecer por todos los medios su autoridad, revindicando á cada paso contra todo y contra todos, porque de la misma depende en primer término el éxito de las reformas, la tarea gigantesca de reorganizar el gobierno, las instituciones sociales, las leyes, el ejército, la administración, la enseñanza y las costumbres, condición previa é indispensable para intentar en momentos oportunos empresas de más aliento.

¿Cuánto tardará en cumplirse la dificil tarea solicitada con ahinco por las clases aristocráticas y medias de la Rusia actual, exécrada por el partido moscovita é indiferente para las masas que adoran en los Czares y hasta echan de menos la antigua servidumbre del terruño que los aseguraba el pan y el trabajo? Lo ignoramos como todo el mundo. Los progresos realizados sin embargo por los dos últimos Czares más liberales en el fondo que algunos reyes constitucionales de Europa, dejan presumir que la reforma política no tardará en coronar el trabajo de las reformas sociales y administrativas de Alejandro II, quien dió en ambas cosas pasos gigantescos, y el de los progresos materiales é intelectuales realizados por el pueblo ruso durante el breve y pacífico reinado del último emperador del que se refiere, decía con frecuencia: «quiero fortalecer la autocracia para dejar á mi hijo en condiciones de otorgar sin peligro del poder, instituciones constitucionales.»

Alejandro III era un soberano educado en ideas democráticas, convencido de que la educación de las clases superiores, llamadas á ser clases directoras de la sociedad, se imponía como indispensable requisito de las reformas del porvenir, y obró en consecuencia.

El primer acto del difunto emperador en dicho sentido, no obstante la oposición de muchos de sus consejeros que veian en las universidades el foco de la revolución y del nihilismo, el primer acto, repetimos, que inmortalizará su nombre fué la ley sobre la enseñanza superior en Rusia, sostenida por

Tolstoi, y apoyada calurosamente por Katkof, desde 1870, pero fracasada á causa de reprobables intrigas durante la vida de Alejandro II, hasta que en 1884 logró hacerla triunfar el ministro de Instrucción pública Delianoff.

Los que creen en el poder omnimodo de los Czares para dar leyes é imponer reformas, deben estudiar con atención las dificultades que el mismo emperador tuvo necesidad de vencer para plantear aquélla. Apenas encontramos en los pueblos constitucionales de Occidente, en los debates de las Cámaras representativas más libres, una discusión tan larga, tan empeñada y tan prolija como las discusiones mantenidas en el Consejo imperial acerca de la ley de que hablamos.

Las universidades rusas organizadas anteriormente con arreglo à la ley de 1863, eran según las enérgicas palabras de un celebrado escritor, el profesor de Cyón, un verdadero refugio de la anarquía y de la rutina, centros de conspiración permanente contra la autoridad, donde á pesar de llamarse imperiales no se atrevían á penetrar los individuos de la Real familia, temerosos de irrespetuosas manifestaciones, ni á intervenir los altos funcionarios del gobierno nombrados para inspeccionarlas, sin poner la vida en riesgo, hasta el punto de que aún después de planteada la nueva ley, fué asesinado por los enemigos de ésta un brillante general.

La emancipación de las universidades era completa. Organizaban la enseñanza á su capricho, otorgaban las cátedras libremente, recaudaban y distribuían los fondos, predicaban contra el gobierno y alentaban la indisciplina de los alumnos, sin que en compensación de tamaños males enseñaran, salvo contadas excepciones, cosa alguna de provecho á la juventud, condenada por los reglamentos á oir año en pos de año los mismos programas monótonamente repetidos y á examinarse ante los mismos profesores que á tan poca conciencia cumplían con sus deberes académicos.

La enseñanza superior era anárquica sin ser libre, independiente del Estado y esclava de la rutina, de la mediocridad y de los intereses corporativos y personales de sus claus

tros; emancipada de toda tutela y tiránica opresora de los alumnos á quienes dejaba únicamente la facultad de constituir asociaciones revolucionarias, bajo pretexto de establecer círculos de recreo y sociedades de socorros mútuos.

La ley de 1884, acabó con el desorden en nombre de la ciencia y en nombre de la social disciplina. Las universidades se incorporaron al Estado. Las facultades presentan desde entonces al ministro de Instrucción pública una lista de tres candidatos para que el ministro elija uno en vez de dejar á los claustros respectivos la libertad del nombramiento; el gobierno nombra también cada cuatro años los rectores y decanos, establece asignaciones fijas á los profesores á quienes deja los derechos de inscripción de sus alumnos rebajados, desde cien pesetas que eran antes á próximamente veinte que son ahora, concediéndoles además la libertad de elegir los cursos con los profesores más de su agrado, los cuales no examinan ya á sus discípulos, que sufren verdaderas pruebas de suficiencia al fin de sus estudios ante comisiones mixtas compuestas de personas competentes, en parte nombradas por el gobierno, en parte por las facultades mismas, más que nadie interesadas en el mantenimiento de su prestigio, en el decoro de su personal docente y en el progreso de la enseñanza, organizada como se ve á la alemana, con más tendencia al carácter práctico que al oral, al laboratorio que á la pura teoría, á la observación, que á las abstracciones, en las ciencias naturales por lo menos, donde son tales métodos insustituibles, y á cuyo cultivo parecen singularmente aptos los cerebros rusos.

No faltan espíritus en Rusia y en otras partes que acusan de invasora la intervención del Estado en la enseñanza superior; pero con excepción de Inglaterra, y sin excepción de Alemania, Suiza y Francia, bien puede afirmarse que en ningun pais europeo la intervención del gobierno es menor que en la clásica tierra de la autocracia, ni la enseñanza más libre y ajustada á las estrechas exigencias de su independiente carácter.

Y lo efectuado con la enseñanza superior lo hizo igualmente Alejandro III, secundado admirablemente por ilustres consejeros, en los grados inferiores de la Instrucción pública.

A la muerte de Alejandro II en 1881, no pasaba el número de escuelas primarias de 27.000, con poco más de un millón de niños, sin contar las reglamentarias de los regimientos. Al fallecimiento de su hijo ascienden á 46.880 con una asistencia superior á dos millones de educandos de ambos sexos. Los establecimientos de enseñanza media, semejantes por su objeto, no por su organización á nuestros institutos de segunda enseñanza, ascendían en los últimos años del reinado del asesinado Czar á 126 Gimnasios, y 32 Progimnasios, con unos 45.000 alumnos, y alcanzaban en 1892, la respetable cifra de 239, para varones, con 68.000 alumnos, y 343, para niñas, con 70.174; esto sin citar las escuelas llamadas medias, cuyo número pasa de 600, todas de creación muy reciente, sin hacer tampoco entrar en cuenta los establecimientos de Filandia, regidos por leyes privativas y especiales, ni las del distrito del Cáucaso donde la instrucción de todas clases progresa más que en ninguna otra parte del imperio. Los gastos totales para la enseñanza repartidos entre varios ministerios, puesto que los de cultos, guerra, marina y comercio sostienen bastantes, además de los que dependen del departamento de Instrucción pública, ascendieron en el pasado año á unos ciento sesenta millones de pesetas, suma equivalente á poco más del cuatro por ciento de todo su presupuesto, cifra para los españoles sorprendente, si recordamos que el nuestro queda por bajo del dos por ciento del general del Estado, según cálculos verificados hace pocos años por el distinguido profesor Sr. Serrano Fatigati.

La cifra de los que saben leer y escribir en Rusia, no pasa del 12 por 100 de su inmensa población, compuesta de 126 millones de seres humanos, de los que ciento pertenecen á la Rusia europea y el resto á la asiática; pero si la proporción es inferior en dicho concepto à la de los países más atrasados de Occidente, el progreso mani

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