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por el hipo de la envidia, la opresión de la codicia y el caos intelectual de la supina ignorancia, constituye una manera de producirse tan distinta en cada persona, que no hay cosa más distinta, diferente y desigual en el mundo que el criterio de cada ser racional y semoviente.

¿Cómo ha de ser igual la mera presunción y tontería del que ha oído un par de conversaciones inteligentes, y sorprendido por ellas, una vez acabadas y aprendidas se las apropia, y piensa conocer así la ciencia entera? ¿Cómo ha de ser igual, repito, la pedanteria del que sabe los índices de las cosas, y no de todas, ni de muchas, sino casualmente de alguna, y á medias ó á cuartas, ni más ni menos? ¿Cómo ha de ser igual, vuelvo à decir, el criterio que repite como suyas, no ya las convicciones ni las ideas, sino hasta las mismas palabras del prójimo, incluyendo entre el prójimo algún libro, que por casualidad haya entendido, advirtiendo que según los filósofos cristianos, no todo lo que se entiende se aprende, y no todo lo que se aprende se comprende también? ¿Cómo ha de ser igual el criterio del indocto de todo saber y ajeno de toda ciencia al cultivado por la educación y el trato, la enseñanza y la observación, el estudio y la reflexión misma?

Ya sé yo, y lo digo para contestar á los infieles de esta religión de la cultura, que la filosofía antes estuvo en la cabeza que en el libro; pero también deben saber ellos que las cabezas que por la meditación llegaron á la filosofía, se dan con menos abundancia que las calabazas que por medio de la filosofía, si la tuvieran, no llegarían á ninguna parte.

Pues bien; si todas las razones abonan al derecho de estar en un partido, sin que nadie lo tenga para impedírselo á nadie, esta razón general de ser la clase política-honrada tanto como la que más-menos bien educada intelectualmente en general y en la masa, porque para todo se necesita algo, y para político ningún título abona todos los posibles rigores en la disciplina de la agrupación.

Alguien disiente, alguien se rebela contra la actitud ó la voluntad del jefe. Pero como esta disidencia ó esta rebelión

aunque tenga los mejores fundamentos racionales, y aunque ella sea la razón misma, no ha de reconocerla el jefe de todos, porque si otro tuviera más razón que el jefe, el jefe sin la razón sobraría, llega el momento de imponer la autoridad, y aquí viene la advertencia, la discusión si la advertencia no basta, que ya discutir con el inferior es contar con la ventaja para el triunfo; si no basta la discusión, la cesantía de lo que obtuvo por el esfuerzo común del partido al que la disidencia molesta y perjudica; todavía la prohibición del trato y de la confianza, y el castigo de no ascenderle á mayores alturas.

Pero arrojarle de un partido; decirle que no es conservador cuando lo siente al que lo era; ó que no es liberal al que se figura que viene de Riego, de Mendizábal, ó de los partidarios de Campomanes; borrar la afición política del disidente, cuando borrarles esta debilidad sería para muchos borrarles la vida; esta manera de censura, castigo, fallo, excomunión, es imposible.

El primer partidario de un partido es el jefe; es precisamente el que más arriesga y el que más perdería si el partido se acabara.

El jefe lo debía declarar el talento. Pero de esta jefatura aunque se dé algún caso, no se dan todos.

Después del talento la dirección de un partido corresponde á la mayor cultura. También hay casos de lo mismo, pero tampoco son muchos.

Y después al carácter; á la voluntad bien afirmada, á la ambición y al deseo acordes y sostenidos; de éstos son en su gran mayoría y de éstos fueron los jefes de los partidos políticos.

Cuanto más bajo está el nivel intelectual de un partido mejor se imponen los hombres de carácter; cuanto más elevado, mejor los hombres de cultura, y cuanto más inquieto y dado á rebeldías sea el partido, más falta harán los jefes de talento.

Porque los cultos son los menos; son los más de los que manden, los hombres de energía real ó aparente.

Mas no hay que confundir el carácter con el humor.

El humor puede ser malo ó bueno, pero el carácter es bueno siempre. Convencerse de lo que se cree, estimarse en lo que se vale, ambicionar lo que se merece, y así mostrarse como se es, revela buenas condiciones del carácter.

Importa poco que el humor paralelo al carácter sea dulce ó agrio, brillante ó sombrío. Lo que debe sostenerse es aquel convencimiento de las propias aptitudes.

Todo partido político aspira al mando supremo, y al ejer. cicio de las funciones públicas, porque se considera el más apto para hacer el bien, el mejor preparado, el más asistido con todos los derechos del entendimiento y del corazón; el único, en una palabra.

Si así no fuera, ¿con qué derecho disputaría á los demás el ejercicio y dirección de las funciones públicas?

Si un partido político se declara incapaz, se suicida. Si un jefe vacila, dimite. Si no se recomiendan á un tiempo á la pública opinión los partidarios y el jefe y no se atribuyen todas las preferencias, están perdidos.

Dice un publicista contemporáneo que cayó en Francia la monarquía de Julio el mismo día que Guizot hizo público que no pudo corregir los defectos de la administración del Estado.

Guizot tenía más cultura que carácter.

Hay también una fuerza en los partidos que puede en ocasiones discernir la jefatura. Siempre que los partidos se forman principalmente de restos de otras agrupaciones, y más que masas y muchedumbres se juntan capitanes de grupo, constituyen éstos una oligarquía que aún puede valer junta más que el jefe y aún cada uno de los capitanes de mesnada tanto como el jefe.

Entonces no es el carácter lo que más conviene al primero de todos, porque podrá tener rivales en los segundos, ni la cultura porque será posible que no la tenga mayor. Entonces se impone el talento, ó la astucia, ó la condición negativa de elegir contra todos quizás por no hacer sombra á los

demás que hayan de colaborar con él en el Gobierno, no inspiran grandes rivalidades.

Y la flexible condición, y la súplica unida al efecto, y la solicitud y la aparente generosidad, y el desdén alternativo, y la preponderancia en turno de consejeros y ministros, y el saber vivir con muchos á un tiempo no llevando el descontento de nadie à la desesperación, ni las preferencias por ninguno al desvanecimiento de que se crean definitivamente favorecidos, serán las cualidades salientes de estos jefes que no los hace la cultura, ni el carácter, ni el talento; sino muchas veces el prestigio militar ó el prestigio revolucionario; la espada grande ó la letra menuda; la falta de padrinos y defensores que siente el país y que á ellos recurre por lo que necesita. Y ¡quién sabe si de esta condición y clase de jefes de partido fueron en España D. Leopoldo O'Donell aparte sus glorias militares, y D. Práxedes M. Sagasta aparte sus campañas parlamentarias.

Apuntadas estas ideas generales sobre la formación y condiciones de los partidos políticos, réstanos entrar en su manera de ser doctrinal, ética y conservadora. Los consideramos necesarios, porque un programa necesita el concurso de muchos; porque la práctica del bien no es pensada si no son muchos los comprometidos en ella, por lo mismo que para el mal cualquiera basta; y porque no hay régimen, institución y Estado que pueda vivir sin fuerzas efectivas que lo defiendan y aseguren. La discusión es eterna; el mundo ha sido entregado á las disputas de los hombres y el sentido conservador de los partidos es precisamente la razón que tienen para el ejercicio del poder.

Toda la filosofía racionalista, como hija del pensamiento libre, va al escepticismo y á la negación. Sin las antorchas de la fe y sin las iluminaciones de la esperanza, el entendimiento caminando á obscuras se estrella. Y las negaciones que traen las sombras bajan á la política, á las costumbres, á la vida social entera. Hay, pues, que levantar los ideales sobre alguna afirmación, y la primera es no destruir los ele

mentos y las fuerzas colectivas que aún nos quedan. En la política no puede venir la restauración de los bienes perdidos, sino por los mismos instrumentos que los crearon, y para aspirar á mejor vida y mayores grandezas, no hay más que destruir los partidos, porque tras ellos vendría la disolución de otros elementos sociales y la falta de todo otro medio de gobierno y de política.

Claro es que no se trata de su petrificación, pero sí de su vida, y renovarlos y reorganizarlos es infiltrarles nuevos y mayores elementos de existencia.

De los partidos decimos lo que del régimen parlamentario. Son los mejores instrumentos de la política contemporánea, comparados con todos los anteriores.

¿Alguien sabe de alguno nuevo de mayores prestigios y bondades?

Pues que lo descubra y lo enseñe.

Entretanto, la primera afirmación del convencimiento, la primera de la lógica, y la primera del instinto será ésta sola: Conservar lo existente y mejorarlo.

CONRADO SOLSONA

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