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COSTUMBRES JAPONESAS

NARA (1)

Salida de Tokio.-Los barcos de flores del Uyi-Kawa.-Caminantes y misiones.-Cómo viaja un Rajah indio.-Escenas agrícolas y naturalistas.-Nagaike. - Portentosa resistencia de los kuruma.—Un oasis entre dos jornadas sofocantes. La escala de los titanes.-Vista de la sagrada tierra del Yamato.-Llegada á Nara-Mushásino ó la hospedería oriental. El baño y la moral japonesa.-Paseo nocturno por un bosque fantástico. Una verbena en los antípodas y el baile sagrado Káguna. -Singular encuentro con una intrépida Miss.-El ciervo despertador.-Majestuoso paisaje de una selva secular.-Los corzos sagrados.-Estatua colosal de Buda.-El ideal artístico japonés se remonta en las grandes épocas de su historia.-Extasis ante la bella naturaleza.-Adiós á las sagradas selvas de Nara.

En la mañana de un día nublado y caluroso salía con mi koskai (criado) para Nara, la antigua capital del Japón, situada á siete millas de Tokio, en la tierra más clásica del imperio. La caravana se componía de tres yin-riki-sha: el mío, el de Siro y el de las provisiones, tirados por seis kurumá (hombres que arrastran los coches), que con el fresco matinal corrían como gamos. Pero aun á ese paso veloz, una hora se pasó de calle en calle, entre tiendas, teatros, templos y pagodas antes de alcanzar los arrabales de la gran ciudad.

La multitud que andaba por las calles, compuesta de musmés (muchachas), ghesha (bayaderas), peregrinos, músicos ambulantes y bonzos de todos colores y sectas se paraban á

(1) Constituye este trabajo un capítulo de la obra inédita escrita por el autor, siendo Secretario de la Legación de España en el Japón.

mirar el idyin san (bárbaro señor), que vestido de blanca franela, con amplio y ligerísimo casco para librarse de las insolaciones y anteojos ahumados contra las oftalmías, pasaba como una flecha en el yin-riki-sha fumando un cigarrillo. Algunos protestaban con miradas llenas de aversión por el extranjero, de que permitiesen viajar á un diablo azul (europeo) por el sacro suelo del Yamato, pero nadie me molestó en mi camino.

Poco a poco los templos, las casas y los transeuntes fueron desapareciendo, y atravesando un campo hermoso llegamos á orillas del Uyi-Kawa, sitio célebre en el Japón, por la exquisita calidad del té que allí se cosecha y por la infinidad de elegantes otchayas (casas de té) que se extienden á lo largo del río en un paisaje encantador. Allí, por doquier, se oye el shamisen (guitarra) y el tsusumi (especie de tambor) acompañando los cantos y los bailes de las ghesha y maikos (bayaderas). Desde el larguísimo puente de madera que une las dos orillas del ancho río se ven los yane-bune, barcos entoldados con guirnaldas de flores, que se deslizan á merced de la blanda corriente, sin remo ni timón que les guíe, mientras un sibarita oriental, todo vestido de blanco, acaricia con la mirada las voluptuosas ondulaciones de las bayaderas, cuyos flexibles cuerpos están sólo velados por transparentes túnicas de fina gasa. Van al azar donde la corriente les lleve, y las aguas dulcemente arrastran el barco de flores allá á un recodo del río, donde se distingue, medio oculto entre los variados tonos del verde y macizos de flores, un templo rústico levantado á Benten (venus búdica).

Del otro lado del puente, el camino siempre sombreado por magníficos árboles, serpentea entre grandes lagos surcados por centenares de barcos en miniatura; los caminantes abundan, sobre todo mujeres, con vestidos de fiesta remangados hasta por encima de las rodillas, dejando flotar tan sólo un manteo ó zagalejo encarnado de crespón de seda, abierto por delante, que deja al descubierto la redonda pierna, envuelta en una polaina muy ceñida y tersa de seda azul. En

los diminutos pies llevan sandalias de madera o de paja de arroz, y en las manos el imprescindible abanico y la sombrilla de papel. Cuando el calor aprieta, se anudan á la cabeza, å modo de turbante indio, el ten-nui, tira de algodón llena de dibujos policromos que les sirve de pañuelo ó toalla y hacen resbalar de los hombros el kimonó, túnica sujeta á la cintura por el obí, con lo cual queda desnudo todo el torso.

El espectáculo que ofrecen esas costumbres candorosamente primitivas, es tan singular, que por acostumbrado que el europeo esté à la continua exhibición de formas, menos ó más esculturales, no se cansa de observar, cuando viaja por el interior, los grupos de acicaladas musmés, que en el traje indicado se dirigen de una á otra aldea, caminando á la som. bra de los árboles, una tras otra, con ese paso peculiar de las japonesas, lleno de encantador abandono y graciosa dejadez. Cuando se cruzan con alguno más afortunado que puede viajar en coche, según la antigua costumbre de respeto, se paran, apartándose á orillas del camino y saludan respetuosamente con una profunda reverencia.

Al salir de entre aquel dédalo de lagunas divisamos en lontananza una mole semoviente, seguida de una turba de hombres, mujeres y chiquillos, y como caminábamos en sentido contrario, pronto nos encontramos, pudiendo ver que la mole era un enorme elefante, guiado por un comac indio sentado en la cabeza, que sobre el lomo llevaba una especie de templete, dentro del cual estaba el Rajá, cuyos servidores me hicieron pasar la noche de marras.

El príncipe indio había traído con su equipaje nada menos que un par de elefantes, y se permitía el lujo de recorrer el país instalado en uno de los dos colosales paquidermos, causando la admiración de los naturales, que no tienen más idea de ese animal que haberle visto esculpido en las pagodas y templos de la religión búdica, entre cuyos atributos figura en primer término.

Aprovechando la ocasión de tan raro encuentro, los kurumás, después de dos horas de correr bajo un sol de fuego, se

pararon algunos minutos para asombrarse de la colosal magnitud del rey de los juncales, que pasó bamboleándose majestuosamente, pero visiblemente contrariado, según lo demostraba con sus inteligentes ojillos, de verse perseguido por la turba de campesinos.

Continuamos después el camino por una región cultivada con gran esmero; era el momento de la actividad agricola, cuando se trasplanta el arroz en los encharcados campos y se cogen del arbusto las hojas que llamamos té, y toda la población rural estaba en los campos; los que trabajaban en los arrozales, así hombres como mujeres, tenían la cabeza protegida por ancho sombrero de bambú tejido, el cuerpo desnudo, á excepción de la cintura, que la llevan siempre ceñida por la tira de algodón llamada fundoshi y resguardadas las pier nas de las picaduras de las sanguijuelas por altas polainas de borra de seda. La recolección del té, por ser trabajo menos duro, está encomendada á las musmés, que andan por los campos á bandadas, revoloteando como mariposas, de arbusto en arbusto, para coger las hojas con que se prepara la fragante infusión. Escogen las que están maduras, después las secan, y por último, hacen una escrupulosa selección para clasificar las diferentes calidades de té.

En esta última operación estaba ocupada la población femenina de los pueblecillos por donde pasaba, y las musmės sentadas en cuclillas sobre el tatami en el traje de Eva, pero, eso sí, muy bien peinadas, escogían con sus afilados dedos las hojas, en tanto que con la mirada vaga escuchaban los acordes del kotó, que por turno iban tocando, ó pelaban la pava con sus iro-otoko, enamorados.

Este espectáculo fué desarrollándose á lo largo de todo el camino, que viene à ser una interminable calle, como en el Tokaido, y á pesar de los anteojos de cristal ahumado, que pudorosamente velaban mi mirada, no tuve más remedio que pasar revista á las bellezas plásticas del bello sexo de las provincias de Yamashiro y Yamato.

Hacia el medio día, el sol caía sobre la cabeza como plomo

derretido, habiendo momentos en que me sentía amagado de una congestión, á pesar de estar protegido de los abrasadores rayos por ese casco tan ligero, á pesar de su espesor, que los ingleses llaman Sun-hat, y un descanso á la sombra se hizo necesario, tanto para mí como para aquellos desgraciados seres que hacían el oficio de caballos, sin murmurar una palabra ni mostrarse cansados; por lo cual di la orden de hacer alto en la mejor otehaya que hubiese por las cercanías.

Los kurumá me llevaron á una de Nagaike, pueblecillo muy pintoresco, engalanada con profusión de banderolas, faroli llos de papel y guirnaldas de flores, donde en tanto que ellos se frotaban las articulaciones con saki (bebida hecha con arroz fermentado) y tomaban un baño antes de comer, mi koskai (criado), con ese desparpajo que hace de los japoneses los primeros sirvientes del mundo, improvisaba en la cocina un almuerzo, yo respiraba con delicia un aire relativamente fresco, reclinado en los tatami de una habitación abierta por dos lados sobre un jardín que tenía un estanque con grandes coi (carpas), las cuales, desde que me vieron llegar, daban saltos en el agua pidiéndome las echase algo de comer. Lo hice así, compartiendo con ellas mi frugal almuerzo, y me quedaron tan agradecidas, que siguieron dando chapuces todo el tiempo que permaneci alli fumando un cigarro y saboreando el té servido en minúscula taza por una rimeña ja. ponesilla, que mostraba dos preciosos hoyuelos en sus frescas mejillas.

En esto, Siro vino á anunciarme que los kurumd estaban aguardando para emprender la segunda carrera, que sólo había de terminar al anochecer en Nara, y no tuve más remedio que abandonar aquel oasis de temperatura paradisiaca, las retozonas carpas y la vivaracha murumié.

Durante esta segunda etapa de calor ecuatorial y agobiados, en la que los jadeantes kurumá parecían derretirse á chorros, presencié iguales escenas naturalistas que las de la mañana, y ví con admiración el ardor con que los campesinos seguian trabajando en los arrozales, metidos en el agua hasta

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