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la cintura, con el desnudo cuerpo expuesto á los abrasadores rayos de aquel sol de fuego.

Por fin, después de mucho rodar y de pasar un río en balsa, llegamos al caer de la tarde à la cadena de montañas que corre de Norte á Sur, dividiendo el Yamashiro de Yamato. Allí empezaba una pendiente tan fuerte, que el camino parecía una escalera de gigantes, y compadecido de aquellos des graciados que arrastraban el yin-riki-sha, hice la ascensión. á pie, á pesar del calor sofocante.

Desde la cima de aquellas negras montañas ví á mis pies, del otro lado, la sagrada tierra del Yamato y en el fondo de la llanura, entre montes y bosques, pude divisar las empinadas techumbres de los templos y pagodas de la Meca japonesa.

Nara fué la capital del Japón desde el año 709 hasta el 784 (de nuestra era) en que el Mikado, Kuammu Tenno, trasladó su corte á Kioto en el Yamashiro. De su antiguo esplendor y magnificencia, hoy no resta de lo que fué, según cuenta la tradición, más que algunos templos y una población de 21.000 habitantes, perdida en la inmensidad de los bosques sagrados.

Me hospedé en Mushasino, deliciosa otehaya situada sobre una eminencia, dentro del recinto del templo shintoista Kasuga-no-mya y en medio del bosque sagrado, famoso por sus criptornerías, las más grandes del Japón. La situación que ocupa la casa de té, bajo las altísimas copas de aquellos gigantes vegetales, á orillas de un lago y en las cercanías de una cascada, es excepcionalmente bella y pintoresca. Con el paisaje que la rodea, armoniza el rústico monasterio cedido. por los bonzos para dar albergue á los extranjeros y altos personajes del país que visitan ó van en peregrinación á Nara.

Mi koskai Siro, que entre sus múltiples funciones, desempeñaba las de aposentador, se había entendido por carta con la posadera, para que me reservasen la mejor habitación, á más de las necesarias para el personal que llevaba, y me dieron en consecuencia el mejor pabellón de los varios de que

se componía el antiguo monasterio transformado en hospedería.

Era una sala espaciosa cubierta con tatamis (esterillas tejidas con paja de arroz), que por todo ajuar lucía dos jarrones con flores y varios kakimonos, ó pinturas colgadas de la única pared, pues los tres lados restantes quedaban sobre el bosque, como un mirador, estaban cerrados con bastidores de papel.

Salió á recibirme, seguida de su estado mayor de maritornes, la Okamisan (patrona), respetable matrona que ostentaba con orgullo, los signos característicos del estado matrimonial; las cejas afeitadas y dientes lacados de negro, y después de darme posesión simbólica de mi casa de papel, me anunció solemnemente que el baño estaba preparado.

Ansioso de aliviarme del polvo, y del calor de la larga y penosa jornada, dejeme conducir sin ofrecer la menor resistencia, por la Okamisan y las ne-san, (mozas) á las termas de la Otehaya, creyendo me darían una sala de baños separada; pero no fué así, pues me introdujeron en la sala de baños O-yu-ya general, donde una docena de personas de ambos sexos, se bañaban en común.

Dudé un instante, si debiera ó no compartir los placeres del baño con todas aquellas gentes, mas la Okamisan y sus ayudantes femeninos no me dieron tiempo ni para protestar, y cuando quise percatarme ya me habían despojado de las escasas prendas de vestir, que aquel clima tórrido permite llevar.

Por fortuna, Siro había encargado que el agua de mi baño fuese fría, cosa que causó el mayor estupor entre los que sólo se bañan en agua cociendo, é ínterin mis bañeras procedian con todas las reglas del arte á lavarme, observaba á mis compañeros de ablucciones, que, juntos y con verdadera fruición, se zambullían en un pozal, del que se desprendía una nube de vapor, mientras se hacían confidencias en voz baja, sobre el efecto que les causaba el examen de mi persona.

Sin buscarlo, pues hubiera preferido estar solo ya que el

espectáculo de la o-yu-ya japonesa, nada nuevo me ofrecía, fuí el héroe por fuerza de la casa de baños, oyendo tan cándidas observaciones sobre la nitida blancura de mi cutis, que me hubieran hecho ruborizar, si el sol y la intemperie no me hubieran tostado la tez como á un segador, haciendo imposible esa manifestación del pudor ofendido. ¡Quién lo pensara, yo un prodigio de blancura, cuando en mi tierra, la de los morenos, paso por un cetrino muy acentuado! Però, como todo es relativo, al lado del suyo, mi color resultaba tan claro, que bien se les puede perdonar, me comparasen con el ampo de la nieve, cuanto tanto difieren de nosotros, hasta en su modo de pensar.

¡Pues qué, no nos llaman libertinos, perversos y desmoralizadores, por la manera que tenemos de entender la moral y el pudor, sin que encuentren otra explicación al fin que nos guía, que el suponer rodearnos de malicia los actos más naturales de la vida! Lo cual indica, que si tanto nos diferenciamos en el color como en la raza, no es menos diversa la organización de los cerebros, pues si en el terreno material es negro para nosotros, lo que para ellos resulta blanco, en el orden de las ideas nos separa un abismo, tan grande, que pudiera decirse padecen un dulterismo moral con relacion à nosotros, ya que una misma idea, analizada por un criterio, les merece un concepto diametralmente opuesto al nuestro.

Y si no ¿cómo explicar que sentimientos tan nobles y levantados entre los occidentales, como el honor de la mujer, en el concepto de pureza y fidelidad, sean considerados por aquellos orientales, que no reconocen más punto de honor que el caballeresco y militar, cual absurda y ridícula aberración mental, originada por la falsa idea, de que la mujer pueda con sus debilidades deshonrar al marido ó mancillar el lustre de un apellido?

A este punto de mi disquisición sobre la moral japonesa llegaba, cuando me hallé vestido, y dejando las filosofías para mejor ocasión, salí de la hospedería á perderme en los bos

ques sagrados, donde estuve andando á la ventura entre los apiñados troncos de aquellas seculares criptomerías, que erguían sus copas hasta querer tocar el cielo.

De vuelta en la hospedería al anochecer, me dijo la Okamisan, cuando me servió la cena, que aquella noche se celebraba una gran fiesta religiosa en honor de O-Kome-San (Dios del arroz) en el templo principal de Nara, algo así como una basílica Shintoista llamada Kamgá-no-mya, dedicada al Kunqué, (descendientes de los mikados) Ama-no-Koyané, antepasado de la poderosa familia Fudyiwara (que monopolizó el poder largos años). La noticia me fué tan grata, que me deshice en cortesías de agradecimiento á mi respetable patrona, que me las devolvió con creces, añadiendo que la mya ó templo, era la del bosque en cuyo recinto estaba la otehaya, por lo cual fácilmente encontraría el camino, con las indicaciones que me dió.

Con efecto, al cabo de andar por la obscuridad del bosque un cuarto de hora, distinguí á lo lejos millares de toró, linternas de piedra y bronce que alumbraban el camino con la luz opaca y misteriosa que se filtraba por sus artísticos calados.

Sorprendido por el efecto mágico que producía el bosque así iluminado, permanecí largo rato contemplándolo desde la solitaria espesura, antes de ir á confundirme con la humana corriente, que me llevaría al templo.

Según fui caminando, á cada recodo del camino, descubría nuevos y encantadores puntos de vista; aquí, bajo una gruta de flores y verdura; un ciervo de bronce arroja dos chorros de agua por las narices; allí, bajo un elegante pórtico, se balancea una farola colosal con las armas de Mikado, más allá, entre los negros troncos de los árboles, se adivina envuelta en las sombras de la noche, una ermita alumbrada por una lucecilla que parece un fuego fátuo y por todas partes reina algo de misterioso y fantástico, en aquel bosque encantado.

Mas donde la maravilla llegó al colmo, fué al aproximarme al monasterio, que se destacaba en lo alto del monte, di.

bujado con línea de fuego sobre el obscuro azul del cielo, por miles de farolillos que seguían las graciosas curvas de los templos y pagodas. Parecía la mansión etérea de los místi cos Kami. (Dioses del Shintoismo).

Una vez dentro del recinto, que semejaba un templo encantado, pude ver de cerca las linternas que desde la llanura producían tan maravilloso efecto.

Se contaban por cientos de miles, y las había de plata, bronce, hierro, porcelana y madera, todas artística y primorosamente caladas, formando caprichosos dibujos, caracteres chinos ó sánscritos, y en el centro el escudo de armas de los donantes, pues todas son ex-votos ofrecidos por piadosos bien hechores, entre los cuales figuran, desde el poderoso Daimio (señor feudal) hasta el humilde chonin (pechero).

Esas linternas que eran objeto de tanta curiosidad mía, los devotos, ni las miraban, acostumbrados á verlas desde que nacieron, y continuaban su camino rezando de templo en templo y produciendo un prolongado redoble con sus sandalias, al andar sobre las losas de granito. Con ellas vi en uno, al Dios del viento, Futeu, con un odre inflado entre los brazos; en otro estaba Kami-nari la terrorífica divinidad búdica que maneja la caja de los truenos, ensartados en un aro como un sonajero, y en otros Hachimán, el Marte japonés y á cuantos ídolos veneran los supersticiosos japoneses.

Seguía visitando los altares y pagodas, unido á un grupo de alegres musniés que se reían como locas, mezclando las carcajadas con las oraciones, y que con su característica afabilidad contestaron á cuantas preguntas les hice, sobre lo que veía y era desconocido para mí, cuando turbó el silencio de la noche el lúgubre sonido de un gont, que parecía anunciar el fin del mundo; para saber lo que aquel toque significaba, me dirigí á una de las muchachas, la cual me dijo, que era la señal para llamar á los adoradores de los Kami ó shintoistas á presenciar el baile Sagrado Kagura.

Por lo mismo que conocía las danzas sagradas búdicas, muy interesantes bajo el punto de vista de la indumentaria

TOMO CXLIX

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