Imágenes de páginas
PDF
EPUB

y de la coreografía, excuso decir, si me apresuré á seguir los pasos de las retozonas musniés, para ver el espectáculo de una ceremonia religiosa, representada con todo género de aparato y esplendor oriental.

La espaciosa mya donde se iba á celebrar el baile sagrado, estaba abierta á los cuatro vientos, teniendo únicamente seis grandes columnas de madera para sostener la pesada techumbre de aleros encorvados. En el interior había magníficos biombos antiguos, con figuras pintadas sobre fondo de oro, varios jibachi (braserillos de bronce), grandes candeleros en los que ardían hachones de cera vegetal y preciosas linternas, colgadas á centenares por todas partes. Este era el escenario de un efecto grandioso y fantástico.

Veamos ahora los actores. Dió principio la ceremonia con la entrada de cinco monjes, vestidos con jakamá de seda azul y Kimonó de crespón blanco, que vinieron uno tras otro, con paso trágico, tocando los siguientes instrumentos: un atabal, un tsusmni, dos flautas, y un shamisen; detrás, á iguales distancias, seguían doce jóvenes sacerdotisas revestidas con el jakamá de raso encarnado de las princesas imperiales, y unas casullas de blanca seda, bordadas con oro, sobre un kimonó blanco, también con mangas perdidas, y cerraba el cortejo con toda solemnidad, una robusta vestal, con aires de abadesa, á quien estaba encomendada la dirección de la danza sagrada, acompañando al mismo tiempo con el Kotó.

Cuando las doce sacerdotisas estuvieron formadas en ala, la respetable matrona que ejercía de superiora, dió dos palmadas y las vestales se arrojaron al suelo, hasta tocar el pavimento con la frente como en actitud de implorar el divino auxilio de los Kami. Inmóviles permanecieron en postura tan incómoda, hasta que un monje inició con la flauta un preludio lento, majestuoso y místico, que dió la señal de comenzar el baile.

Entonces se levantaron las sacerdotisas, y comenzaron la ceremonia por una serie de reverencias á los cuatro puntos cardinales y de respetuosas genuflexiones, admirablemente

ensayadas y llenas de color local, al mismo tiempo que dirigían lánguidas miradas al cielo; después daban vueltas con los brazos graciosamente levantados y la cabeza echada hacia atrás, clamando el favor divino, y luego ejecutaron pasos púdicamente voluptuosos, como si se sintieran poseídas del espíritu que invocaban, pero sin que una sola de sus graciosas posturas pecase de lasciva, ni sus movimientos elegantes denotasen más que un místico arrobamiento.

Para terminar el baile, repitieron los pasos de la introducción, y se prosternaron en acción de gracias; dió entonces tres palmadas la directora y las sacerdotisas, precedidas de los monjes, tocando una marcha, se retiraron de dos en dos marcando un paso de alto coturno.

Tras el cortejo emprendi yo la retirada á mi yadoya (casa), y aún creía oir á lo lejos en el fondo del bosque, la marcha tocada al són de un pifano por el monje que los guiaba al monasterio, á través del tenebroso monte, cuando llamaba á la puerta de la hospedería á hora bastante avanzada de la noche.

Siro, que me aguardaba, en cuanto reconoció la voz de su Dana-san, descorrió las trancas y cerrojos del portón, franqueándome la entrada, y en cuanto le vi con ojillos muy alegres y un aire rebosando satisfacción, por más que tratase de ocultar su dicha tras la más respetuosa cortesía, comprendi que según su costumbre, había puesto en revolución todas las maritornes de la posada. Así era, en efecto, á juzgar por los preparativos de una opípara cena que mi criado, siempre galante con el bello sexo, ofrecía al parecer á las nesan (mozas) de Mushaslino. Cerré los ojos para dejarle en completa libertad de hacer el D. Juan, su pasión favorita y la que consumía todo su salario, y le dije que nada necesitaba de él, porque tenía tantas buenas cualidades el servicial Siro y me entendía tan bien, que siempre fui indulgente para con su debilidad por las bellas.

¡Qué grato me fué entrar en mi pabellón, donde el silencio de la noche sólo era turbado por los suspiros del viento,

agitando dulcemente las hojas del bosque! Todo me invitaba á descansar de las fatigas de un caluroso día de viaje, durante el cual había visto y observado tantas cosas extrañas y nuevas para mí; el sueño y el cansancio me rendian, y casi tuve tiempo para hacer los apuntes del día á la luz del andón (lamparilla), cuando me dormía sobre el tatami (petate) como en un blando lecho envuelto en mi manta.

Pero estaba escrito, no había de gozar de aquel sueño reparador; en el primero y mejor, fuí despertado por Siro; quien todo azorado venía á decirme que una señora bárbara, léase extranjera, insistía de tal modo, por medio de signos, en su deseo de verme, que se había visto obligado á despertarme.

Como en el Japón se duerme vestido con las peyamas, me apresuré á salir para ver en que podía ser útil ó agradable á la descarriada viajera, que á tales horas de la noche andaba perdida por los bosques sagrados de Nara, hallándome con una acongojada Miss americana, á juzgar por su acento, é hija de un célebre general confederado según supe después, á quien había abandonado su intérprete en el interior del Japón, en venganza de haberle reprendido con dureza porque la sisaba en todas las cuentas de las otehayas donde se detenían. La intrépida Miss, que viajaba por el interior de aquel remoto Imperio al verse sola, abandonada y sin poder hacerse entender de nadie, en un país en donde los blancos han pagado con la vida su amor por los viajes, se sintió perdida; lloró y sin saber lo que hacer dejóse llevar por los fieles Kurumá, quienes habiendo oído en las otehayas por donde yo había pasado, que en Nara había otro bárbaro blanco, tuvieron la buena idea de traerla á la hospedería de Musashino, para ponerla bajo la protección del que ellos en su ignorancia de las nacionalidades extranjeras, creían su compatriota.

Cumplí los deberes que la galantería y los sentimientos cristianos me ordenaban para con una dama en tales circunstancias, y cuando la ví serena, tranquila é instalada en la

habitación que la mandé preparar, la dije buenas noches y. fuime á descansar.

Al amanecer me despertó el lúgubre tañido de una campana colosal, que llamaba á los monjes á prosternarse ante las Amátenas, diosa de la luz, y cuál no sería mi sorpresa al abrir los ojos y ver dibujada en el trasluciente papel de los bastidores, la forma de una cabeza con inmensos cuernos, con los cuales trataba de romper el débil obstáculo que la impedía asomarse á mi cuarto.

No sabiendo si soñaba, ó si era realidad lo que veía, de un salto me acerqué al bastidor de papel, le descorrí y me hallé frente á frente con un magnífico ciervo morquendo de blanco, que hincó á la veranda (corredor que rodea exteriormente á las casas orientales) á pedirme la golosina, que sin duda todas las mañanas estaba acostumbrado á recibir de mano de los viajeros alojados en aquel pabellón.

Poco después el sol se levantaba radiante en un cielo sin nubes, prometiendo otro día caluroso, por lo cual me previne con una buena ducha en la inmediata cascada, en lugar de tomar el baño coram populo en la oyuya de la otehaya, antes de salir á recorrer los bosques para respirar el aire puro de la mañana, embalsamado por los efluvios de la exuberante vegetación.

Si la noche anterior me había extasiado contemplando las gigantes criptomerías del sagrado bosque, con la luz del día me parecieron aún más altas y más hermosas. Andando al azar, no me cansaba de admirar ese prodigio vegetal, más bello aún en conjunto que los célebres árboles de California llamados Washingtoneas, verdaderos gigantes del reino vegetal, pero que carecen de la imponente majestad de un bosque secular de criptomerías.

De todas las maravillas que encierra Nara, la primera, la que no tiene rival ni admite comparación, y á cuyo lado resultan mezquinas las más grandes obras del hombre, es la selva en que están enclavados los templos y la ciudad.

Aquellos venerandos árboles, en cuyos troncos está escri

ta la primera página de la historia japonesa, han sido respetados religiosamente por centenares de generaciones de ese pueblo que profesa culto idólatra por la madre naturaleza, y nunca ha consentido que la mano del hombre profane esas reliquias vivientes del pasado. Lo único que han hecho es embellecer el grandioso parque natural, con la industria y el arte del hombre, trazando sinuosos caminos, en cuyas orillas hay millares de toró antiquísimos, de bronce y piedra, levantando arcos y pórticos rústicos con los troncos de los árboles que mueren de vejez, y haciendo plazoletas con preciosos jardines, fuentes y estatuas. Este paraiso está poblado de corzos, ciervos y venados, que pastan á manadas sin ser de nadie molestados, por lo cual vienen á lamer las manos de las personas que ven, pidiendo les den las golosinas que para ellos venden en las plazoletas del bosque muchachas sirvientas de los Monasterios.

Entre los restos de la antigua Nara, figura un Dai-butzu ó estatua colosal de Shakka (Buda), por el estilo de la que existe en las cercanías de Kamákuna. La mole de bronce está dentro de un templo de madera, construído en el siglo XVII, que amenaza inminente ruina, tanto por su elevada altura, 156 pies, como por el deplorable abandono en que se halla. Antes de llegar al templo, se pasa por un antiquisimo y macizo pórtico de madera, que da ingreso á un patio, cerrado por un precioso claustro de laca roja y blanca, en el centro del cual hay una farola de bronce de forma octogonal, con altos relieves, representando encarnaciones de Buda y finísimos calados, que es una joya artística de gran valor, ejecutada por un chino en el siglo VIII de nuestra era.

El Dai-butzu, según la tradición y conforme á la historia, fué fundido en el año 749 por orden del Mikado Sho-mu-tenno, quien logró vencer todas las dificultades que ofrecía la fundición de una mole de 54 pies de altura, siendo una de las más grandes, la de procurarse la cantidad de oro suficiente para hacer la aleación de los diferentes metales necesarios. El bronce representa á Buda, sentado sobre el místico

« AnteriorContinuar »