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fuerza contraria á la tal Diputación, aludimos al Sr. Silvela que ve en ella grave riesgo para la integridad de la patria, siendo dichas opiniones, como dice un elocuente ex ministro liberal, «otras tantas losas que la opinión pública va amontonando sobre la tumba de las reformas antillanas...»

Reformistas y autonomistas, ó lo que vale lo mismo, los representantes de los dos partidos más fuertes y mejor organizados de Cuba, defienden con tesón y elocuencia las venta. jas de la Diputación única. Así lo han demostrado los señores Dolz y Giberga, partidario el primero del proyecto del señor Maura, y convencido apóstol del autonomismo el segundo, que no ha esperado la llegada de sus compañeros para sostener con brío los principios de su partido, tergiversados por la mala fe de sus adversarios en Cuba y por los recelos de muchos liberales peninsulares.

Natural parecía que en medio de la obscuridad que envuelve el éxito de las reformas antillanas hablara para hacer luz el Gobierno y lo hiciera en su nombre el ministro de Ultramar Sr. Abarzuza. Después de mucha tardanza ha hablado por fin; pero de tal suerte lo ha hecho, que si bien ha salvado su talento de orador y su habilidad parlamentaria, ha suscitado todavía mayores confusiones que las anteriormente existentes en esta cuestión, con sus argumentos en pro y en contra y su buscada ambigüedad de palabras, en términos de revelar muy á las claras que carece de criterio propio acerca de la deseada transacción ó que no ha querido revelarle ante el país temeroso de no satisfacer á todo el mundo;' miedo inexplicable en quien ha tenido el valor de declararse monàrquico después de haber militado tantos años en el campo de la república. Acaso en este punto, cual en otros muchos, han obedecido su silencio y su ambigüedad á consigna del Gobierno, que no estima llegada la ocasión oportuna de resolver la dificultad é ignora todavía cuáles serán en definitiva los términos de la transacción.

Sea lo que quiera, las indecisiones del Gobierno hánle irrogado ya serio contratiempo con motivo del ruidoso inci

dente surgido entre el Sr. Salmerón y el Sr. Abarzuza al intervenir aquél en el debate político. El ilustre jefe del centralismo republicano, no podía dejar de hablar de la crisis cuando á consecuencia de ella había entrado un republicano á formar parte del Gobierno. Su imponente oratoria ha tronado como de costumbre contra la monarquía, la restauración y los partidos gobernantes. Nada ha perdonado su implacable palabra á las instituciones fundamentales, ni á los gobiernos que las sirven. La monarquía restaurada es hija de un pronunciamiento de agobiados. Los partidos que la sostienen carecen de ideas, de procedimientos de gobierno y hasta de moralidad. La administración pública es un foco de pudredumbre, morada de todos los vicios, fuente de espantable corrupción que mancha el país entero, que aguarda su salvación únicamente de la república, secuestrada á la voluntad nacional por un golpe de fuerza...

Pero más aún que en el proceso formado á la restauración y los partidos monárquicos, de quienes el Sr. Salmerón se convirtió motu propio en acusador, juez y verdugo á estilo de los profetas hebreos, mostróse severo y más que severo sañudo é injusto contra el Sr. Castelar y los posibilistas que siguiendo, no su ejemplo, sino sus consejos, han verificado la evolución monàrquica.

El ex presidente de la república erigido en verbo encarnado de la moralidad y de la conciencia pública, lanzó los destructores rayos de su austera, grandilocuente y amarga palabra sobre el posibilismo y sobre su representación en el Gobierno del Sr. Abarzuza, con tanta acerbidad y violencia, que llegó a decir esta frase: no se puede hablar de honor cuando la virtud está en litigio,» frase que penetró como un puñal en los oídos del nuevo ministro y fué à clavarse en su corazón abriendo en el mismo sangrienta herida.

Poco habituado á semejantes ataques el Sr. Abarzuza, le vantóse indignado á pedir á su adversario explicación de sus palabras, á que se negó el orador republicano, promoviéndose con tal motivo en la Cámara espantoso tumulto y una serie

de brillantes protestas por los Sres. Romero Robledo, Moret y Canalejas en desagravio del ofendido representante del Gobierno, que llevado de su excesivo pundonor, si puede en el pundonor caber exceso, provocó una cuestión personal, no aceptada por los representantes del Sr. Salmerón y como consecuencia de la misma presentó la dimisión de su cargo, al Sr. Sagasta, que después ha retirado á instancias del Sr. Castelar y de sus compañeros de Gobierno.

No menos ruidoso que el aludido incidente, aunque de más graves consecuencias para el jefe republicano, fué el promovido por el batallador Romero Robledo al acusar al Sr. Salmerón de enemigo de la integridad nacional leyendo párrafos de un discurso pronunciado por el elocuente orador en 1872, acerca de las relaciones entre las colonias y la metrópoli. Con gran valentía é indudable sinceridad, pero también con escaso tacto y habilidad política, ratificó el ex-presidente de la república sus ideas de aquella época acerca de nuestras provincias ultramarinas, hablando más como filósofo que como perspicaz hombre de estado y jefe de un partido que aspira al Gobierno. No es, pues, de maravillar, que declaraciones semejantes fueran rechazadas con ardiente pratiotismo por la inmensa mayoría de la Camara, sin distinción de conservadores y liberales, y que hasta las mismas minorías republicanas guardaran significativo silencio al oir las nada prudentes palabras del Sr. Salmerón, cuya voz poderosa gritaba en medio de las universales protestas: «revolución, revolución.»

Ahora bien; daríamos insignes pruebas de candorosos é inocentes, si en el discurso del respetable catedrático de metafísica, descartado el incidente ultramarino, viéramos sólo la indignación del republicano convencido, fulminando los dictados de su conciencia contra la conversión de los posibilistas á la monarquía, conversión que él estima apostasía. Por desinteresado que creamos al Sr. Salmerón cuando habla de moral y de consecuencia, por apasionado que le considera. mos al tratarse de sus ideas y de juzgar á sus adversarios, por

grande que sea su dogmatismo y el espíritu de secta característiscos de su temperamento intelectual, tiene demasiado talento y sobra de experiencia para lanzar enfrente del país y ante la representación nacional, acusaciones de la indole apuntada, sin proponerse al tiempo que herir mortalmente á sus adversarios, producir un efecto dado en los divididos partidos republicanos, señarlarles desde lo alto de la tribuna parlamentaria un objetivo común, responder con hechos terminantes á las suspicacias de las masas, faltas hoy de disciplina y desconfiadas de sus jefes, recoger los elementos del posibilismo fieles á la república, presentarse, en una palaba, como un mediador necesario entre las heterogénéas aspiraciones de sus correligionarios y ofrecerse á zorrillistas, federales y republicanos históricos bajo el triple aspecto de apóstol revolucionario, de constante defensor de la lucha legal y de centro de atracción de los principios gubernamentales, papel dificil y complicado en que corre el peligro de estrellarse nuevamente contra el recelo de las masas, contra el sincerodesaliento de Pi, contra la sagacidad de Ruiz Zorrilla, y contra la expectante actitud de muchos posibilistas todavía es peranzados en Castelar.

A. S.

CRÓNICA EXTERIOR

Madrid 30 de Noviembre.

A pesar de las grandes revoluciones experimentadas por el Japón en el transcurso de su larga existencia, el gran imperio del sol naciente ha sido el más fiel de todos los pueblos orientales à la monarquía religiosa encarnada en la dinastía secular que en la actualidad gobierna. La familia reinante ocupa sin interrupción el trono desde el año 666 después de J. C., esto es, cuando las monarquías bárbaras se renovaban y extinguían rápidamente en Europa, cuando los pueblos modernos se agitaban todavía en la infancia de la civiliza. ción y cuando en medio de las pavorosas tinieblas que envolvían el presente y el porvenir de los países occidentales, sólo brillaba una luz esplendorosa, la luz del cristianismo y una unidad moral en las conciencias: la unidad moral de la Iglesia, verdadera creadora del mundo europeo.

Los descendientes del emperador Jimmu, más afortunados que los de Carlo Magno, del que pretenden descender todas las dinastías europeas, pueden probar su abolengo con las listas auténticas de su bien conocida genealogía, sin recurrir para ello á fábulas, supercherias y leyendas. El pueblo japonés, en esto parecido al chino, es un pueblo de mucho sentido histórico, como ahora se dice; un pueblo también de extraordinaria fantasía, un pueblo sobre todo de vigoroso carácter, capaz de sufrir grandes transformaciones políticas y sociales, conservando en medio de ellas la fidelidad á sus tradicio

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