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bre loca que pasea solitaria y melancólica; y tierna y enamorada como la Isabel de Marsilla, la Julieta de Romeo y la Eloisa del filósofo Abelardo.

No aparece en las Obras del vate sevillano, por más que alguno asegure lo contrario, la sonrisa irrespetuosa de nuestro malogrado Bartrina, ni la ironía volteriana de Heine. Poeta como ellos, rico de sentimientos, soñador impenitente y alma ansiosa de emociones purísimas, cuando pulsa las cuerdas del arpa, brota de ellas un torrente de hermosa melodía; melodía que por la dulzura nos recuerda à Lamartine; por el sentimentalismo al bachiller Francisco de la Torre; por el erotismo al P. Arolas y por el apasionamiento á Musset, ese poeta delicadísimo que tan enamorado se muestra de Byron á quien imita, templando la aspereza de éste con una ternura y una sensibilidad exquisitas.

Aleccionado por la desgracia tiene un presentimiento fatidico que le hace desconfiar de la felicidad en el porvenir; y herido en lo más íntimo, se desata en una cascada de filosofia lacrimosa; en efluvios de una ternura indecible que flota en las páginas de sus Obras blanda, vagorosa y pura; ternura sin objeto que nos hace pensar en mujeres ideales, en fantasmas vaporosas que pasan junto á nosotros como una miriada de pintadas mariposas que revolotean en caprichoso giro en torno de nuestros párpados soñolientos, adormeciéndonos y transportándonos á una atmósfera de voluptuosidad inefable y de tristeza infinita.

Siempre que leo á Gustavo, se apodera de mi espíritu una sensación indefinible. Entonces éste se desprende de la cårcel material en que gime aprisionado, y subiendo á otras regiones más poéticas y luminosas, sueña con creaciones puramente legendarias, con mujeres que flotan en un ambiente saturado de ilusión y de pureza, de abnegación y dolores; sueña con esas espléndidas visiones que nos sonríen en la primavera de la vida; espléndidas visiones que aceptan la forma de bellísimas mujeres vestidas de oro y azul; fantasmas de deslumbrador ropaje que al pasar dejan en nosotros.

TOMO CXLIX

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el vago recuerdo de la felicidad que se aleja; una ternura y una languidez inexplicables, semejantes á ese dulce y voluptuoso bienestar que sentimos al despertar de un sueño poético, y parecidos á esa emoción dulce y melancólica á la vez, que nos invade cuando paseando á orillas del mar presenciamos la puesta del sol; ese momento divino en que el alma hastiada ya de prosa vil y de materialismo grosero se replega á la manera de hermosa y púdica flor que cierra su broche para ocultar su belleza, y vive de recuerdos y plácidas armonías.

Emocionarnos y hacernos sentir de una manera tan intensa es privilegio exclusivo de los genios. Y Becquer hace esto, porque ¿quién al leer sus Rimas; quién al hojear aquellas páginas tan sentidas y tan tiernas no se ha conmovido alguna vez? ¿Quién puede mostrarse indiferente y permanecer impasible escuchando los dolorosísimos gemidos y las desgarradoras elegías que brotan del pecho de Gustavo; del pecho de aquel pobre y desventurado poeta tan amante de la verdadera estética como soñador é hipocondriaco? ¿Quién al acompañar los pesares de aquel alma solitaria, no siente algo de lo que el vate sentía al expresarlos? ¿Quién hay tan refractario al dolor, tan duro de corazón y tan pobre de sentimiento que escucha á Gustavo sin que asome á sus ojos una lágrima y sin que el corazón lata apresuradamente, influenciado por aquella pasión tan profunda como desgraciada que revelan los versos del poeta sevillano? ¿Quién al ver que se ajan las flores de la ilusión del poeta, quién al verlas morir en medio de la primavera, en esa hermosa estación en la cual todo se viste de galas y primores, en esa época risueña en que todo es verdor y lozanía, en ese tiempo bendito en que sentimos necesidad de querer y ser queridos, de confiar nuestros secretos á una mujer que sepa comprendernos, de idealizar y de fantasear dejándonos llevar del generoso arranque del amor primero, quién, repito, no sufre y se asocia al dolor del vate?

¿Quién, engañado por una mujer á quien amaba con locura ciega, al ver pintada en los bellísimos versos de este poeta, tan tierno y tan sentido, una parodia de su pasión infinita y

un reflejo de sus desgraciados amores, no se enternece y se llena de compasión pensando en los sufrimientos de Becquer; en la fiebre del infortunio que abrazó la frente soñadora de aquel pobre joven, digno de mejor fortuna; en la triste soledad de aquel hombre tan bueno y tan amante? ¿Quién al escuchar las tristísimas congojas de aquel dulce ruiseñor, congojas impregnadas de una pena indefinible y de un amor sin esperanzas, no experimenta deseos de llorar? ¿Quén al ver caer gota á gota la sangre de aquel corazón, no se compadece de él y se conduele de los profundos pesares de aquel espíritu tan impresionable y tan apasionado? ¿Quién leyendo aquella tiernísima poesía, en la cual empieza hablando de las obscuras golondrinas, ó aquella otra donde pinta el entierro de una joven, no se apena aunque tenga un corazón cruel y feroz como el de la terrible y vengativa Medea? ¿Qué adolescente pasa la vista por aquellas primeras composiciones de Gustavo, aquellas tan llenas de ternura y esperanza, donde palpita el primer amor que todo lo poetiza y hermosea vistiéndolo de galas fascinadoras, sin escuchar el blando y vagoroso aleteo de las azules mariposillas del alma, de las mariposillas de la ilusión, que en luminosa ronda pasan en torno de sus sienes abrasadas convidándole à soñar, á querer, á idealizar y á vivir? ¿Quién no ha experimentado alguna vez esos dulcisimos trasportes y deliciosísimos arrebatos que él pinta de una manera tan hermosa? ¿Quién no ha alentado en su primera juventud, cuando el hombre tiene más fe y más esperanza, cuando los desengaños no han marcado su dolorosa huella en el corazón, cuando todo lo vemos azul y de color de rosa, quién no ha alentado esos purísimos anhelos, ese incesante deseo de la felicidad, esos poéticos ensueños, esos entusiasmos tan llenos de irreflexión y candidez, esas eternas ansias y ese optimismo que se traslucen en las páginas primeras de las Rimas? ¿Quién no ha gozado con los goces del poeta? ¿Quién no ha sufrido algo de esa fiebre amatoria que él describe? ¿Quién no ha delirado de placer oyendo delirar al vate? ¿Quién no ha pensado una vez siquiera como pensaba Bec

quer? ¿Quién no le ha seguido en sus amorosos extravios? ¿Quién, habiendo sufrido mucho por amar mucho, no se figura ver en las Rimas algo de su historia? ¿Quién en este último caso no imagina que sus dolores tienen al menos cierta relación de analogía con los dolores del protagonista de ese maravilloso y sentimental poema que Becquer bautizó con el modesto titulo de Rimas?

Y ahora que hago mención del título que Gustavo da á sus versos, creo que no será ocioso advertir, que no me agrada tanto el titulo como el poema. Rimas es un título demasiado vago, que no determina ni precisa el asunto de que va á tratar el poeta. Esto me trae á la memoria un libro de poesías, por cierto bastante malas, que publicó hace ya algunos años D. Fernando de la Vera é Isla, pero más feliz que la mayoría de los hijos de Apolo, pues á casi todos éstos se les pueden aplicar los siguientes versos de nuestro Martínez de la Rosa:

A uno enterraron de valde por no hallarle una peseta. No sigas... era poeta,

pero no á D. Fernando, que era inmensamente rico y no tenía necesidad de hacer vida de bohemio como nosotros, los emborronadores de cuartillas, que después de impresas servirán acaso para que los horteras de las tiendas de ultramarinos envuelvan los dátiles, los macarrones, el prosáico queso de bola, y hasta esas tajadas de merluza que parecen la suela de una alpargata vieja, según frase del ingenioso y humorístico Taboada, D. Luis no D. Nicolás, pues éste ni es ingenioso, ni es humorístico, ni es escritor ni cosa que lo parezca; es, nada entre dos platos; un poetastro de los más detestables, inclusos el mismo D. Fernando de la Vera é Isla y un tal don Manuel Briones, á quien los lectores de la REVISTA DE ESPAÑA no conocen, porque ni ha escrito nada ni sabe escribir, reservando sus pujos de literato para cuando va á mi pueblo, donde contrajo matrimonio con una aristocrata. Hablando de este que llaman en mi pueblo escritor, siento de vez en cuan

do conatos de rebeldía de eso que han dado en llamar amor propio, y mojo la pluma en acíbar. Abusando de la proverbial benevolencia de los ilustrados lectores de la REVISTA DE EsPAÑA, me voy á tomar la libertad de exponerles la causa formal, como diría Salmerón, ó de referirles el por qué de esta manera de obrar.

Hará doce años próximamente que me encontraba en mis lares pasando la temporada de verano, y descansando de las penosas fatigas anejas á la vida del estudiante de seminario. Por aquel tiempo, sentía yo una especie de afición pelechona hacia las musas y escribí infinidad de composiciones que hace ya mucho reduje á pavesas convencido de que para nada valían. Eran bastante malas, es cierto; pero me gustaban á mí, les gustaban á mis abuelos, y yo me hice la ilusión de que era ya un poeta consumado; y soñé con la gloria del poeta, con esa gloria que Becquer amó tanto y que tan bien pinta en una de las cartas que escribió durante su estancia en el Monasterio de Veruela; y me consideré con fuerzas suficientes para escalar el Olimpo. ¡Una chiquillada propia de los pocos años! Ocurrió entonces que fué por allí el Sr. Briones con objeto de pasar una temporada; pidióme mis cuadernos de versos; yo se los entregué y me los devolvió á los quince días con las frases laudatorias que son de rúbrica en casos semejantes. Pero al mismo tiempo, dijo en otras reuniones adonde concurría con frecuencia, que mis versos no valian nada; que resultaban desagradables é inarmónicos en extremo; en una palabra: que eran un engendro monstruoso. Yo que supe todo esto, no dije siquiera esta boca es mía, convencido de que por la boca muere el pez; temeroso de disgustar con mis réplicas al amigo íntimo de las nueve hermanas del Rindo, y deseando no incurrir en el olímpico desprecio de una autoridad literaria de tan alta representación en la república de las letras; pero guardé mi contestación para más tarde. Desgraciadamente, aquel jovenzuelo no ha hecho progresos ni grandes ni pequeños desde entonces; pero ha estudiado algo, ha pensado algo, ha leído mucho, y convencido

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